lunes, 17 de febrero de 2014

Lastre





Un buen bourbon –dijo mirando la etiqueta de la botella a la luz de la lámpara de escritorio, sosteniéndola en su mano derecha como quien sostiene un libro de poemas selectos y se dispone a darles vida con su voz. Retiró el tapón sin prisas, y vertió el líquido dorado en un vaso ancho, sobre un solitario cubito, deleitándose con su crujido a medida que lo cubría –. Bonita manera de romper el hielo.
Una última calada a su cigarrillo, profunda, y lo apagó aplastándolo sobre los cuerpos fríos de anteriores momentos de reflexión. En el equipo hi-fi sonaba una recopilación de jazz. Un golpe seco del paquete de tabaco, con la inercia de la práctica, hizo aflorar otro pitillo, abrazándolo con labios secos. Lo encendió entrecerrando los ojos para protegerlos del humo, metió el mechero en el interior del paquete, y con movimiento de repartidor de cartas experto lo dejó caer sobre la mesa del despacho, donde giró como ruleta antes de detenerse.
–Todo al rojo –bromeó, cogiendo el vaso de bourbon, para dirigirse después a la cómoda chaise longue de piel negra frente al gran ventanal que daba a la calle.
Fuera la luna llena tintaba el paisaje de pálidos grises, difuminados en un aura espectral. Nada daba señales de vida en el monte ni en los campos cercanos. Una naturaleza muerta, en el mejor de los sentidos.
Por el ventanal abierto se colaba en el espacioso despacho el aroma del romero y el tomillo, acompañados del también volátil sonido de los grillos zapateros, afanosos artistas del arco y el violín sin cuerdas. Con semejante carencia ¿quién podía culparles de repetir la misma pieza una noche tras otra?
Se arrellanó en la “silla larga” como si formara parte de ella, descansando un pie sobre el otro, descalzos, dispuesto a disfrutar del recital desde tan privilegiado palco.
–Gracias por los servicios prestados –dijo extrayendo el cubito del vaso. Lo tiró por la ventana, escuchando cómo caía sobre las tejas, resbalaba sobre ellas, y un segundo después se hacía añicos al chocar contra el pavimento “anti-hielo” de la terraza, casi al mismo tiempo que terminaba de chuparse los dedos.
Mientras los sorbos de alcohol vestidos de acaramelado roble se deslizaban sobre su lengua, sobrevolados por el humo del cigarrillo como bruma sobre un río, se encontró pensando en lo que había sido su vida hasta aquel instante, que no tardaría en perderse, fugaz. ¿Felicidad, libertad, paz? ¿Qué tanto por cien atesoraba de cada una de ellas, siendo objetivo? Una pregunta de complicada respuesta, capaz de generar una pirámide invertida de preguntas. Mejor enfrentarse a un enjambre de avispas cabreadas.
Un gato que vagabundeaba por el tejado se acercó al ventanal, con intenciones más que probables de colarse dentro.
–¿Tú que dices? –le preguntó, aprovechando la fortuita visita.
Sorprendido por su inesperada presencia, el animal dio un respingo y puso pies en polvorosa.
–Que me den, ¿verdad? –exclamó, dejándose llevar por una tan breve como leve risa.
Nadie gozaba de felicidad, libertad, o paz completas; ni siquiera al nacer, mucho menos al morir. Pensar en alcanzarlas era una utopía. Demasiado esquivas. Salvajes como un caballo sin domar.
–Ajenas al ser humano –se dijo.
Demasiados lastres, sumándose con los años, multiplicándose para restar, y dividir lo poco bueno que se acertaba a conseguir. Muchos. No saber perdonar, por ejemplo.
–Es difícil perdonar, por no hablar de olvidar, que alguien te haga daño; sobre todo cuando no encuentras una explicación. Gratuitamente es la palabra. Puede ser atormentador, a todos los niveles. Físicamente es un vacío interior que no hay forma de llenar. Otro cúmulo de preguntas. Nadie las responde. Y quizá tampoco haya respuesta. Se tarda una eternidad en llegar a esa conclusión. Pasas de tratar de comprender, a aceptar, y seguir adelante. O volver a hacerte la pregunta. Es como perderse en un bosque, y buscando la salida acabar siempre en el mismo lugar. “Juraría que ya hemos pasado junto a esa piedra”. Hay que perdonar, no hay más. Tan complejo, y tan simple. Cuesta más de lo explicable, pero la recompensa vale la pena: un poquito más de felicidad, libertad, y paz.
Lo celebró terminándose de un trago el dedo de bourbon que quedaba en el vaso.
     –Para resolver cómo perdonarse a uno mismo, habrá que repostar –añadió, yendo a por la botella.   

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