miércoles, 29 de septiembre de 2010

Un giro inesperado: cuando un Birkin se cruza en tu vida






Al fin, ya puedo decir que voy a tener la novela en papel. Para conseguirlo, he tenido que echar mano del “yo me lo guiso, yo me lo como”. Como la receta me salga mal, voy a sufrir una indigestión de las que hacen historia, no tengo la menor duda, pero la verdad es que no me preocupa. Es algo que, de una manera u otra, tengo que hacer, independientemente de cuál sea el resultado después. Los sueños, sueños son, he leído hoy en un blog, afirmación con la que no puedo estar más en desacuerdo, más todavía, si cabe, porque venía de una persona que tiene fuerza suficiente para comerse el mundo y parte del extranjero. Los sueños que tenemos de pequeñajos es fácil que se queden por el camino, pero ¿y los que tenemos cuando sí podemos hacer algo para intentar hacerlos realidad? Esos no hay que permitir que se pierdan, no mientras exista un camino que nos pueda llevar a alcanzarlos. Cuando se agoten todas las posibilidades, entonces ya diremos que los sueños, sueños son, pero mientras tanto, ni hablar del peluquín. Y mientras hay vida, hay esperanza ¿no?

Aprovecho para dar las gracias de nuevo a MIGUEL BAQUERO, que me ha ayudado enormemente, respondiendo a mis preguntas en todo momento. Y es que eso de vender tú mismo tu libro no es tan fácil como pueda parecer así de primeras. Son muchas las variables a tener en cuenta, si no quieres echarte una soga al cuello. Sus indicaciones y consejos me ayudarán a que, en la medida de lo posible, eso no ocurra. Gracias, MIGUEL (con mayúsculas).

Todavía no sé cuando tendré los libros, porque primero habré de pedir una copia para comprobar que todo está correcto, sobre todo la portada, que es lo más difícil de cuadrar. Ya os informaré, por si queréis sufrir con mi prosa. Yo os aconsejo que leáis mi novela, así el resto de vuestra vida las cosas ya no os parecerán tan malas.

He de decir también que publicar la novela hubiera sido imposible de no ser por el inesperado giro que dio mi vida la semana pasada, y que ha hecho posible que cuente con la cantidad necesaria para meter la novela en imprenta. Se trata de algo bastante rocambolesco, y que todavía me cuesta asimilar. No pensaba hablar de ello, la verdad, pero como sé que aquí estoy entre amig@s, pues, ¿por qué no? Además de que me vendrá bien sacarlo fuera. Pues bien, el caso es que estaba el sábado pasado comprando en una frutería de mi ciudad, concentrado en palpar la consistencia de unas peras, cuando noté una presión sobre mi glúteo izquierdo. Es cierto que la tienda estaba bastante concurrida por ser fin de semana, y que rozarse con los demás no era raro, más bien lo contrario, pero es que sentí perfectamente que aquella presión era la de unos dedos comprobando la dureza de mi culo, así como lo digo. Yo pegué un pequeño respingo, pues no estoy acostumbrado a que me metan mano en una frutería, llamadme sensible si queréis. Si hubiera ocurrido en la zona de los pepinos me hubiera parecido más normal, pero ¿en la de las peras? Me volví lentamente, no sé si para dar tiempo a mi manoseadora a escurrir el bulto, o porque temía que se tratara de uno en vez de una. Esto último estaba más que fundado, porque llevo un tiempo, que cuando entro en una tienda de ropa donde hay algún chico joven entre los dependientes, éste me suele poner ojitos, por no decir que me hace un escaneo de pies a cabeza de manera nada disimulada. No sé, será que me estoy convirtiendo en un madurito sexy. En fin, que me volví sin prisas, y me encontré a una mujer que debía rondar los cincuenta, mirándome con cara de “envuélvamelo, que me lo llevo”. Estaba de muy buen ver, lo que me hizo sentir en cierto modo  orgulloso. Tras un rápido repaso visual, supe que aquella mujer estaba fuera de lugar en aquella frutería de barrio. Ropa cara, joyas de diseño, pose altiva, ojos desafiantes… su hábitat natural debía ser uno lleno de lujos y comodidades. He de admitir que me sentí intimidado, porque, aparte de que no apartó su mirada, encima aprovechó para meterme mano una vez más, como si necesitara volver a asegurarse de que le gustaba la solidez de mi trasero. Le hubiera dicho algo, aunque hubiera sido en plan cachondeo, pero me quedé sin palabras, además de que no me dio tiempo a recomponerme. Cogió el asa de su llamativo bolso de color fucsia con ambas manos (Modelo Birkin de Hermès, como descubrí más tarde gracias a INTERsexCIONES), y se lo puso delante de ella, utilizándolo a modo de escudo para abrirse paso entre el gentío, desapareciendo camino de la salida. Así, sin más ni más. Me quedé de cartón piedra, os lo juro, hasta que llegó una de las dependientas, más descarada que hecha de encargo, y me dijo señalando las peras que tenía en las manos:
-Cariño, no las sobes más, que no son las de tu novia. Bastante maduras están ya.
Toma, encima. Estuve por preguntarle si es que tenía envidia, pero me aguanté.
Aquel suceso no hubiera tenido más repercusión que el de subirme la autoestima, de no ser porque días después, al poner para lavar los tejanos que llevaba ese día, me encontré con algo sorprendente. Como es costumbre en mí, revisé cada uno de los bolsillos del pantalón, no fuera cosa de que me hubiera dejado un billete de 500 euros en el interior de uno de ellos, y acabara hecho pedacitos, lo cual sería una tragedia de magnas consecuencias. No, no había ninguno, aunque llegué a pensarlo -iluso que es uno-, al meter la mano en uno de los bolsillos traseros y encontrar un trozo de papel doblado. Lo saqué mientras hacía memoria de qué podía tratarse, teniendo casi seguro que sería una lista de la compra, única manera de evitar olvidarme de comprar lo más necesario, que lo innecesario ya caía dentro del carrito casi sin darme cuenta. Deshice un par de pliegues y me encontré lo siguiente escrito, y que no tenía nada que ver con los huevos y la leche, bueno, quizá sí: “Llámame. Te pagaré bien”. Un número de teléfono acompañaba a aquellas palabras. La imagen de la manoseadora de la frutería me vino instantáneamente a la cabeza.
-¡Jo-der! -exclamé.
Mi madre, que estaba en la cocina, me miró con mala cara.
-Esa boca.
-Es que me acabo de acordar de que no compré tiramisú -contesté a modo de disculpa. Mi madre, que todavía me riñe cuando digo palabrotas.
-Tiramisú, tiramisú. Menos mal que haces pesas, que sino estarías hecho una bola. En buscarte novia es en lo que tendrías que pensar -dijo agitando el canto de su mano en mi dirección.
Esa frase me acompaña casi cada uno de mis días. No le falta razón, pero es que todavía no he encontrado ninguna mujer que prepare el tiramisú como a mí me gusta. Al final tendré que buscarme una italiana.
Me fui a mi habitación, y le eché otro vistazo al papel.
-¡Jo-der! -se me volvió a escapar.
-¡Esa boca! -la escuché gritar desde la cocina. Como buena madre, tenía el oído fino.
Cerré la puerta y me senté frente al escritorio, poniendo los pies sobre él para estar más cómodo, cosa que necesitaba para que mi cerebro se concentrase al máximo. Al rozar el ratón se encendió la pantalla del portátil, mostrándome la imagen de la portada de la novela, en la que había estado trabajando toda la mañana.
-¡Ay! -exclamé con un suspiro.
Maldita novela. Había estado calculando cuánto me iba a costar tenerla en papel, y los números no me salían, por muchas vueltas que les diera. Normal, en paro, y sin un duro, ¿cómo me iban a salir?
-¡Pfffff! -resoplé, fijando la vista en el trozo de papel.
“Te pagaré bien”. Joder. No hacía falta ser muy listo para imaginarse por qué me iba a pagar tan bien aquella mujer, cuyo nivel adquisitivo parecía más que alto, a juzgar por un dato que había obtenido ese mismo día. Casualidades de la vida, una entrada del blog de INTERsexCIONES me había hecho buscar qué coño era un bolso Birkin, encontrándome en Google con la foto del bolso de la manoseadora. Pero no había sido esa coincidencia lo que más me había sorprendido, sino lo que costaba tal objeto: 6.000 euros del ala. Y eso contando con que fuera uno de los más básicos. Podía ser que fuera una imitación de los chinos, sí, pero la apariencia general de la mujer me decía que no. “Te pagaré bien”. Mis ojos iban de la frase al número de teléfono, y del número a la frase. ¿Bien, a cuánto dinero equivaldría?, me encontré preguntándome. Daba igual cuánto fuera, porque no iba llamar a aquella mujer. Yo tenía mi dignidad, y no pensaba perderla por nada del mundo; al menos por dinero. Hice una bola con el papel, y la tiré a la papelera.
El resto del día traté de no volver a pensar en ello, y, en mayor o menor medida, lo conseguí. Pero cuando llegó la hora de acostarse, y me encontré tumbado en mi cama, rodeado de silencio, mi cabeza lo trajo de regreso. Cada vez que decía que no, acababa respondiéndome a mí mismo que era una oportunidad. Y la mujer tampoco estaba tan mal, más bien todo lo contrario. La esbeltez de su cuerpo, la redondez de sus… ¡Que no!, me dije. Pero… La novela, maldita novela. Necesitaba tenerla en papel, tenía que ser ahora, y el dinero de aquella extraña… Cuanto más lo pensaba, menos malo me parecía. Me decidí a hacerlo al recordar las palabras de un escritor, que decía que por el hecho de serlo, uno acababa, de una manera u otra, prostituyéndose. Sí, era cierto. ¿Acaso no me había desnudado ya en la novela? Ya sé que aquello no se podía comparar, pero... Estaba decidido. Encendí la luz, y cogí la bola de papel de la papelera, deshaciéndola y alisándolo con la palma de la mano sobre el escritorio. Abrí el libro que estaba leyendo, “La ciudad de los prodigios”, y puse el arrugado trozo de papel entre sus hojas.  Volví a acostarme y apagué la luz, sintiéndome de repente más ligero, como si me hubiera quitado un gran peso de encima. Después de todo, pensé, ya había puesto mi alma en la novela, si ahora tocaba poner el cuerpo… pues se ponía y sanseacabó.
Apenas me levanté por la mañana, llamé a la mujer para asegurarme de que su interés se centraba en una transferencia de calor natural, y averiguar cuál iba a ser la suma que tal sacrificio me iba a reportar. La conversación no llegó al minuto, marcada por la tensión a ambos lados de la línea. Cuando colgué tuve que sentarme. Me temblaba todo. Ni en la peor de mis entrevistas de trabajo me había sentido tan mal. La novela, me obligué a pensar, vale la pena, y lo sabes. Sí, lo sabía, pero no que fuera a ser a aquel precio.
Lo que ocurrió después es algo que no sé si me atreveré a contar. Ya veré.

Así son las cosas.

(Sigue aquí)

Nota aclaratoria: algunas partes de la entrada son pura ficción.