miércoles, 21 de septiembre de 2011

Una venda en los ojos




La puerta del apartamento se abrió, y Javier encontró a Alex en el mismo estado de abatimiento de los últimos meses, demasiados ya, con el rostro ojeroso y bastante demacrado por las noches en vela y la mala alimentación. El resto de su cuerpo no presentaba mejor aspecto. Vestía una florida bata de mujer que le quedaba visiblemente pequeña, y unas zapatillas de estar por casa, con un calcetín caído y el otro a medio caer.
-Menuda estampa -le dijo nada más verle-. Tío, llevo días llamándote, y ni puto caso.
-Yo también me alegro de verte -le contestó, indicándole que pasase dentro.
-Sí, tómatelo a risa, pero a mí no me hace ninguna gracia.
-¿Y qué quieres que haga, si no encuentro el móvil? -se excusó- ¿Una cerveza?
-No me vengas con esas -dijo señalando con un gesto de cabeza a su alrededor-. Tu piso está tan limpio y ordenado que se podría operar a una persona hasta en el cuarto de baño.
-Que me guste el orden no significa que sepa dónde está cada… ¿Qué haces? -dijo al verle sacar el móvil y marcar un número.
-Demostrarte hasta qué punto estás mal.
Una alegre melodía brotó de un bolsillo de la bata de Alex, provocando que su rostro enrojeciera.
-No tienes derecho -dijo molesto, silenciando el móvil.
-Todo el que puede tener tu mejor amigo, te guste o no -le aclaró- No es en este maldito piso donde tienes que poner orden, sino en tu vida.
-Mi vida está muy bien, o la casa estaría hecha un desastre.
-Y lo está -dijo señalando con el índice a su cabeza-.  El orden que mantienes a tu alrededor es la mejor muestra del caos reinante en tu interior. Es un mero espejismo que te ayuda a engañarte para así no tener que enfrentarte al problema real. Tienes que cambiarlo de una vez por todas.
-Es mi vida, y puedo hacer con ella lo que quiera. ¿Acaso te he pedido ayuda? ¡No la necesito! -alzó la voz para que le quedara lo más claro posible.
-Ella no volverá -se decidió a decir Javier-. Puedes esperarla el resto de tu vida, pero no volverá -Alex hundió las manos en los bolsillos de la bata, y bajó la mirada-. Estás al límite, y eres incapaz de darte cuenta -añadió, apoyando las manos sobre sus hombros para tratar de confortarle.
-Lo sé -admitió.
-Déjame ayudarte.
-Es imposible,  jamás podré olvidarla. Lo que siento por ella no se puede borrar.
-No te pido que la olvides, sé lo difícil que es eso, sólo que recuperes tu vida, que no te dejes morir de esta manera. ¿Es que quieres que te entierren con esa bata? -Alex sonrió al imaginarse dentro de un ataúd, vestido con ella- A mí me daría tanta vergüenza, que no me presentaría en tu entierro. Por muy amigo mío que seas, te lo aseguro.
-Que cabrón eres  -acabó riendo-. Tampoco me queda tan mal.
-Mejor no me pidas mi opinión. Hoy no te vas a deshacer de mí hasta que no pongas un pie en la calle, así que vamos, ponte algo decente, que tenemos que ir a un lugar. Y cámbiate de calcetines, o moriremos asfixiados dentro del coche.
-¿Podemos dejarlo para otro día? Hoy no me encuentro muy bien -se puso de nuevo serio, volviendo a sentirse abatido: el efecto de la risa le había durado muy poco
-No, no podemos. Mientras no salgas de este piso, no habrá días buenos. Hazte a la idea.
-Está bien -aceptó con resignación.
-Otra cosa, coge el pañuelo más grande que tengas por ahí.
-¿Un pañuelo? -preguntó extrañado- ¿Para qué?
-Tú cógelo y ya está.
Minutos después aparecía vestido como un chico normal, con sus vaqueros y camiseta, y un gran pañuelo en una mano, decorado con grandes floripondios. Bajaron a la calle y montaron en el coche de Javier, poniéndose en marcha.
-¿Dónde vamos? -preguntó Alex.
-Cuando salgamos de la ciudad, o llamaremos la atención.
Su respuesta no le tranquilizó lo más mínimo, pero decidió esperar, quizá por temor a echarse atrás en caso de que no le gustase, y temía que no le iba a gustar.
Tomando la autovía que avanzaba paralela a la costa…
-Coge el pañuelo y tápate los ojos -le pidió Javier.
-¡¿Qué?! -exclamó sorprendido Alex.
-Lo que has escuchado. Venga, que no es para tanto.
-Me parece que al final va a resultar que eres tú el que está mal de la cabeza -se negó.
-Bien, entonces suelto el volante y te lo pongo yo -le dijo con gesto grave, apartando la vista de la carretera un par de segundos.
-Y serías capaz -le creyó, pues había sido testigo de buena parte de las locuras que había cometido en su vida-. Está bien, lo haré. Lo mismo que no volver a hacerte caso en mi puta vida a partir de hoy.
Se puso el pañuelo, tapando por completo sus ojos, y se acomodó en el asiento, tratando de relajarse, algo bastante difícil por la situación, que empezaba a provocarle cierta ansiedad.
-¿Algún experimento psicológico más con el sujeto A? -se quejó.
-Deja de dramatizar, y disfruta del paseo.
Una media hora más tarde el coche se detenía
-¿Puedo quitármelo ya? -pidió Alex, llevando las manos al pañuelo.
-Unos minutos más, todavía no hemos llegado -le contestó, bajándose del coche.
Alex escuchó abrirse la puerta de su lado, llegándole claramente el olor del mar. Debían estar muy cerca de él, pensó.
-Espera, te ayudo a salir -le dijo Javier, cogiéndole del brazo-. Ahora cógete a mí o tropezarás.
Obedeció, recordando que su amigo jamás había traicionado su confianza, dejándose llevar dócilmente, aferrado a su brazo.
-No es nada agradable caminar a ciegas, teniendo que depender de otra persona -le dio a conocer sus sensaciones, recibiendo de vez en cuando los envites de un fuerte viento.
-Pues es lo que has estado haciendo desde hace un tiempo -le contestó Javier.
Unos metros más adelante, le anunció que habían llegado.
-Siéntate, despacio, con cuidado. Deja caer las piernas  -dijo ayudándole-. Puedes descubrirte los ojos  -le anunció.
-¡¡¡Ahhh!!! -exclamó Alex encogiéndosele el corazón por el miedo, y en un acto reflejo también las piernas. Frente a él se abría un profundo abismo, un acantilado en caída vertical hacia las escarpadas rocas donde rompían violentamente las olas del mar-. ¿Por qué me has traído aquí? ¿Es que estás loco?
-Eres tú el loco -le contestó con voz serena, impidiéndole que se levantara-. Debes darte cuenta de una vez.
-¿Y por qué aquí? Dudo que me ayude el que me pongas al filo de una muerte segura.
-Para que veas las dos opciones que tienes: mirarte a los pies, a la muerte, o alzar la mirada, al ancho horizonte, la vida. Si no piensas dejar de lamentarte sobre lo mal que estás, sin hacer nada por cambiarlo, adelante, da un paso -y le agarró de la camiseta por la espalda y le dio un leve empujón, suficiente para que Alex se echara hacia atrás por miedo a caer-. O, como creo que deseas en verdad, abre las alas -y tiró de él hacia arriba, ayudándole a ponerse en pie-, elévate sobre tus problemas, obsérvalos desde la correcta distancia, sin sumergirte en ellos para que no te ahoguen, y comprobarás que no son tan grandes como piensas, ni tan complicados de resolver. Tienes que dejarla marchar definitivamente.
-No puedo.
-Inténtalo al menos.
-La amo -imploró con la mirada que lo dejara en paz.
-Eso no significa que tengas que dejar de hacerlo.
-¡¡¡No puedo!!! ¡No puedo! No… puedo… no -le gritó, pasando de la rabia contenida a las más tristes lágrimas.
-Entonces salta, no esperes más a hacerlo -le apremió.
Alex le miró a los ojos, y después al fondo del acantilado, con los pétreos dientes asomando entre las olas del embravecido mar, y avanzó un pie.
-Lo haré -dijo en un susurro apenas audible con el bramar del viento.
-Hazlo, y quizá puedas estar con ella -le invitó, manteniendo una calma que en semejante momento parecía imposible.
-¡¡¡Lo haré!!! -gritó tan fuerte que parecía quisiese acallar al viento, adelantando un poco más el pie, haciendo desprenderse pequeñas piedras del filo, hasta quedar casi en el aire.
-Salta, no vas a tener mejor oportunidad que ésta -insistió. Alex temblaba, su pecho visiblemente agitado-. Hazlo, y la matarás definitivamente. Llevas meses haciéndolo, dejándote morir poco a poco, como un puto cobarde, un egoísta de mierda. ¿Eso aprendiste de vuestro amor, a rendirte?
Javier estaba llevándole a un límite sumamente fácil de sobrepasar, y lo sabía.
-No puedo vivir sin ella, no puedo -dijo con la mirada perdida en las salvajes olas, a decenas de metros más abajo.
-Ella estaba orgullosa de ti. ¿Has pensado en algún momento en cómo se sentiría si pudiera ver lo que estás haciendo con tu vida? Mientras vivas, ella vivirá contigo, en tu corazón, en tu memoria. Desaparece, y ella desaparecerá contigo, para siempre.
-Para siempre -repitió como un eco, recordándola, como cada uno de los días desde que le dejara solo, como cada uno de los momentos en que no estaban juntos. Apenas había diferencia en el dolor producido por unos y otros, sólo estando con ella se calmaba. Su amor no era un amor para cobardes, y él no lo había sido; ninguno de los dos. Lentamente, su mirada fue alzándose, hasta quedar fijada en el amplio horizonte desplegado ante él, donde cielo y tierra parecían unirse. Era una visión tan bella, pensó con una sonrisa, formando la preciosa carita de ella en el cielo, su ángel, sonriéndole, con sus grandes ojos mirándole, brillantes, llenos de un amor que no se podía medir con palabras-. Ella vive en mí -comprendió por fin-. Jamás permitiré que muera.
Javier casi no podía creer lo que oía, preso de unos nervios que no podía contener ni un segundo más. Alex bajó la mirada a su pie, y lo hizo retroceder, lleno de una paz como hacía tiempo no conocía. Lucharía, por ella, se prometió. El viento no pareció estar de acuerdo con ello, revolviéndose de tal manera que le hizo perder el equilibrio, empujándole hacia delante. Sin posibilidad de dar un paso hacia atrás, vio cómo comenzaba a precipitarse hacia el abismo. La mano de Javier lo evitó gracias a que reaccionó a tiempo, tirando enérgicamente de su camiseta. Ambos cayeron sobre la hierba, con el corazón saliéndoseles del pecho. ¡Qué poco había faltado para que aquello acabara en una tragedia! Se miraron, con los dedos afirmados en el suelo, asiendo casi desesperadamente el manto esmeralda bajo su espalda, y rieron, como niños tras una travesura que ha estado a punto de salirles mal.
-Gracias -dijo Alex mirando al cielo, por el cual comenzaban a extenderse las llamas del atardecer-. Por no darme por perdido.
-Anda calla, que si te llegas a tirar, hubiera tenido que tirarme detrás de ti. Joder, que mal rato me has hecho pasar -dijo liberando un largo suspiro-. Gracias a ti por dejarme ayudarte.
Y ambos permanecieron tumbados, esperando a que desapareciese el temblor que les invadía las piernas, maravillados por el espectáculo que les brindaba sol y nubes, ardiendo éstas en encendidos rojos, hasta quedar convertidas en grisácea ceniza.


viernes, 16 de septiembre de 2011

Sociedad alienante





Fue aquella semana cuando Carl encontró verdadero significado al libro leído hacía tantos años, “La metamorfosis” de Kafka, libro traído a su memoria por lo que él mismo estaba viviendo, y que ahora comprendía, revelándose tan claro como el agua. Un cambio en su ser producido silenciosamente a lo largo de los últimos meses, aunque sospechaba que latente en su interior desde hacía años, esperando a ser “llamado”. Había ido manifestándose de manera paulatina, primero con una extraña tendencia a mantenerse activo durante la noche, en la cual sus sentidos parecían amplificarse. Encontraba en esas horas, hasta la salida del sol, su mayor paz, siendo habituales sus paseos por la ciudad, cuyas calles apenas eran transitadas por las ruidosas y estresantes personas, congéneres de los cuales renegaba en sus más oscuros adentros, o por los infernales vehículos en que se desplazaban, haciendo irrespirable el aire. Pero era internándose en los parques cuando más disfrutaba, si había que saltar una valla para penetrar en alguno de ellos, mejor, invadido por una confortante sensación de transgresora libertad; sobre todo las noches de luna llena. La sangre le hervía en las venas, bombeada a la velocidad de los latidos de un corazón exigido de un rendimiento por encima del normal, el propio de un cuerpo plenamente vivo. Correr descalzo como un salvaje, saltar o escalar ágilmente cualquier obstáculo en su camino, subirse a los árboles, ocultarse ante la presencia de algún transeúnte, buscar cobijo entre los arbustos, tumbarse sobre las hojas secas hecho un ovillo… Cuando volvía a casa, caía agotado sobre la cama vacía, desnudo, el cuerpo mojado por el sudor, y se dejaba morir, de nuevo entre las cuatro paredes de la celda que ahogaba al animal que llevaba dentro. Un día las echaría abajo, se prometía antes de quedar dormido. Al despertar, la ropa polvorienta, llena de ramitas y hojas secas, como su pelo, le recordaba las andanzas de la noche, provocándole una amplia sonrisa de satisfacción. Se duchaba, y volvía a disfrazarse de hombre, consciente de que cada vez tenía que esforzarse más para no llamar la atención entre ellos. Pero era difícil, porque los cambios no dejaban de producirse, acelerándose a cada día que pasaba, hasta llegar el momento en que sus sentidos le hicieron insoportable el mezclarse con otras personas. Ya no soportaba su olor, teniendo que contener la respiración en su presencia para que la pestilencia a falsedad no le provocara arcadas; no podía mirarles a los ojos, asqueado por la horrible deformidad de las putrefactas almas escondidas tras ellos; cerraba los oídos a la hipocresía surgida de sus torcidas bocas, a caballo de pustulosas lenguas, enmudeciendo, concentrado el pensamiento en su próxima escapada nocturna; evitaba cualquier contacto físico, huyendo del ficticio calor que proporcionaba, una mentira más con la que abordar su mente, de la que debía huir a toda costa. Tras agredir a un compañero de trabajo mordiéndole en el cuello, el proceso se completó. Despedido, acabó recluyéndose en su habitación. Los parques que antes le hacían sentir libre, los veía ahora como un engaño más, un sustituto de la verdadera naturaleza, la no sometida al hombre, cuyo objetivo era camuflar la cruel realidad, que aquella ciudad era una cárcel en su totalidad, compuesta por miles de celdas. Tras ello, llegó la mañana en que despertó, y al mirarse en el espejo, se vio: ojos de mirada profunda, dientes afilados, el rostro cubierto de pelo, los dedos convertidos en garras. Su reflejo le hizo arrugar el morro con fiereza, soltando un gruñido de advertencia. Un lobo. Siempre lo había sido. Era hora de regresar al lugar al que pertenecía, supo, el que le había estado llamando desde que naciera. En él dejaría de sentirse un extraño. Desnudo, tal como se había levantado, salió a la calle, gruñendo a todo aquel que se interponía entre él y su ansiada libertad. Nunca más volvería a limitar su verdadero ser a la noche, suyo sería también el día. Pero para ello antes tendría que salir de la ciudad, y la policía no tardó en ser avisada por algún responsable ciudadano. Interceptado un cuarto de hora después, se defendió como el lobo que era, con garras y dientes, dejando fuera de combate a dos agentes, siendo finalmente abatido con un par de descargas eléctricas, al mostrarse insuficiente una sola. Horas más tarde, le recibían con los brazos abiertos en la institución mental más prestigiosa de la ciudad.
-Bienvenido a nuestro zoológico -le saludó uno de los celadores, acompañándole a su acogedora jaula de paredes acolchadas.