jueves, 4 de noviembre de 2010

Un giro inesperado: The Black Birkin





(Viene de aquí)

Sábado 2 de octubre

Habiendo acabado de cenar, Jane se empeñó en poner algo de música, pues el viejo televisor del comedor ya no servía más que de simple adorno, a pesar de estar en perfecto estado de funcionamiento, como ella misma me aseguró. Eligió el “Kind of Blue” de Miles Davis, y se tumbó en el sofá, descansando su cabeza sobre mi regazo.
Aquel día, fueron muchas las cosas que me contó sobre su vida; aunque ninguna relacionada con Julio, de quien parecía reacia a hablar. Yo tampoco le había sacado el tema, aun sintiendo una gran curiosidad, consciente de que no le era agradable. Con ella la conversación fluía sin esfuerzo, asombrándome con cada uno de sus conocimientos sobre música, cine, pintura… Sin duda se trataba de una mujer instruida.
De cocina también entendía, como había demostrado con la cena, preparándome para rematarla un delicioso tiramisú, tras descubrir esa tarde que era mi postre favorito. Tan bueno estaba, que había acabado sirviéndome una segunda porción, a pesar de sentirme lleno. Viendo el éxito que había cosechado conmigo, Jane había insistido en que me comiera una tercera, diciéndome que tenía que coger peso, que estaba demasiado delgado. Finalmente había logrado resistirme a la tentación, aunque prometiendo que el tiramisú que había sobrado no pasaría de la mañana siguiente.
Mantuvimos una animada charla sobre la música de los 70 y 80, hasta que acabamos de escuchar el disco, qué sino, momento en que nos fuimos a la cama, no sin darnos antes una relajante ducha, en plan tranquilo. Imaginaba que Jane estaba reservándose para la cama, pero no, se limitó a meterse en ella y abrazarse a mí, hundiendo su nariz en mi nuca después de desearme buenas noches. En un principio pensé que bromeaba, y que no tardaría en comenzar a besarme y acariciarme, pero pasaron unos minutos y nada de eso ocurrió. Su respiración acompasada me hizo comprender que dormía, y yo no tardé en seguirla. Aquel había sido un día muy intenso.

Domingo 3 de octubre

Amanecimos tal como nos habíamos quedado dormidos, pero con los papeles cambiados. Aspiré el aroma de la piel de su nuca, llenándome los pulmones con él, y abrí los ojos. Tras las contraventanas se distinguía la claridad que precedía al amanecer. Sólo faltaba el trino de los pájaros, acompañándola. Por desgracia aquella ventana no daba a un parque ni nada que tuviera el más mínimo árbol. Los trinos más cercanos eran los de las Ramblas, y estos, además de lejanos, eran ahogados por el ruido del tráfico de la mañana.
-¿Estás despierto? -me preguntó Jane en voz baja.
-Sí -contesté, besando su nuca-. ¿Cómo lo has sabido?
-Me ha parecido notar un cambio en tu respiración -dijo volviéndose.
-Eres muy sensible -sonreí.
-Presto atención a lo que me rodea -contestó devolviéndome la sonrisa-; sobre todo si estoy bien acompañada.
-Gracias -dije sintiéndome halagado.
Sin mediar más palabra, pues tampoco era necesaria, nos enzarzamos en un intercambio de besos, mordisqueos, leves caricias, e intensas presiones, fundiendo la humedad de nuestros cuerpos en una sola, al compás de una única respiración, culminando todo ello en un estallido de placer que nos dejó boqueando como peces fuera del agua.
-Hacía tiempo que nadie me dejaba tan exhausto -le confesé, besando su pelo, mientras ella acariciaba suavemente mi pecho con la punta de su dedo índice, dibujando círculos sobre mi piel.
-Pues ve recuperándote, que tengo que sacar todo el provecho que pueda al dinero que me vas a costar -sonrió traviesa.
Sus palabras me hicieron reír, pues sabía que hablaba en serio.
-No digo que no lo valga, que lo valgo, pero dudo que ninguna mujer me hubiera pagado tanto por mi “compañía”. Bueno, lo cierto es que ninguna hubiera pagado un céntimo -admití.
-Pues cualquiera de mis amigas te hubiera dado el doble o el triple por este fin de semana -me comentó a propósito de ello-. Lo sé porque más de una ha recurrido a un gigoló, sobre todo después de separarse del marido.
-¿De verdad? -le pregunté. Jane asintió- Vaya, y yo que pensaba que estaba haciendo un negocio redondo; incluso que te estaba saliendo caro -dije, haciéndome la víctima.
-Yo también hubiera pagado más, pero como te conformaste con la primera cantidad que te ofrecí…
-Es lo malo de ser un jovencito sin experiencia. Tendría que haber buscado información en internet -me lamenté tan convincentemente como supe.
-En mi caso, me ayudó conocer las tarifas que les cobraban a mis amigas. Además, como tampoco eras un profesional -bromeó.
-Eso, encima búrlate -dije pellizcándole dulcemente un pezón-. Ya te encargarás de darle mi número de teléfono a tus amigas de la “alta sociedad”, ¿vale?, que seguro que se alegran de saber que yo les hago lo mismo, pero muchísimo más barato -le seguí la broma-. Éste es un trabajo que no voy a poder hacer toda la vida, así que tendré que aprovechar los pocos años buenos que aún me quedan.
-¿Lo dices en serio? -preguntó, perdiéndose cualquier rastro de alegría de su cara.
Viendo que no le hacía ninguna gracia, decidí continuar con la broma, para descubrir hasta dónde llegaba su interés por mí. Fue una idea estúpida, como no tardé en comprender.
-Claro -asentí-. Imagínate todo el dinero que podría ganar. Ni siquiera la novela me proporcionaría tanto, y menos en tan poco tiempo.
-Ellas no se van con cualquier hombre -dijo con el tono más seco que le había escuchado hasta entonces.
-Ahí entrarías tú, hablándoles de mí. Serías algo así como mi representante -le propuse, pareciendo tan convencido, que casi hasta yo me lo creí-. Te llevarías una comisión, por supuesto -añadí para rizar el rizo.
-Sabes perfectamente que no soy de las que se mueven por dinero -me contestó con gesto inexpresivo.
Debí dejarlo en ese momento; pero insistí, a pesar de saber que aquel tipo de juegos solían acabar mal.
-Pues mejor -sonreí inocentemente-. Entonces, ¿hay trato?
Jane se apartó de mí mirándome como si no acabara de creer lo que estaba oyendo.
-Debes haberte vuelto loco -me contestó.
-¿Por qué? Un trabajo como ese me permitiría tener suficiente tiempo libre como para poder seguir escribiendo -razoné.
-No sabes lo que dices -dijo esbozando una media sonrisa de incredulidad-. Ese no es un trabajo que pueda hacer cualquiera.
-Si contigo lo he hecho, también podría hacerlo con tus amigas. A no ser que quieras tener la exclusiva -insinué, mirándola a los ojos, esperando su reacción a mis palabras.
Aguantó mi mirada un escaso segundo, y la apartó.
-Me parece que es hora de que te vayas -dijo, levantándose de la cama, y comenzando a vestirse.
Ahí es donde se jodió todo. Ya no había vuelta atrás, pensé, observándola ponerse su ropa interior blanca. Pero no era en su cuerpo en lo que tenía puestos los ojos, sino en Jane, la mujer. Podía haberle dicho que aquello había sido una tontería mía, y haberme disculpado, pero quizá tenía que ser así... o quizá… quizá yo quería que fuera así. Si no hubiera mezclado sentimientos, si sólo se hubiera tratado de sexo y dinero, no habría surgido ningún problema; pero me había encontrado demasiado a gusto con ella, desde un principio, y eso lo había fastidiado. Si ella hubiera sido más fría, si no se hubiera dado a conocer, si hubiera sido una arpía ricachona, y no una mujer increíble, si… si… si…
Me levanté de la cama, y comencé a vestirme tan rápido como pude, sintiéndome de repente muy pequeño, tanto que hubiera cabido en la palma de su mano.
Jane acabó de ponerse la ropa, se acercó a la ventana, y la abrió de par en par para que entrara la luz del día. Abrió una puerta del antiguo armario frente a la cama, y sacó algo. Cuando se dio la vuelta vi que tenía un Birkin de color negro en las manos. No pude evitar mirarlo irónicamente. Así había sido nuestra historia, del fucsia del primer Birkin, al negro de éste.
-Me lo regaló mi marido apenas se enteró de que había perdido el otro -me dijo al descubrir mi mirada fija en él-. No puede permitirse que su mujer vaya por ahí con un bolso cualquiera -sonrió cínica.
Sacó un sobre de él, y me lo entregó. Con aquel simple trámite se acababa todo. Bueno, casi. Abrí el sobre, que contenía seis billetes de quinientos euros, y retiré tres, devolviéndoselo.
-Has hecho muy bien tu trabajo -dijo rechazándolo con gesto orgulloso, remarcando la última palabra-. Te has ganado cada euro de ese sobre.
Sus palabras me dolieron tanto, que hice algo que ni yo mismo me esperaba, y de lo que todavía hoy no sé si me arrepiento.
-He sido un mal Julio -le contesté sin apartar un instante mis ojos de los suyos-, así que no quiero nada tuyo- y tal como se lo decía, rompí los billetes por la mitad y se los tiré a la cara.
No había llegado el último trozo de papel al suelo, cuando Jane me cruzó la cara con una fuerte bofetada.
-No se te ocurra volver a pronunciar su nombre -me advirtió temblando de rabia, con las lágrimas a punto de saltársele-. Y ahora vete.
El dolor que me provocó su bofetada, no habría revestido mayor importancia, de ser sólo físico. Si hubiera esperado unos segundos más, la habría visto llorar, y ese era un recuerdo que no quería llevar conmigo.
-Lo siento -acerté a decir, y me marché, abandonando aquel escenario de película antigua, con la extraña sensación de que lo vivido en ese piso, quedaba de igual manera en el pasado.
Salí al rellano, cerrando tras de mí con cuidado, escuchando ruido tras la puerta del piso de enfrente, como el de alguien que espía a través de la mirilla.
-Una vecina cotilla, lo que me faltaba -me dije en voz baja, comenzando a bajar las escaleras.
Estaba tan alterado por lo ocurrido, que, sin darme cuenta, anduve varias decenas de metros en dirección contraria a la que debía tomar para llegar a la parada de metro.
Camino a casa, tanto en el metro como en el autobús, me sentí observado por aquellos que me rodeaban, como si mis pensamientos estuvieran a la vista de todos ellos, expuestos a su juicio. El motivo: que me sentía culpable. No era para menos, porque había fastidiado por mi estupidez un fin de semana que podía haber sido perfecto. Y lo peor de todo era que tenía la impresión de haberlo hecho expresamente, de ahí mi sentimiento de culpabilidad.

No podía ser de otra manera, me dije, ya en casa, tumbado en mi cama, con las manos cogidas bajo la cabeza. Minutos después encendía el portátil y comenzaba a escribir sobre mi primer encuentro con Jane.