domingo, 29 de mayo de 2011

Nacer en el infierno






El relato que viene a continuación fue presentado a un concurso, concretamente para la Fundación Juan Bonal, con los ocho objetivos del milenio de Naciones Unidas como tema. A pesar de que es lo más duro que he escrito en mi vida, me alegro de haberlo hecho, porque quizá sirva para llevar a los demás una realidad que es sistemáticamente ignorada por los telediarios, que parece consideran más importante hablar de cosas tan inútiles para la humanidad como los desfiles de moda, o las bodas de príncipes y princesas. Nada de lo que vais a leer es fruto de mi imaginación -ojalá lo fuera-, sólo la interpretación de la información que encontré en internet. No fue fácil leer sobre ello, y espero que para vosotros tampoco lo sea. Al final del relato os dejo un par de enlaces que considero deberíais leer también, así como algunas de las fotos que quedaron grabadas en mis retinas durante el proceso de búsqueda de información. 


Hoy no será un día más en la vida de Yabila, nacida en uno de los peores lugares del mundo para ser mujer: la República Democrática del Congo. A sus 15 años, todavía no sabe lo que es vivir sin miedo. Si intentase rememorar algún recuerdo feliz de su infancia, necesitaría de bastante tiempo para alcanzar alguno que no estuviese tocado por la muerte o el sufrimiento. La primera vez que comió chocolate sería uno. O cuando su madre le hizo aquella muñeca de trapo de mil colores, la que su padre no dejó que volviera a buscar, tirando de su manita para que corriera, selva adentro, huyendo de uno de los grupos armados rebeldes que se dedicaban a masacrar civiles de poblado en poblado. Esos buenos recuerdos estaban condenados a desaparecer, al venir siempre acompañados de otros malos, que deseaba olvidar con toda su alma. Pensar en aquella muñeca, le traía inevitablemente la imagen de ella y su familia, pasando la noche subidos en un árbol, ocultos por las ramas, para que los soldados rebeldes no les descubrieran. También la de su abuela paterna, quedando atrás, al no poder seguirles por culpa de su vejez. Yabila era demasiado pequeña entonces para comprender que había que anteponer la supervivencia de la mayoría, a los más fuertes sentimientos de amor. Cada vez que recordaba aquellos momentos tan duros para ella, llegaba a la conclusión de que había sido entonces cuando había gastado todas las lágrimas de su vida, pendiente su mirada, borrosa por el llanto, de la aparición de su abuela.
Aquella huida les llevaría hasta un campamento de refugiados a las afueras de la ciudad de Goma, donde sus padres acabarían muriendo de cólera, dejándola sola e indefensa en un mundo que fagocitaba sin piedad la infancia de los niños apenas comenzada, escupiéndola convertida en obligada madurez, indispensable para tener alguna posibilidad de supervivencia. Malvivir en aquel y otros campamentos, jamás le trajo un soplo de felicidad; ni siquiera tuvo el alivio de contemplarla en los demás, algo que hubiera supuesto al menos una esperanza para ella.
Sentada sobre la caja de madera en la que ha transportado los plátanos que ahora se encuentran a sus pies, a la espera de sacar algún dinero que añadir al que lleva meses ahorrando, intuye que este día puede ser el que le haga sentir feliz de nuevo, quizá por la intranquilidad que muestra la vida que lleva en su abultado vientre, y sobre todo las leves contracciones con las que ha despertado esa mañana, que le dicen que puede venir a este mundo en cualquier instante. Con la mirada fija en el amarillo de los frutos, que contrastan como oro sobre la negra piedra volcánica que dejó el volcán Nyiragongo tras arrasar casi la mitad de Goma en el 2002, recuerda las amargas circunstancias en que se produjo su embarazo. Su rostro no muestra la más mínima emoción mientras su memoria trae de vuelta la noche en que fue violada por un vecino. Debería sentir odio, rabia, asco, impotencia, desesperación y tantos otros sentimientos negativos, pero la guerra, con la que ha convivido la práctica totalidad de su vida, ha hecho que vea tales hechos como algo normal, por lo que ha de pasar toda mujer en un momento u otro: es el mundo que conoce. De nada sirve resistirse a lo inevitable, piensa, alegrándose de haber sido víctima de un vecino y no de algún grupo armado, que aparte de violarla repetidas veces, la habría torturado, asesinado, o convertido en esclava sexual. A ese tipo de pensamientos le ha llevado la resignación. Le han destrozado tanto la vida, haciéndole sentir que vale tan poco, que cree que no tiene derecho a nada. También recuerda las ofertas, como si de ayuda desinteresada se tratase, que le hicieron para que abortara. Amigos surgían de la nada, hablándole de la carga que supondría un bebé para ella, de lo difícil que sería que sobreviviera en unas condiciones de vida tan lamentables, del gran riesgo de muerte que corría con aquel embarazo, al no poder costearse las atenciones médicas necesarias para llevarlo a buen término. Pero Yabila hacía tiempo que había perdido la ingenuidad, acostumbrada a valerse por sí misma, y sabía que aquellas personas que se acercaban con maneras tan agradables sólo veían en ella la oportunidad de conseguir un beneficio económico. Sólo cuando rechazaba su supuesta ayuda mostraban su auténtica cara, saliendo por su boca los más negros augurios para ella y su bebé. Yabila había hecho oídos sordos a sus palabras, viendo en la criatura que crecía en su interior la promesa de un cambio, una esperanza a la que aferrarse, algo por lo que seguir luchando, en aquella vida que no valía la pena vivir, que no era más que una continua agonía, un doloroso tránsito hacia… La calidez que comienza a mojar sus muslos, la devuelve al presente: ha roto aguas. Se pone de pie con un poco de dificultad debido a su estado, intentando controlar los nervios, y levanta su vestido de gastados verdes y naranjas lo suficiente para observar el líquido que corre piernas abajo hasta acumularse a sus pies, manchando de un rojo oscuro las negras piedras. Ha visto más de un parto a lo largo de su vida, y sabe que aquella es una mala señal. La posibilidad de perder a su bebé la hace gritar, mirando a su alrededor en busca de ayuda, encontrando miradas de indiferencia en los hombres que circulan cerca de ella, también en las mujeres de los puestos cercanos al suyo, como si aquel no fuera su problema: ayudarla supondría abandonar las mercancías que venden, un lujo que no se pueden permitir, conscientes de que no tardarían en ser robadas. Llena de impotencia, echa a andar, notando cómo el flujo de sangre continua deslizándose por sus piernas. Se echaría a llorar, pero la rabia que atenaza su corazón no la deja. Finalmente acude en su ayuda una escuálida anciana, vestigio de otros tiempos, en los que aún se valoraba la vida de los demás, sobre todo la de una mujer embarazada.
-Tranquila, todo saldrá bien -le dice con una sonrisa que convierte su rostro en un cúmulo de arrugas.
Sus palabras bastan para que Yabila se sienta más calmada. Aquella mujer podría ser su abuela piensa, a la que apenas tuvo tiempo de conocer. No lo es, pero en ese momento la siente tan cercana como si lo fuera. La anciana mira fugazmente hacia el rastro que deja la joven tras de sí, a los pies y las gastadas chanclas de goma que calza, ensangrentados. Sabe lo que significa, que no puede perder ni un segundo. Centra su atención en la enlodada calle, en los coches que la transitan, y sin dudarlo un instante, echa a correr tan rápido como su viejo y maltrecho cuerpo le deja, interponiéndose en el camino de un todoterreno, que a juzgar por los logos en puertas y capó, debe pertenecer a una de las muchas ONG que operan en la zona. El conductor tiene que frenar bruscamente para no llevársela por delante, logrando detener el vehículo a escasos centímetros de ella, que ni siquiera pestañea ante la posibilidad de ser atropellada. Inmediatamente, se acerca a la puerta del todoterreno y comienza a hablar con vehemencia al hombre que lo conduce, compatriota suyo.
-Hay una chica embarazada que necesita ser llevada a un hospital, o morirá desangrada -le dice mientras señala con insistencia hacia el lugar donde se encuentra Yabila.
-Tengo prisa, lo siento -se desentiende el hombre, observando cómo se coge el vientre, así como su vestido y piernas ensangrentados-. Además, mancharía el coche, y yo pagaría las consecuencias.
La anciana lo mira como si acabara de escuchar la excusa más tonta de cuantas han llegado a sus oídos a lo largo de su vida. Comprendiendo que va a poner el coche de nuevo en marcha, agarra el brazo del hombre con fuerza, golpeando con la otra mano sobre la chapa de la puerta, sobre el logo de la ONG.
-Abandónala, y me encargaré de que tu jefe se entere de esto -lo amenaza, mirándolo con decisión.
El hombre duda unos segundos, pero sabe perfectamente que la anciana tiene razón, y que sus jefes blancos verían con malos ojos su acción. Bien pensado, quizá ayudar a aquella chica le reporte algún beneficio. Se baja del coche, y con una amabilidad y atención desconocidas en él unos segundos antes, acompaña a Yabila al vehículo, ayudándola a subir. Ni siquiera se molesta en cubrir el asiento con algo para protegerlo, viendo ahora las manchas de sangre como una prueba de su buena acción frente a sus jefes, que espera le recompensen de algún modo. La anciana sube también, cogiendo la mano de Yabila.
-Todo saldrá bien -vuelve a decirle, y la chica sonríe, sabiendo que pronto verá la carita de su bebé.

Yabila morirá días después, tras un complicado parto, en el que a la hemorragia se suma una infección por culpa de las deficiencias higiénicas del centro en que ha sido atendida. El dinero ahorrado con gran esfuerzo, incluso quitándose el pan de la boca, acaba perdiéndose en las manos equivocadas. Ya no servirá para dar una vida medianamente digna a su bebé, Lea, una preciosa niña de ojos grandes, que la hace sonreír por primera vez en muchos años.
Lea nace con un peso por debajo del normal, aunque aparentemente sana, ignorante del infierno en el que ha tenido la desgracia de nacer. Su primer enemigo será la desnutrición, y más tarde, los hombres, una cadena difícil de romper.



"Violándonos desmoralizan al enemigo", entrevista con Adèle Safi Kagarabi, activista congoleña representante de la Marcha Mundial de las Mujeres de la RDC.



Yabila Kubemboli, de 14 meses, víctima de la desnutrición, después de que su madre se viera obligada a huir por culpa de los ataques a su pueblo por el Ejército de Resistencia del Señor (LRA) de los rebeldes.


Faustin Mugisa, huérfano de guerra de 8 años. Las cicatrices de su cabeza, y cuerpo, fueron producidas con un machete por milicianos lendus en el 2003. Asesinaron a su madre y sus siete hermanos, escapando él gracias a que simuló estar muerto. Fue descubierto vivo por su padre, que lo llevó a la selva para que se recuperara, quien murió más tarde a manos también del mismo grupo de milicianos que había acabado con la vida del resto de su familia.



Niño huérfano de guerra, en el orfanato Kizito en Bunia, en el noreste de Congo.


miércoles, 25 de mayo de 2011

La sabiduría de las margaritas






-Ni sí, ni no; mejor no preguntes -le dijeron las flores antes de que abriera la boca, anticipándose a su demanda.
El niño, arrodillado frente a ellas, las miró confuso. Estaban tristes, a juzgar por sus pétalos caídos. Semejaban medusas, pensó, de cuerpo amarillo dorado, y níveos tentáculos. Medusas aéreas, llevadas de un lado a otro por la brisa de la tarde.
-Me contaron que las margaritas lo sabíais todo, que siempre dabais una respuesta -les dijo decepcionado.
-Sí, siempre -contestaron a coro.
-¿Y por qué a mí no? -quiso saber, frunciendo el ceño- ¿Acaso estáis enfermas?
A su pregunta siguió un silencio sepulcral. Incluso la brisa se detuvo, como si pusiera oído a lo que se iba a decir a continuación.
Una de las flores más cercanas a él, a la que faltaba algún que otro pétalo, fue la que tomó la responsabilidad de hablar en nombre de todas.
-¿Quieres que te cuente el misterio que hay tras la sabiduría de las margaritas? -le propuso con voz grave.
La palabra misterio hizo volar al instante la imaginación del niño.
-¡Sí! -asintió, con sus ojos color miel brillando de emoción. Hasta se olvidó por un momento de que necesitaba una respuesta para seguir con su camino, tal era su curiosidad.
-Se trata de algo muy sencillo; tanto como horrible: las margaritas lo saben todo, porque el hombre siempre encuentra en ellas una respuesta satisfactoria a sus dudas.
El niño puso cara de no entender dónde estaba el misterio.
-Ya sé que son considerada sabias por eso -dijo.
La flor rió, agitando sus pétalos, imitándola las demás.
-No tiene gracia -se quejó el niño, creyendo que se burlaban de él.
-No, no la tiene -habló la flor, deteniendo su risa. De nuevo se produjo un incómodo silencio-. Veo que no has captado dónde está el misterio. Te lo explicaré de manera más clara, por muy doloroso que sea para mis hermanas escucharlo, pues bastante tienen con vivirlo -El niño asintió, brindándole toda su atención-. Bien. Cuando el hombre, da igual el sexo, se acerca a una margarita con una pregunta, pueden pasar dos cosas: que la deshoje, y la respuesta de la pobre flor sea la deseada… o que la deshoje, no lo sea, y coja otra, hasta conseguirla, no importa si para ello es necesario acabar con la vida de un centenar de flores. Pocos son los que aceptan una respuesta que vaya en contra de lo que desean. Estos pétalos blancos son una maldición para nosotras, cambiaríamos su color si pudiéramos -se lamentó, inclinándose tristemente su tallo hacia delante, volviendo a ser imitada.
El niño no pudo evitar sentirse culpable, comprendiendo su dolor, que convertía a todas las flores en una. Y realmente lo eran, porque las raíces de unas se tocaban con las de otras, formando una extensa red sensitiva.
-Yo no iba a deshojaros -dijo en un susurro apenas audible.
La flor sonrió comprensiva ante su sinceridad.
-Lo sabemos -le tranquilizó, alzándose hasta poder tocar su carita, recogiendo con un pétalo la lágrima que se deslizaba hacia la barbilla-. Los niños sólo jugáis con nosotras.
-¿Y por qué no os preguntan lo que quieren saber, como pensaba hacer yo?, así no os harían daño.
-Porque ellos ya no pueden escucharnos -le contestó, acompañando sus palabras con un suspiro-, da igual lo fuerte que les gritemos.
-Yo todavía puedo -se alegró, iluminándose su rostro, recordando la pregunta que le había llevado hasta allí-. Necesito que me deis una respuesta, o no sabré cómo encontrar aquello que he perdido. Por favor, ¿lo haréis? -les pidió con humildad.
-No -fue la rotunda contestación que obtuvo.
-¿No? -dijo con un hilo de voz, dejando caer los hombros- La necesito -casi suplicó.
-Sí, tu mirada lo dice claramente; pero buscas en el lugar equivocado.
-Me dijeron…
-Quien te lo dijo también se equivocaba. Ocurre muy a menudo, demasiado. De todas maneras, te diré algo que también te ayudará, quizá más incluso, porque con ello aprenderás algo muy importante sobre ti mismo.
-¿Sobre mí? -se sorprendió.
-Sí. Mira, cualquiera puede responderte con un sí o un no a lo que quieres saber, dándote mil y un detalles, describiéndotelos con pelos y señales; y nada de lo que digan importará, si no es lo mismo que dice tu interior, porque es ahí donde está la respuesta, la de verdad. Sigue el camino que te indica, fielmente, y nadie te podrá apartar de alcanzar lo que quieres.  Quien sabe qué es,  no necesita preguntar dónde está, nunca lo olvides.
El niño miró la flor reflexivo, preguntándose si su interior sabía qué quería. No tardó en sonreír, al descubrir que siempre lo había sabido. La acarició delicadamente con sus pequeños dedos, y se puso en pie, con cuidado de no pisar a ninguna de sus compañeras.
-Gracias -se despidió, sabiendo ya hacia dónde debía dirigir sus pasos-. Nunca lo olvidaré.
-Una última cosa antes de irte -frenó su marcha la flor-: no somos margaritas, somos manzanilla; aunque eso poco importe al hombre.


sábado, 21 de mayo de 2011

La persiana






El sonido de la persiana, enrollándose sobre ella misma con su tracatrac metálico, acabó de sacarme del sueño sosegado, semejante al de un bebé, en el que la vejez me sumía gran parte de la noche, y alguna que otra del día. Eran tantos los años que llevaba escuchándolo, justo debajo del piso en el que había vivido prácticamente toda mi vida, que se me hacía extraño el día en que no lo oía.
-Las ocho, llego tarde -me dije, abandonando la cama, en la que ya no quedaba más calor que el poco que desprendía mi consumido cuerpo.
Minutos después salía a la calle, apoyado sobre mi elegante bastón, regalo precisamente de quien me disponía a visitar. Abrí la puerta del bar, y…
-¡Buenos días, Julito! -saludé al joven tras la barra.
-¡Buenos días, Sr. Manuel! -me contestó con una sonrisa, sin apartar la mirada de su trabajo, acabando de colocar en la vitrina las bandejas con las tapas frías- Pensaba que hoy me ayudaría a subir la persiana, como hacía con mi bisabuelo, mi abuelo, y mi padre -bromeó, mirándome esta vez, y comenzando a prepararme “mi café”, ese que no me sabía igual en ningún otro bar o restaurante.
-Ojalá pudiera, Julito, pero Doña Osteoporosis me permite muy pocos esfuerzos ya -me lamenté, siguiéndole la broma, llevando mi memoria a los momentos a los que hacía referencia-. No pesan los años, pesan los kilos, dicen. ¡Y una leche!
-Sí, porque está usted más seco que la mojama -rió.
-Serás bribón -reí también, agitándome en carcajadas que amenazaban con hacer que se me saliera la dentadura postiza.
-Su café, Sr. Manuel -dijo acercándomelo.
Vacié el sobrecito de azúcar en la taza, observando cómo desaparecía tras la capa de color crema, en la vivificante oscuridad tras ella. Di un sorbo, y mis ojos se cerraron, sumiéndome en la placentera sensación que me provocaba su sabor. Me traía tantos recuerdos, de tiempos mejores, peores, y otros, que de tan malos, no me atrevía a rememorar, pero que acudían de todas maneras, contra mi voluntad, traicioneros. Por suerte siempre se imponían los buenos. Paseé la mirada por todo el local, donde ya no imperaba el olor a tabaco de los miles, quizá millones, de cigarrillos que se habían fumado en su interior, ni el de fritanga de las raciones, pinchos, y otras exquisiteces preparadas en su pequeña cocina, y que los parroquianos devoraban apenas salidas de ella, como tampoco el de “viejo”, que no era otro que el acumulado por los años de historia de aquél, mi segundo hogar, casi tan amado como el primero. Allí había pasado muchos momentos de mi niñez, desde que un día, siendo un mozalbete de apenas cinco años, ofreciera mi ayuda al bisabuelo de Julito para levantar la pesada persiana del bar, que además pecaba de ser engrasada tarde, mal, y nunca. El buen hombre, en agradecimiento por mi buena fe, más que ayuda, había obsequiado mi esfuerzo con una naranjada, siendo ese el comienzo de una amistad que duraría hasta su muerte, y que acabaría extendiéndose al resto de su familia. Desde entonces, y siempre que el tiempo y el trabajo me lo permitían, me había presentado para echar una mano para subir aquella persiana, a la que hacía unos años, por fin, pero también desgraciadamente, habían acoplado un motor eléctrico. Lo cierto es que hubiera salido más barato cambiarla por otra más ligera, y menos ruidosa, pero Antonio, el padre de Julito, se había negado, pues para él formaba parte del bar, de su historia. No le faltaba razón, porque cualquier otra persiana, por muy buena que fuera, no hubiera producido la misma “música”, aquella con la que me gustaba comenzar el día, a la que me había acostumbrado a fuerza de años y años de escucharla casi cada mañana. Bien estaba que el bar hubiese dejado de oler a fritanga y a tabaco, pero la persiana, mientras fuera posible, que no me la tocasen; por lo menos mientras siguiese entre los vivos. Bueno, eso y las raciones de carne con tomate, sonreí, comenzando a pensar en la hora del almuerzo, saludando con un leve movimiento de cabeza al segundo cliente del día, que entraba frotándose las manos para deshacerse del frío de la mañana, y pidiéndole con la mirada a Julito su carajillo de rigor.