El milagro de la luz Anto © 2005
Sobre las paredes encaladas de la recogida cocina danzaban un par de sombras, al son del aleteo de las llamas en el hogar, que devoraban con sus abrasadoras lenguas un par de troncos a medio consumir. El abuelo, acomodado en una mecedora tan vieja como él, la hacía crujir con un ligero vaivén, apoyados sus brazos sobre los de ésta. Sus ojos cerrados le hacían parecer dormido. En una silla junto a él se encontraba su nieto de siete años, con los codos apoyados sobre las piernas y la cabeza reposando entre las palmas de sus manos. Observaba el baile de las llamas arrancando vivos destellos de la madera de pino, el crepitar de la corteza al arder, como unos fuegos artificiales en miniatura. Aparte del hipnotizador espectáculo, y la sonora respiración de su abuelo, nada más rompía el silencio.
Los padres de Miguel habían creído que sería bueno para él pasar el fin de semana con su abuelo, al que también le vendría bien un poco de compañía. Con lo que no contaban era con la nevada que caería esos días, y que les dejaría aislados casi una semana. Para Miguel supuso un gran contratiempo, pues hasta ese momento apenas había tenido relación con el padre de su madre. Además en aquella vieja casa en la montaña no había nada con lo que entretenerse, ni siquiera tele. Mucho se arrepintió de no haber insistido más para que sus padres le dejaran llevar la Nintendo DS.
Un escalofrío recorrió el cuerpo cansado del anciano, haciéndole abrir los ojos. Finalmente el sueño le había vencido. Miró hacia la lumbre y sólo encontró el brillo apagado de unas pocas ascuas entre el montón de ceniza. Su nieto seguía en su silla, ahora encogido sobre sí mismo, con los brazos cruzados para no sentir tanto el frío, sobre todo en las manos.
-El sol no tardará en esconderse tras las montañas -anunció el anciano echándose hacia delante con esfuerzo-. Habrá que ir a por leña, o acabaremos congelados. ¿Puedes ir a la leñera y traer unos cuantos troncos?
-¿Yo sólo? -dijo Miguel, despertando del ensimismamiento provocado por el aburrimiento.
-Sí -le confirmó con una sonrisa-. No temas, está aquí al lado, y los lobos no suelen acercarse a la casa hasta que cae la noche.
-¿Lobos? Mis padres no me dijeron nada de eso.
El abuelo rió al ver la cara de miedo que ponía.
-Hace mucho que el hombre se encargó de hacerlos desaparecer. Lo más salvaje que te puedes encontrar es un ciervo despistado que viene a comerse los brotes tiernos de los almendros. Vamos, date prisa, que el frío aprieta.
Su nieto no se movió ni un milímetro de su silla.
-Aunque no haya lobos, los troncos siguen pesando demasiado para mí, y la nieve me cubre hasta la rodilla. Si mis padres estuvieran aquí no dejarían que lo hiciera.
-Pero tus padres no están aquí. Es una buena oportunidad para madurar, ¿no crees?
-Sólo tengo siete años, todavía no tengo por qué madurar.
-No digo que tengas que dejar ya de ser un niño para convertirte en un hombre. Aprender también es madurar, y tú eres apenas una hoja en blanco, sobre la que veo se ha escrito más de un pensamiento o creencia equivocada.
-Soy un niño, me haré daño en las manos -insistió Miguel en su negativa.
-Tienes guantes para protegértelas.
-Se me congelarán los pies.
Anto © 2005
-Te dejaré las botas que utilizaba tu madre cuando tenía tu edad.
-Está muy oscuro dentro de la leñera -siguió buscando excusas para no ir.
-Llevarás un linterna, por eso no temas.
-Seguro que hay ratones y arañas.
-Los hay, ya lo creo -tuvo que admitir esta vez.
-¡No quiero! -le gritó levantándose de la silla y apartándola de un empujón.
El anciano suspiró y se recostó de nuevo en el respaldo de la ajada mecedora, sin inmutarse por la violenta reacción del chiquillo.
-Un hombre comienza a hacerse desde el momento en que nace. Lo que vivas, lo que hagas de niño, influirá en gran medida en qué hombre serás. ¿Temes al dolor y al frío, o a no poder? -le interrogó mirándole a los ojos. Miguel cogió el atizador y, tras unos segundos, removió entre las cenizas para sacar al descubierto las últimas brasas. Se agachó y acercó las manos al leve calor que despedían-. Hay momentos en que para llegar al calor hay que atravesar antes el frío, y para ser fuerte afrontar primero la propia debilidad. Todo ello nos trae algún tipo de dolor. Si le tienes miedo, si no te ves capaz de superarlo, nunca se marchará de tu corazón. Se hará amo de él, y serás una marioneta en sus manos.
-Soy un niño, ¿por qué me dices esas cosas? -se encaró Miguel con el anciano, como si aquello no le pareciera justo- Mis padres jamás me han hablado así.
-Tus padres siempre tratarán de protegerte, es lo normal. Eso no quiere decir que sepan cómo hacerlo. La vida no te va a respetar porque seas un niño, deberías saberlo. Tienes que aprender a no tenerle miedo, o nunca serás libre. Hoy ese miedo se presenta en la forma de unos troncos, de nieve. En ellos ves el dolor de dañarte las manos, el frío. Las heridas se curan con el tiempo, el frío con el calor. El miedo es la primera piedra que se encuentra el hombre en su vida, y ha de apartarla tan pronto como pueda. De nada sirve esquivarla, te lo digo por propia experiencia, porque llegará un día en que se acumulen hasta tal punto que formen una montaña. Si en ese momento de su existencia decide escalarla, y superar todos los miedos, será libre y tendrá a su alcance el ser feliz. Si no, la rodeará, para comprobar como no tarda en encontrarse con otra, de proporciones superiores, porque no afrontar los miedos equivale a alimentarlos. ¿Y sabes que es lo peor de eso, Miguel?
El niño le escuchaba con tanta atención que se vio sorprendido por la pregunta.
-No.
-Que el miedo se alimenta de nosotros, hasta reducirnos a menos que nada. Nos devora desde dentro, empezando por el corazón.
Miguel escuchó aquellas palabras casi como el reo al que se anuncia su sentencia de muerte.
-Yo no quiero que me devore el miedo -dijo aguantándose las lágrimas, sentándose en la silla como si le fallaran las fuerzas.
-Eres mi único nieto, Miguel, y por circunstancias de la vida no he podido disfrutar de estar contigo todo lo que a un abuelo le gustaría -se sinceró con él-. Eres el último regalo que me dará la vida, y quiero ayudarte a encontrar la valentía que hay en ti. Sé que es mucha, tanta, que te sorprenderás cuando hagas uso de ella.
-¿De verdad, abuelo? ¿Y no volveré a asustarme de la oscuridad, o a sentirme pequeño delante de los demás? -preguntó animado, haciéndole partícipe de sus temores.
-Cuenta con ello -le prometió-. Y no te sientas pequeño, jamás, no lo eres, ni permitas que nadie te haga sentir así. Ahora hay ir a por esos troncos, si no queremos acabar como dos cubitos. ¿Me acompañas? -Y se levantó de la mecedora, con sus articulaciones quejándose como ramitas secas.
Miguel no necesitó que se lo repitiera, levantándose de un salto de la silla.
-Abuelito, me preguntaba si tendrías trineo para tirarnos por la nieve -le dijo camino de la leñera.
-Pues no -se lamentó, añadiendo al momento: Pero no te preocupes, que haremos uno entre los dos. Ah, y te enseñaré un lugar donde hay espadas de agua.
-¿Espadas de agua? Eso es imposible -dijo con mirada incrédula.
-Verás que no. Las cosas no siempre son tan imposibles como parecen o las imaginamos.
Anto © 2005
Dedico esta entrada a mis abuelos, que tanto me enseñaron, y de los que sigo aprendiendo, aunque ya no estén.