“Erpmeis, oreiup et”, semejante a un latinajo
se deshace a medida que las teclas empujan la punta de los dedos, haciendo
saltar éstos en el aire como livianas palomitas, pasándoselos de una letra a
otra en un juego de significados que se desvanecen para ser respirados boca
adentro, camino al lugar donde nacieron. De vuelta al hogar abrigado para
volver a ser, y dejar de serlo, entre latidos inversos.
Sus ojos
beben el néctar de la tristeza desbordada en cascadas, la rabia salada surgida
de la nada, mientras el minutero cierra sus propias cuchilladas, bebiendo la
sangre derramada a su espalda, traicionada, traicionada, traicionada… Una canción
que se ahoga con sus palabras, el disco rayado por el peso de una aguja
demasiado afilada.
Quiere
volver con su amo. El perro sonríe como un idiota. Es abandonado. El perro es
apaleado. Apaleado a dos manos. Siempre sonríe como un idiota. Lo es. Lo sabe.
Sonríe y mueve la cola.
No dejan de
desfilar las pesadillas, “sod, onu, sod, onu”, invocadas del revés, acogidas
por las fauces del miedo que las regurgitó un día. Y cuantas más llenan su boca
más pequeño se hace. Pero no deja de sonreír, ignorante de que esta vez es su
pellejo quien sufre el engaño. Le sobra confianza, porque todos creen en él.
Renace la
pasión, en forma de dragón de pólvora negra que traga fuego y cenizas, se eleva
al cielo atravesando nubes grises, para llover en miles de fuegos artificiales,
cegadores, absorbidos por los agujeros negros de donde un día escaparon. Nacer y
morir puede ser lo mismo. Nunca existió.
Aquí hincó
la rodilla la memoria, ardió en un profundo sueño que nunca tuvo lugar. El
mundo fue borrado y vuelto a crear. Algo quedó atrás, atrapado, y nunca volverá.
Perdido.
“Dulces
sueños… dulces sueños… olvida…“. Como un susurro ensordecedor. Así llegó.
Quería quedarse. Abrió un huequecito entre las costillas con sus manos
esqueléticas para aliviar el frío que anidaba en su interior. Ningún calor de
este mundo lo hubiese conseguido. Sólo hacía su trabajo.
Un tren al
que arrebatan su camino, y una mirada que devuelve la soledad al paisaje que se
la regaló. Soledad de sol, y de luna, una.
El
bolígrafo que esnifa la sangre que vierten las venas, como si la vida le fuera
en ello. Por kilómetros se mide su locura, y no pierde la cabeza, sino que
recupera la cordura. Hasta blanquear las hojas, libres de palabras, porque las
palabras atan, y se pueden convertir en correa de una vida perra.
Una flecha
para borrar, una flecha para responder. Una decisión. Sí. No. La respuesta la
trae la verdad de lo que ves; si quieres ver. ¿Tienes madera de boxeador ciego?
Borrar. Su
paso se aligera, aunque ya no corre. Lo hace el agua. Un viento que no ha de
beber para evitar ahogarse. Sabe mejor respirarse, no olvidar quién es, qué
quiere, y por qué vive.