jueves, 4 de noviembre de 2010

Un giro inesperado: The Black Birkin





(Viene de aquí)

Sábado 2 de octubre

Habiendo acabado de cenar, Jane se empeñó en poner algo de música, pues el viejo televisor del comedor ya no servía más que de simple adorno, a pesar de estar en perfecto estado de funcionamiento, como ella misma me aseguró. Eligió el “Kind of Blue” de Miles Davis, y se tumbó en el sofá, descansando su cabeza sobre mi regazo.
Aquel día, fueron muchas las cosas que me contó sobre su vida; aunque ninguna relacionada con Julio, de quien parecía reacia a hablar. Yo tampoco le había sacado el tema, aun sintiendo una gran curiosidad, consciente de que no le era agradable. Con ella la conversación fluía sin esfuerzo, asombrándome con cada uno de sus conocimientos sobre música, cine, pintura… Sin duda se trataba de una mujer instruida.
De cocina también entendía, como había demostrado con la cena, preparándome para rematarla un delicioso tiramisú, tras descubrir esa tarde que era mi postre favorito. Tan bueno estaba, que había acabado sirviéndome una segunda porción, a pesar de sentirme lleno. Viendo el éxito que había cosechado conmigo, Jane había insistido en que me comiera una tercera, diciéndome que tenía que coger peso, que estaba demasiado delgado. Finalmente había logrado resistirme a la tentación, aunque prometiendo que el tiramisú que había sobrado no pasaría de la mañana siguiente.
Mantuvimos una animada charla sobre la música de los 70 y 80, hasta que acabamos de escuchar el disco, qué sino, momento en que nos fuimos a la cama, no sin darnos antes una relajante ducha, en plan tranquilo. Imaginaba que Jane estaba reservándose para la cama, pero no, se limitó a meterse en ella y abrazarse a mí, hundiendo su nariz en mi nuca después de desearme buenas noches. En un principio pensé que bromeaba, y que no tardaría en comenzar a besarme y acariciarme, pero pasaron unos minutos y nada de eso ocurrió. Su respiración acompasada me hizo comprender que dormía, y yo no tardé en seguirla. Aquel había sido un día muy intenso.

Domingo 3 de octubre

Amanecimos tal como nos habíamos quedado dormidos, pero con los papeles cambiados. Aspiré el aroma de la piel de su nuca, llenándome los pulmones con él, y abrí los ojos. Tras las contraventanas se distinguía la claridad que precedía al amanecer. Sólo faltaba el trino de los pájaros, acompañándola. Por desgracia aquella ventana no daba a un parque ni nada que tuviera el más mínimo árbol. Los trinos más cercanos eran los de las Ramblas, y estos, además de lejanos, eran ahogados por el ruido del tráfico de la mañana.
-¿Estás despierto? -me preguntó Jane en voz baja.
-Sí -contesté, besando su nuca-. ¿Cómo lo has sabido?
-Me ha parecido notar un cambio en tu respiración -dijo volviéndose.
-Eres muy sensible -sonreí.
-Presto atención a lo que me rodea -contestó devolviéndome la sonrisa-; sobre todo si estoy bien acompañada.
-Gracias -dije sintiéndome halagado.
Sin mediar más palabra, pues tampoco era necesaria, nos enzarzamos en un intercambio de besos, mordisqueos, leves caricias, e intensas presiones, fundiendo la humedad de nuestros cuerpos en una sola, al compás de una única respiración, culminando todo ello en un estallido de placer que nos dejó boqueando como peces fuera del agua.
-Hacía tiempo que nadie me dejaba tan exhausto -le confesé, besando su pelo, mientras ella acariciaba suavemente mi pecho con la punta de su dedo índice, dibujando círculos sobre mi piel.
-Pues ve recuperándote, que tengo que sacar todo el provecho que pueda al dinero que me vas a costar -sonrió traviesa.
Sus palabras me hicieron reír, pues sabía que hablaba en serio.
-No digo que no lo valga, que lo valgo, pero dudo que ninguna mujer me hubiera pagado tanto por mi “compañía”. Bueno, lo cierto es que ninguna hubiera pagado un céntimo -admití.
-Pues cualquiera de mis amigas te hubiera dado el doble o el triple por este fin de semana -me comentó a propósito de ello-. Lo sé porque más de una ha recurrido a un gigoló, sobre todo después de separarse del marido.
-¿De verdad? -le pregunté. Jane asintió- Vaya, y yo que pensaba que estaba haciendo un negocio redondo; incluso que te estaba saliendo caro -dije, haciéndome la víctima.
-Yo también hubiera pagado más, pero como te conformaste con la primera cantidad que te ofrecí…
-Es lo malo de ser un jovencito sin experiencia. Tendría que haber buscado información en internet -me lamenté tan convincentemente como supe.
-En mi caso, me ayudó conocer las tarifas que les cobraban a mis amigas. Además, como tampoco eras un profesional -bromeó.
-Eso, encima búrlate -dije pellizcándole dulcemente un pezón-. Ya te encargarás de darle mi número de teléfono a tus amigas de la “alta sociedad”, ¿vale?, que seguro que se alegran de saber que yo les hago lo mismo, pero muchísimo más barato -le seguí la broma-. Éste es un trabajo que no voy a poder hacer toda la vida, así que tendré que aprovechar los pocos años buenos que aún me quedan.
-¿Lo dices en serio? -preguntó, perdiéndose cualquier rastro de alegría de su cara.
Viendo que no le hacía ninguna gracia, decidí continuar con la broma, para descubrir hasta dónde llegaba su interés por mí. Fue una idea estúpida, como no tardé en comprender.
-Claro -asentí-. Imagínate todo el dinero que podría ganar. Ni siquiera la novela me proporcionaría tanto, y menos en tan poco tiempo.
-Ellas no se van con cualquier hombre -dijo con el tono más seco que le había escuchado hasta entonces.
-Ahí entrarías tú, hablándoles de mí. Serías algo así como mi representante -le propuse, pareciendo tan convencido, que casi hasta yo me lo creí-. Te llevarías una comisión, por supuesto -añadí para rizar el rizo.
-Sabes perfectamente que no soy de las que se mueven por dinero -me contestó con gesto inexpresivo.
Debí dejarlo en ese momento; pero insistí, a pesar de saber que aquel tipo de juegos solían acabar mal.
-Pues mejor -sonreí inocentemente-. Entonces, ¿hay trato?
Jane se apartó de mí mirándome como si no acabara de creer lo que estaba oyendo.
-Debes haberte vuelto loco -me contestó.
-¿Por qué? Un trabajo como ese me permitiría tener suficiente tiempo libre como para poder seguir escribiendo -razoné.
-No sabes lo que dices -dijo esbozando una media sonrisa de incredulidad-. Ese no es un trabajo que pueda hacer cualquiera.
-Si contigo lo he hecho, también podría hacerlo con tus amigas. A no ser que quieras tener la exclusiva -insinué, mirándola a los ojos, esperando su reacción a mis palabras.
Aguantó mi mirada un escaso segundo, y la apartó.
-Me parece que es hora de que te vayas -dijo, levantándose de la cama, y comenzando a vestirse.
Ahí es donde se jodió todo. Ya no había vuelta atrás, pensé, observándola ponerse su ropa interior blanca. Pero no era en su cuerpo en lo que tenía puestos los ojos, sino en Jane, la mujer. Podía haberle dicho que aquello había sido una tontería mía, y haberme disculpado, pero quizá tenía que ser así... o quizá… quizá yo quería que fuera así. Si no hubiera mezclado sentimientos, si sólo se hubiera tratado de sexo y dinero, no habría surgido ningún problema; pero me había encontrado demasiado a gusto con ella, desde un principio, y eso lo había fastidiado. Si ella hubiera sido más fría, si no se hubiera dado a conocer, si hubiera sido una arpía ricachona, y no una mujer increíble, si… si… si…
Me levanté de la cama, y comencé a vestirme tan rápido como pude, sintiéndome de repente muy pequeño, tanto que hubiera cabido en la palma de su mano.
Jane acabó de ponerse la ropa, se acercó a la ventana, y la abrió de par en par para que entrara la luz del día. Abrió una puerta del antiguo armario frente a la cama, y sacó algo. Cuando se dio la vuelta vi que tenía un Birkin de color negro en las manos. No pude evitar mirarlo irónicamente. Así había sido nuestra historia, del fucsia del primer Birkin, al negro de éste.
-Me lo regaló mi marido apenas se enteró de que había perdido el otro -me dijo al descubrir mi mirada fija en él-. No puede permitirse que su mujer vaya por ahí con un bolso cualquiera -sonrió cínica.
Sacó un sobre de él, y me lo entregó. Con aquel simple trámite se acababa todo. Bueno, casi. Abrí el sobre, que contenía seis billetes de quinientos euros, y retiré tres, devolviéndoselo.
-Has hecho muy bien tu trabajo -dijo rechazándolo con gesto orgulloso, remarcando la última palabra-. Te has ganado cada euro de ese sobre.
Sus palabras me dolieron tanto, que hice algo que ni yo mismo me esperaba, y de lo que todavía hoy no sé si me arrepiento.
-He sido un mal Julio -le contesté sin apartar un instante mis ojos de los suyos-, así que no quiero nada tuyo- y tal como se lo decía, rompí los billetes por la mitad y se los tiré a la cara.
No había llegado el último trozo de papel al suelo, cuando Jane me cruzó la cara con una fuerte bofetada.
-No se te ocurra volver a pronunciar su nombre -me advirtió temblando de rabia, con las lágrimas a punto de saltársele-. Y ahora vete.
El dolor que me provocó su bofetada, no habría revestido mayor importancia, de ser sólo físico. Si hubiera esperado unos segundos más, la habría visto llorar, y ese era un recuerdo que no quería llevar conmigo.
-Lo siento -acerté a decir, y me marché, abandonando aquel escenario de película antigua, con la extraña sensación de que lo vivido en ese piso, quedaba de igual manera en el pasado.
Salí al rellano, cerrando tras de mí con cuidado, escuchando ruido tras la puerta del piso de enfrente, como el de alguien que espía a través de la mirilla.
-Una vecina cotilla, lo que me faltaba -me dije en voz baja, comenzando a bajar las escaleras.
Estaba tan alterado por lo ocurrido, que, sin darme cuenta, anduve varias decenas de metros en dirección contraria a la que debía tomar para llegar a la parada de metro.
Camino a casa, tanto en el metro como en el autobús, me sentí observado por aquellos que me rodeaban, como si mis pensamientos estuvieran a la vista de todos ellos, expuestos a su juicio. El motivo: que me sentía culpable. No era para menos, porque había fastidiado por mi estupidez un fin de semana que podía haber sido perfecto. Y lo peor de todo era que tenía la impresión de haberlo hecho expresamente, de ahí mi sentimiento de culpabilidad.

No podía ser de otra manera, me dije, ya en casa, tumbado en mi cama, con las manos cogidas bajo la cabeza. Minutos después encendía el portátil y comenzaba a escribir sobre mi primer encuentro con Jane.


sábado, 30 de octubre de 2010

Un giro inesperado: lloviendo sobre mojado





(Viene de aquí)

Sábado 2 de octubre

Agotados tras el esfuerzo, Jane se dejó caer sobre mí, pegándose su piel perlada de sudor a la mía.
-Esta vez sí que me estás sacando provecho -bromeé, besando su frente.
-Y lo que queda -sonrió.
-¿Te importa si me doy una ducha? Con tanto sudar voy a acabar convertido en una estatua de sal.
-Como si estuvieras en tu casa -me invitó-. Encenderé el calentador -añadió, saliendo de la cama y poniéndose una corta bata de raso de color negro, que hacía aún más voluptuoso, si cabe, su cuerpo.
La seguí para que me indicara dónde estaba el cuarto de baño, tratando de apartar la vista de su trasero. Andar por aquel piso te hacía tener la impresión de que te encontrabas en el decorado de una película ambientada en los años posteriores a la Transición Española.
-Ahora te traigo una toalla -me dijo-. Mientras te duchas prepararé el desayuno. Mejor dicho el almuerzo -rectificó con una sonrisa-, que la hora del desayuno la dejamos atrás hace rato.
Entré en el cuarto de baño, viniéndome a la cabeza recuerdos de cuando tenía 5 años. A excepción de los botes de gel, champú y demás, el resto de cosas me llevaban a mi más temprana niñez: el dibujo de los azulejos, el mueble metálico que integraba el espejo, los grifos, la típica cisterna elevada, con la tubería por fuera de la pared, con la cadena para desaguar tirando de ella… Además todo parecía nuevo, tal era el mimo con el que se había mantenido a lo largo de los años. Aquel piso era como un mausoleo enorme dedicado a la memoria de Julio, pensé. No me hubiera extrañado encontrarme un ataúd en una habitación, ya lo creo que no.

Abrí el grifo de la bañera, y el agua caliente no tardó en llegar. Me metí dentro, corriendo las cortinas, accioné el teléfono de la ducha, y dejé que recorriera mi cuerpo, reparadora como el mejor bálsamo. Cerré los ojos y me relajé unos segundos antes de comenzar a enjabonarme.
-¿Puedo? -me sorprendió la voz de Jane.
-¡Oye, desvergonzada! -reí al encontrarla observándome entre las cortinas.
Ella rió también, con un brillo de picardía en la mirada. Desató la bata, dejándola resbalar sobre su piel hasta el suelo, y se metió dentro de la bañera.
-Hay que ahorrar agua -me contestó, abrazándose a mí.
-Ya, lo tuyo es conciencia ecológica ¿no?
-Sí.
-Entonces, ¿le doy al agua fría, y el calor lo ponemos nosotros, o eso ya sería demasiado ecologismo?
-Por ahora ahorraremos sólo en agua -me contestó, rodeando mi cuello con sus brazos, presionando sus pechos contra mí, obligándome a apoyarme contra la pared.
El agua del teléfono caía sobre nuestras cabezas, deslizándose por nuestro rostro hasta la barbilla, desde donde se precipitaba como una doble cascada en el cuenco de carne que se formaba entre los senos de Jane, comprimidos contra mi pecho. Nos besamos, los ojos cerrados, y el cuenco rebosó, desbordándose. Aun bajo el agua caliente, su boca siguió pareciéndome cálida. Como su cuerpo, que ardía bajo mis manos, que se deslizaban sobre él sin dificultad, como si acariciaran la pulida superficie de una estatua de mármol.
Mínimamente recuperado de la vez anterior, mi cuerpo reaccionó apenas sintió la caricia de sus dedos. Mi piel se erizó a pesar de no sentir ningún frío.
Mis manos aferraron su cintura y la apretaron contra mi entrepierna, buscando el contacto de su pubis.
El agua nos privaba de sensaciones tales como el embriagador aroma del sexo, de su humedad propia, pero a cambio nos transportaba a otro plano sensitivo gracias a su sonido, que ahogaba nuestros jadeos, permitiéndonos concentrarnos totalmente en el roce de nuestra piel. El golpeteo de las gotas contra ella acentuaba la sensación de placer, contribuyendo a hacer desaparecer todo a nuestro alrededor. Nada más existía en ese momento que nosotros, entregados en cuerpo y alma a satisfacer la necesidad del otro para obtener la propia.
La lengua de Jane serpenteaba sobre mi piel, rompiendo la capa de agua que me cubría, que se arremolinaba alrededor de ella, llenando su boca y vaciándose por las comisuras como dos torrentes, que confluían entre sus pechos. Esas imágenes quedaban grabadas en mi retina como fotografías cada vez que abría los ojos para asegurarme de que no me hallaba sumido en un sueño. En alguno de esos momentos mi mirada fugaz coincidía con la de Jane, provocando que nuestros cuerpos se buscasen con más ímpetu.
-Hazme tuya -me pidió cuando ya no pudo más, ofreciéndome su espalda, retozando contra mí.
Aparté el pelo pegado a su nuca y la besé, rodeando su cuello milímetro a milímetro, mientras mis manos hacían lo propio con sus pechos, resbaladizos. Mojados, daban la impresión de ser mucho más pesados, más duros. Como sus pezones entre mis dedos. Los apreté dulcemente, y Jane se retorció entre mis brazos, apoyando sus manos contra los azulejos, e inclinándose hacia delante. Las gotas estallaban contra su espalda, para acabar concentrándose en el canal que formaba su columna, discurriendo hasta sus nalgas , sobre las que se derramaba. Me acerqué más a ella, e hice lo que deseaba, apretando firmemente su cintura. En ese preciso instante en que volvíamos a ser uno, supe que aquello acabaría mal, que, antes o después, se convertiría en un problema, y que iba a ser difícil darle solución porque… yo no era Julio.
Acaricié su firme espalda, y la hice incorporarse, justo cuando su cuerpo se agitaba presa del éxtasis. Mordí su cuello con fuerza, y acaricié su sexo, buscando intensificar al máximo sus sensaciones. Inmovilizada por la presión de mis dientes, se dejó caer suavemente sobre la pared, respirando entrecortadamente. No la liberé mientras su sexo no dejó de palpitar, provocando que mi cuerpo se liberase también, con un escalofrío recorriendo mi columna, haciéndome perder casi la consciencia de mí mismo.
Nos separamos, mirándonos con cara de no saber dónde estábamos, y nos abrazamos, apoyando nuestras cabezas, dejándonos llevar por un ligero vaivén, como si estuviéramos bailando bajo la lluvia. Nos besamos brevemente, apenas rozando nuestros labios, y acabamos de ducharnos, frotándonos la espalda el uno al otro, en silencio, como si de repente sobrara cualquier palabra entre nosotros. Jamás había tenido un momento de tanta intimidad con nadie. Podíamos haber sido las dos únicas personas sobre la faz de la Tierra, y no nos hubiera importado. Sólo cuando cerré el grifo, y quedó solamente el sonido del goteo de nuestros cuerpos húmedos, me preguntó ligeramente preocupada, mostrándome el cuello:
-¿Me has dejado marca?
-Te saldrá un precioso moratón -sonreí-. Ahora serás tú quien tenga que ocultarlo.
-Si mi marido lo ve, voy a tener problemas.
Mi sonrisa se borró de inmediato, devolviéndome a la realidad de la situación en que me encontraba. Sólo entonces comprendí mi estupidez, que había rebasado el límite que me había autoimpuesto con ella o cualquier otra mujer.
-Deberías haberme dicho que parara -le dije, sintiéndome terriblemente culpable.
-Sí, en eso estaba pensando yo en ese momento -sonrió irónica.
Cogió la toalla de baño que había llevado para mí, y nos rodeó con ella.
-Lamento no haber pensado en ello -me disculpé.
-Si mi marido se entera de esto, habrás de matarle -dijo muy seria, frotándome la cabeza con la toalla para secarme el pelo-, o será él quien acabe con mi vida.
Mi corazón se detuvo al escuchar sus palabras, y con él mi respiración. Ni tres segundos tardé en imaginarme dando muerte a un hombre cuyo rostro ni siquiera conocía, y de varias maneras además.
-No seas tonto -rió al observar el gesto de angustia que había puesto-. Mi marido y yo apenas pasamos tiempo juntos; ni siquiera dormimos en la misma habitación, gracias a sus ronquidos. Será fácil ocultarle un simple moretón. Además, en caso de que lo viera, lo más probable es que ni se percatara de su existencia.
-Prométeme que no dejarás que nadie lo vea -le rogué, sin acabar de sentirme tranquilo.
-¿Tanto te preocupo? -sonrió provocadora.
-No seas mala -le reñí, resistiéndome a concederle la más mínima sonrisa en aquel asunto.
-Hace un rato te ha parecido bien que lo fuera -contestó, acercando sus labios a los míos hasta rozarlos.
-Me preocupas, sí -admití.
-Lo sabía -sonrió con un brillo en los ojos.
-Pero sólo porque eres mi única fuente de ingresos ahora mismo, que te quede bien claro.
-Eres un borde -dijo haciéndose la ofendida-. Pensaba que valorabas mis encantos de mujer.
-Y lo hago -le contesté, mirando descaradamente sus pechos, simulando sentir un escalofrío-. Ya lo creo.
-¡Esos no! ¡Serás tonto! -rió, cubriéndose con la toalla y dejándome a mí con el culo al aire.
-¿Tonto? ¿Tú crees? -dije, recogiendo su bata del suelo para ponérmela.
-Pues idiota -me contestó, sin poder evitar sonreír al ver lo sexy que me quedaba-. Por ser tan maleducado con una dama, te vas a quedar con las ganas de que te prepare un rico almuerzo -añadió dándome la espalda, dirigiéndose al dormitorio-. Es más, vas a ser tú quien me vas a invitar a almorzar.
-Claro, no hay problema -acepté-. Pero según dónde me lleves, igual me tienes que dar un adelanto de lo de este fin de semana -le avisé, con las manos metidas en los bolsillos de la bata, mirándola con gesto digno.
-Vas a tener suerte, porque soy una mujer de gustos sencillos.


Media hora después salíamos a la calle, Jane vestida en plan grunge, ataviada además con una gorra negra y grandes gafas oscuras, por si se cruzaba con algún conocido de su círculo social. Me recordó por un momento a Susan Sarandon, quizá por la gorra.
-¿Recuerdo de tu juventud? -le había preguntado al verla aparecer con una camiseta blanca con la portada del álbum “III” de Led Zeppelin.
-No soy tan vieja -me había contestado con una sonrisa-. Era de mi padre.
-Un buen disco -asentí, dejando pasar la oportunidad de preguntar su edad, ¿acaso importaba?
Sobre los tejanos no hice ningún comentario, sobraban.

Tras comer, más que almorzar, pues nuestros cuerpos necesitaban reponer energías en cantidad, nos dedicamos a callejear por Barcelona, coincidiendo en que, a pesar de ser una ciudad en constante cambio, no dejaba de ser la misma de siempre, pues, al fin y al cabo, eran las personas que la poblaban las que le daban su carácter único. Incluso fuimos al cine, al descubrir en nuestro paseo que en la sala más pequeña de un multicine reponían ese fin de semana “Bagdad Café”, dentro de un programa que recuperaba películas clásicas, dirigido sobre todo a los nostálgicos.
No regresamos a su piso hasta la hora de la cena. Lo pasé tan bien con ella, que empecé a sentirme realmente culpable de cobrarle por ello.

(Sigue aquí)

martes, 26 de octubre de 2010

Un giro inesperado: en la cama





(Viene de aquí)

Mañana del sábado 2 de octubre

El amanecer nos descubrió desnudos sobre la cama. Jane, abrazada a mi espalda, se agitó llevada por un escalofrío. La ventana que habíamos dejado abierta para ventilar la habitación, horas antes invadida por el calor desprendido por nuestros cuerpos sudorosos, nuestra respiración acelerada, ahora nos traía el frío de la mañana. Me levanté a cerrarla, y abrí la cama con cuidado de no despertar a Jane.
-¿Qué haces? -preguntó adormilada.
-Te vas a resfriar si no te tapas -le contesté, cubriendo su desnudez hasta los hombros, y metiéndome en la cama, pegándome a su espalda para darle mi calor. La tenía fría.
-Estas atenciones sólo las tienen los hombres enamorados -me dijo, frotándola contra mi pecho.
-¿Es que has hecho algún estudio sobre ello? -sonreí. Seguro que me estaba comparando con Julio, pensé, una vez más-Educado es lo mínimo que puedo ser, teniendo en cuenta lo que pagas por mi compañía.
Jane encendió la luz de la mesita, y se volvió hacia mí, tumbándose sobre un costado, apoyando la cabeza sobre una mano.
-¿Sería diferente si no te pagara? -preguntó mirándome fijamente.
-No -fui sincero-. Con las mujeres siempre soy educado. Me sale natural. El amor no tiene por qué ser la causa.
-Ya veo. ¿Has estado enamorado alguna vez?
-Claro.
-Y…
-Nada, no salió bien.
-¿Quién metió la pata?
-Los dos. Era un imposible.
-Debió ser hace tiempo, porque no parece afectarte su recuerdo.
-Unos años; pero como si hubiera sido ayer. No fue algo que se quedara enquistado en el corazón. Me olvidé de ella apenas acabó lo nuestro. Después la vida no ha vuelto a ponerla en mi camino, ni a mí en el suyo. Por algo será.
-¿De verdad te fue tan fácil olvidarla? -inquirió con cara de no creerme.
-La relación estaba tan rota, que era como si hiciera años que hubiera terminado. No quedaban lágrimas que llorar. La última vez que nos vimos, me despedí de ella diciéndole que no se preocupara, que no me iba a meter en su vida. Con ello también le decía que esperaba lo mismo de ella.
-No parece molestarte que te pregunte sobre tu intimidad -dijo observándome con curiosidad.
-Me siento a gusto contigo, así que no me cuesta hablarte de ello. Además, eso da pie a que yo pueda hacer lo mismo.
-Ya veo -rió-. Un chico listo.
-Puede. ¿Y tú, sigues enamorada de tu marido? -me decidí a hacer una de mis preguntas tontas.
-Supongo que ahora no puedo negarme a contestarte -sonrió.
-Eres libre de hacer lo que quieras. Conmigo no tienes que sentirte obligada a nada -le aclaré.
-Mi marido es una persona de la que no me gusta hablar, bastante tengo con soportarlo; pero contigo no me importa hacerlo.
-¿Entonces? -la animé.
-Hubo un tiempo en que creí estarlo. Yo estaba pasando un mal momento, y él estuvo ahí para hacerlo más soportable.
-¿La muerte de Julio? -me atreví a preguntar.
La mirada de Jane se volvió triste al recordarlo.
-Sí -contestó, callando unos segundos-. Julio era una persona muy importante en mi vida. Mi marido era su mejor amigo, y mío también. Cuando murió estuvo pendiente de todas mis necesidades, haciéndome más llevadera su pérdida. Así fue como la amistad se fue convirtiendo en amor por mi parte, accediendo a casarme con él, que siempre había estado enamorado de mí. Con el paso de los años, descubrí que me había dejado llevar por la necesidad de aliviar el dolor que sentía, pero ya era tarde para echarse atrás. Cuando finalmente me tuvo, su comportamiento cambió, no de un día para otro, sino gradualmente, hasta hacerme comprender que yo sólo había sido un trofeo más que conseguir en su camino hacia la cima que deseaba alcanzar. Mi marido siempre ha sido un hombre muy ambicioso, competitivo. En su mundo todo tiene un precio, nada está fuera de su alcance.
-Un hombre sin escrúpulos -Jane asintió con un suspiro-. Sé que es una pregunta muy indiscreta, pero, ¿eres feliz con él? -Otra pregunta tonta, pero necesitaba escucharlo de sus labios.
-A la vista está que no -dijo con tono cansado.
No me contestó como si fuera un idiota, lo cual agradecí.
-¿Y por qué sigues con él?
-Si le conocieras no me harías esa pregunta.
-¿Te maltrata? -temí.
-Hubo un momento en que… -su voz se rompió al recordar.
-No debí preguntar -me disculpé, acariciándole una mejilla con ternura.
-No importa. Aquello ya pasó. Yo tuve parte de culpa.
-¿Tú? -me extrañé.
-Harta de que me exhibiera como un trofeo más delante de sus “importantes” amistades, le dejé en ridículo frente a ellas, varias veces. Aquello hirió su amor propio de un modo que él no estaba dispuesto a permitir, y me hizo pagar con creces mi atrevimiento.
-¿Te pegó? -Las palabras acudieron a mi boca sin que pudiera detenerlas.
Jane dejó caer la cabeza sobre la almohada, y se dio la vuelta.
-Abrázame, por favor -me pidió antes de apagar la luz.
No tuvo que decírmelo dos veces. Me pegué a su espalda, ahora cálida, y la abracé con fuerza al notar que su cuerpo se agitaba llevado por el llanto.
-Lo siento -volví a disculparme, sintiéndome el culpable de sus lágrimas.
Pegué mis labios a su nuca y la besé, notando el sabor salado que había dejado el sudor de horas antes.
Sin darnos cuenta, caímos dormidos, llevado uno por la respiración del otro.


Me despertaron sus besos, haciéndome cosquillas en los labios.
-Buenos días -me saludó con ojos sonrientes.
La luz del sol caía sobre la cama, convertida en refulgentes franjas por las contraventanas.
-¿Te encuentras mejor? -le pregunté.
Me respondió tapándome la boca con un apasionado beso, buscando el roce de mi lengua. Rodando por la cama como si lucháramos por someter al otro, a punto estuvimos de caer un par de veces de ella. Terminamos por echarnos a reír, Jane sobre mí, ahogando su risa en mi pecho.
-Supongo que eso ha sido un sí -sonreí, buscando su mirada.
-Sí. Son cosas que no me gusta recordar -me contestó con voz serena.
-Entonces… ¿forman parte del pasado? -quise asegurarme.
-Llegamos a una especie de acuerdo, y nuestra relación recuperó parte de su normalidad. Ahora él hace su vida, y yo la mía, manteniendo las apariencias cuando hace falta. Me he convertido en una actriz muy buena.
Sus palabras no acabaron de tranquilizarme.
-Para estar así, ¿no sería mejor separaros?
-Mi marido jamás lo permitiría. Él no admite ningún tipo de fracaso en su vida, y un divorcio lo sería, sobre todo de cara a los demás. Él nunca se equivoca. Para él nuestro matrimonio es uno más de sus negocios, y no va a dejar que se rompa porque cree que eso afectaría a los demás.
-Debe ser una persona muy supersticiosa, para temer semejante tontería.
-No te puedes imaginar cuánto. Para él todo está interrelacionado. Si se rompe un eslabón de la cadena, los demás se rompen también, así es como piensa.
-Entiendo.
-Sólo su muerte me liberaría -dijo con gesto triste.
Aquello no me sonó nada bien. Había visto más de una película donde una atractiva mujer seducía a un hombre para que eliminara al marido, y de ese modo poder quedarse con su fortuna. Después el idiota acababa con sus huesos en la cárcel, y el corazón roto. Desde luego que no era un papel que quisiera interpretar en la vida real.
-No pienses mal -añadió con una sonrisa al observar la cara que había puesto-. Aunque he deseado verle muerto más de una vez, jamás me he planteado llevarlo a la práctica, y mucho menos implicando a otra persona en ello.
-Perdona por pensarlo -me disculpé-, pero es que soy escritor, y mi imaginación se me escapa de las manos con suma facilidad.
-¿Escritor? -preguntó sorprendida, tumbándose a mi lado- ¿De qué?
-Bueno, eso intento. He escrito un libro. Aunque no está publicado -me apresuré a aclarar.
-¿No? ¿Se lo has enviado a alguna editorial?
Me habían hecho tantas veces aquella pregunta, que me sabía la respuesta de memoria.
-Sí, pero todas lo rechazaron. Mal momento, y mal país para un escritor novel.
-Mi marido tiene muchos contactos, seguro que podría ayudarte a publicarlo -me dijo animada.
Aquello era lo mejor que me habían propuesto para conseguir hacer realidad la novela, pero…
-No podría aceptarlo. Y menos con lo que me has contado sobre él. Además, nunca he sido de pedir ni aceptar favores. Si alguien publica la novela, quiero que sea por méritos propios, no por la influencia que pueda ejercer otra persona para hacerlo posible.
-Eres un hombre de principios -comprendió.
-Lo intento.
-¿Y de qué va? -se interesó.
Otra pregunta típica, en este caso de difícil respuesta.
-No tardaré en tenerla en papel, ya te regalaré un ejemplar para que lo averigües por ti misma.
-Pero ¿no dices que no te la van a publicar? -preguntó con un gesto de incomprensión.
-Voy a hacerlo por mi cuenta y riesgo, gracias a tu dinero -contesté con una sonrisa.
-Vaya -sonrió-, pues me alegro de haberte sido de ayuda.
-Sin tu dinero hubiera sido imposible -admití.
-Espero que me lo firmes -me avisó.
-Claro, será un placer. Mientras, puedes descargártelo de mi blog, por si quieres ir echándole un ojo.
-¿Un blog? ¿Qué es eso?
-Una página personal en internet donde pongo relatos míos de vez en cuando, para no perder la costumbre de escribir. Ya te apuntaré la dirección.
-Me pasaré por él apenas pueda -prometió.
-Igual te parece una locura, pero estaba pensando en escribir sobre ti -decidí hacerle saber.
-¡¿Sobre mí?! -exclamó abriendo unos ojos como platos.
-Sí. ¿Te importaría que lo hiciera?
Jane me miró con cara de circunstancias.
-Dudo que sea una buena idea.
-Lo cierto es que ya lo he hecho: he escrito sobre cómo nos conocimos en la frutería -le confesé, esperando no molestarla. Viendo que no ponía mala cara, continué- Si me dieras tu permiso para seguir haciéndolo, me referiría a ti como Jane Birkin, así nadie podría saber quién eres, algo de todos modos imposible, pues desconozco tu verdadero nombre. Además, mi blog es casi privado. Dudo que alguien de tu círculo pudiera llegar a él, y menos todavía imaginar que eres la mujer de la historia.
-Sigue pareciéndome raro que quieras escribir sobre mí, pero siendo como dices, no veo inconveniente -aceptó, sorprendiéndome, pues me esperaba un no.
-¿De verdad? -no acababa de creérmelo- Si no estás convencida del todo sólo tienes que decírmelo y me olvidaré de ello.
Jane sonrió, acariciándome el torso.
-Será un honor que escribas sobre mí, señor escritor. Así además podré conocer tu versión de los hechos -dijo pellizcándome un pezón-. Más te vale que me dejes bien -añadió con un fingido tono de amenaza.
-No me costará -reí, observando su bello cuerpo.
-¿Incluirás las escenas de sexo? -preguntó con gesto pícaro.
-Sólo si te parece bien. Evitaría toda vulgaridad, por supuesto. Incluso podría enviarte lo que escribiera para que le dieras tu aprobación antes de publicarlo.
-No será necesario, confío en tu buen gusto.
-Gracias -contesté, sintiéndome halagado.
-Ya estoy deseando leerlo. Por cierto, llevamos mucho rato hablando -dijo, acercándose más a mí, poniendo una pierna entre las mías-. ¿Qué tal un poco de sexo? Seguro que tus lectores lo agradecen.
Su proposición me hizo reír, pero sólo el tiempo que tardaron nuestras bocas en fundirse en un húmedo beso.

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lunes, 18 de octubre de 2010

Un giro inesperado: ...y las veces que haga falta.




 "Calle sin final" por Vicious Lover

(Viene de aquí)

Noche del viernes 1 de octubre

Tras el trayecto en autobús, abarrotado principalmente de jóvenes, hasta Plaza España, y el no menos abarrotado en metro hasta Plaza Catalunya, llegué a las Ramblas de Barcelona. La calle era un hervidero de gente dirigiéndose en todas direcciones, en medio de un caos apenas controlado. El olor proveniente de los restaurantes, trabajando a pleno rendimiento debido a la hora, se mezclaba con el de los gases expulsados por los tubos de escape de los vehículos, una serpiente metálica cercenada cada cierto tiempo por los semáforos. En unos metros, pasé de la marabunta de las Ramblas, a la de la calle Tallers, más pintoresca si cabe. La dirección que me había dado Jane se encontraba en aquella calle, que parecía anclada en tiempos pasados. Era una zona demasiado humilde, para una persona de su posición. No me encajaba, y menos cuando me encontré frente al ruinoso portal del edificio donde se encontraba el piso en el que se suponía me esperaba para cenar en plan “ahorro”, como había dicho en su llamada, antes de despedirse. Me aparté del río de gente, alcé la mirada y le eché un vistazo a la fachada. El edificio tenía su encanto, a pesar de necesitar de una reforma. Aún y así, no me imaginaba qué podía hacer allí Jane. Y si no era la persona que yo creía, pensé. Y si… Miré la entrada del portal, oscura como boca de lobo, y me imaginé tirado en un descampado, con una raja mal cosida en el estómago, y algún órgano menos en el cuerpo. No era un pensamiento tan descabellado como pudiera parecer. Además yo era un joven muy sano, como ella ya había tenido ocasión de comprobar. Aquello me daba muy mala espina. Cada vez más.
-¡Zarzal! -escuché a alguien gritarme desde arriba.
Un escalofrío recorrió mi columna al reconocer la voz de Jane.
-¡Joder, qué susto! -exclamé dando un respingo.
Miré hacia arriba, como más de un transeúnte, viéndola saludarme con una mano desde uno de los balcones de la tercera planta.
-¡Vamos, sube! -me dijo visiblemente animada- ¡Ahora te abro!
Escuchar su voz me devolvió la tranquilidad, apartando de mi cabeza la idea de que alguien fuera a aligerar mi cuerpo del peso de alguno de sus órganos.
Dentro de la oscuridad del portal, y rodeado de un olor a humedad bastante desagradable, busqué el pulsador de la luz. Jane me echó una mano, supongo que imaginando que me costaría dar con él. El interior del edificio tenía incluso peor pinta que el exterior, con las paredes llenas de desconchones, y manchas de dudosa procedencia. Aquello provocó que me volviera a sentir inquieto, al no comprender qué hacía Jane en aquel lugar, tan ajeno a la imagen que me había creado de ella. No muy convencido de lo que hacía, subí la escalera, encontrándola esperándome en el descansillo de la tercera planta. Su aspecto también me confundió. Vestía una amplia camiseta blanca, tan ancha de cuello que la piel morena de su hombro derecho quedaba al descubierto, y unos desgastados tejanos, que se ajustaban como un guante a sus torneadas piernas. Estaba preciosa, para variar. Apenas me tuvo a su alcance, me plantó un beso en la boca, dejándome sin el poco aire que me había quedado en los pulmones tras contemplar su belleza. Pues sí que empezamos bien, pensé, haciéndome a la idea de que aquel iba a ser un fin de semana muy largo.
-Has llegado justo a tiempo -dijo invitándome a entrar-, hace un momento que han traído las pizzas.
-El plan “ahorro” -sonreí.
Cerré la puerta, y me quedé con la boca abierta al contemplar el interior del piso. Su decoración, muebles incluidos, era… ¿asombrosa? Por un momento me sentí transportado a finales de los años 80, pues allí todo parecía pertenecer a aquella época, como si en aquel lugar se hubiera detenido el tiempo. Sólo faltaba el olor a viejo que asociaba mentalmente al sofá y sillas tapizadas en escay, al papel que cubría las paredes con sus dibujos geométricos de varios colores, y que seguramente ocultaba el aroma mezcla de fresas y frutas del bosque que envolvía todo. Y qué decir de la tele, un trasto enorme con acabados en madera, marca Telefunken. Había también algunos pósters, clavados con chinchetas a la pared, todos de viejas películas. “El ladrón de Bagdad” era una de ellas. Lo más moderno allí eran las cajas de pizza sobre la mesa, como si alguien acabara de traerlas del futuro.

-¿Es que eres una fanática de las antigüedades o algo por el estilo? -le pregunté.
Jane rió, agitándose sus pechos bajo la camiseta, libres de sujetador. Si hubiera tardado un segundo más en responderme, habría olvidado cuál había sido mi pregunta.
-Es una larga historia -me contestó-. Te la cuento mientras cenamos, que las pizzas se van a enfriar.
Entre bocado y bocado, Jane aclaró mi duda. Según me contó, aquel piso había pertenecido a un buen amigo suyo, Julio. Ella lo había heredado al morir éste, hacía 27 años, tras lo cual había decidido mantenerlo en el estado en que se hallaba en ese momento, en memoria de él. Allí se refugiaba cuando necesitaba desconectar de la superficialidad que rodeaba su vida y su relación matrimonial. Yo la dejé hablar, sin plantearme siquiera hacerle una pregunta, pues entendí que aquel piso era un lugar muy especial para ella, y que demasiado honor era ya que me hubiera dejado entrar en él. Julio debía haber sido una persona muy importante en su vida, algo más que un amigo, a juzgar por el modo en que hablaba de él. Sus ojos cobraban brillo al imaginarle, haciéndome temer que se escapara una lágrima de ellos.
-Mira, te voy a enseñar una foto donde salimos los dos -dijo levantándose de la mesa. Buscó en un cajón del mueble del pequeño salón-comedor, y me la mostró-. Nos la hicieron unos meses antes de su muerte. Era un chico muy guapo -dijo con un deje de nostalgia en la voz, señalando a Julio con un dedo.
Cogí la foto, y la observé con atención. Ambos vestían de manera informal, con coloridas camisetas y tejanos algo acampanados, que les daban un toque hippy. Cogidos de la cintura, se les veía felices. Hube de reconocer que Julio y yo guardábamos cierto parecido, lo cual no me hizo mucha gracia. Jane salía guapísima, sonriendo encantadora. Los años apenas habían hecho mella en su belleza. A decir verdad, la habían perfeccionado, dotándola del sereno atractivo de la madurez.
-Tú estás preciosa -comenté-. Casi tanto como ahora.
-Vaya, gracias -sonrió, mirándome fijamente un par de segundos, supongo que buscando a Julio en mí-. Nos la hicieron en el Jardín Botánico -añadió señalando el verdor y los cientos de flores tras ellos.
-Es una bonita foto. Julio debía ser un tipo genial.
-Sí -contestó, perdiendo el brillo su mirada, cogiendo la foto de mis manos para guardarla.
Mejor no hablar de él, comprendí.
Acabamos de cenar, y la ayudé a recoger la mesa.
-Parece que tu madre te ha educado muy bien -comentó, indicándome dónde estaba el cubo de la basura.
-Siempre he sido un niño muy bueno, así que no ha tenido que esforzarse demasiado -sonreí-. Y no soy tan joven como parece ser que piensas.
-A pesar de que tienes alguna que otra cana, no aparentas más de 26 o 27 -dijo observándome detenidamente.
A punto estuvo de darme la risa al escucharla, aunque lo cierto es que ya estaba acostumbrado a que me echaran menos.
-36 para 37 -le contesté-. Casi aciertas.
-¿De verdad? -Asentí, divertido por su cara de incredulidad- Pues te conservas muy bien.
-Será por la manera en que me tomo la vida. No soy de los que se preocupan inútilmente.
-Es un alivio saber que tienes esa edad -sonrió pícara-, así dejaré de tener la impresión de que me estoy aprovechando de un jovencito.
-¿Aprovecharte tú de mí? -reí- Es más bien al contrario ¿no crees? Soy yo el que está ganando dinero con esto.
-Ahora que lo dices… No es muy justo, no -dijo mirándome enigmáticamente, acercándose a mí-. Tendré que exprimir cada segundo del fin de semana desde ya -añadió, haciéndome retroceder hasta que la nevera frenó mis pasos.
-Estás empezando a darme miedo -bromeé-. No pensarás abusar de mí contra mi voluntad, ¿no?
-Tu voluntad vale 3.000 euros, ¿recuerdas? -me contestó antes de morderme en un pezón.
-¡Auh! -exclamé al notar la presión de sus dientes- Esta vez el precio no incluye probar mi sangre -le avisé tan serio como pude.
Mis palabras le hicieron prestar atención a mi cuello.
-¿Te duele todavía? -preguntó acariciando con los dedos la tirita que cubría las marcas de sus colmillos.
-Sólo cuando me acuerdo.
Antes de que pudiera evitarlo, me quitó la tirita, dejando a la vista la herida y la piel ligeramente amoratada a su alrededor.
-Me pasé un poco -admitió con una sonrisa que me pareció de satisfacción.
-¿Sólo?
-No lo pude evitar. Me dejé llevar por el momento.
-Pues contrólate, o tendré que ponerte un bozal -le contesté, echándome a reír.
Mis risas se cortaron en seco al notar sus labios sobre la herida, la caricia húmeda de su lengua, recorriéndola.
-¿Me la vas a curar como si fueras una gata? -le dije, abarcando con la palma de mi mano parte de su mejilla y cuello, apartándola para poder mirarla a los ojos.
-Voy a hacer mucho más que eso -me contestó, cogiéndome de la mano y tirando de mí para que la siguiera.
Entramos en el dormitorio principal a oscuras, tropezando con algo, que cayó derribado con ruido de latas y plástico. Jane encendió la luz y recogió varios botes del suelo, entre ellos el del ambientador que ocultaba con su dulce aroma el olor a viejo del piso.
-Llevaba meses sin venir por aquí, y hoy me he tenido que poner al día con la limpieza. He sudado bien la camiseta -me hizo saber con una sonrisa.
-Una mujer con tanto dinero como tú ¿limpiando? ¡Increíble! -bromeé, buscando provocarla.
-¡Qué tonto eres! -exclamó con gesto ofendido, empujándome hasta hacerme caer sobre la cama- Te vas a arrepentir de tus palabras, jovencito.
-¿Vas a hacerme sudar? -reí ante su amenaza, acomodándome sobre el colchón.
Como respuesta, apagó la luz. La habitación no quedó totalmente a oscuras, pues entre los listones de madera de las contraventanas se colaba parte de la luz de las farolas que iluminaban la calle. Gracias a ella podía distinguir a Jane, desnudándose frente a mí. En lugar de imitarla, esperé que fuera ella la que me librara de mi ropa. ¿Acaso había alguna prisa? No, y menos con todo el fin de semana por delante. Aquello no era un aquí te pillo aquí te mato. Jane también debía verlo así, porque me quitó la ropa sin aparentar ninguna impaciencia. Eso sí, al acabar:
-No te puedes imaginar las ganas que tengo de ti -me dijo, pegando su piel desnuda a la mía. La suya estaba sensiblemente más caliente. Nada extraño, pues con todas las mujeres tenía esa sensación.
No presté atención a sus palabras. Mejor ignorarlas, pensé, por lo que pudieran significar. No pareció importarle, porque seguidamente comenzó a besar mi pecho, al tiempo que acariciaba mi entrepierna. Yo deslizaba una mano por la suavidad de su espalda, con los ojos cerrados, concentrado en las sensaciones que me producía el roce de sus labios, de sus dedos. Quedaba tan lejos ya la última vez que me había sentido tan a gusto con una mujer, que casi no la recordaba. O no quería recordarla, lo cual, a decir verdad, me costaba bien poco.
De mi pecho, sus labios pasaron al cuello, mordiéndolo dulcemente. Buena chica, pensé con una sonrisa. De allí a mi boca, comenzando a acelerarse nuestra respiración, nuestros latidos, animados por nuestras lenguas, retorciéndose una contra la otra.
Parecíamos animales hambrientos, sedientos, desesperados, como si en nuestro interior hubiera un inmenso vacío que sólo pudiera ser llenado por el otro.
No debería haber permitido que me besara. Con sus besos podía llegar a mi alma, y eso era algo que no deseaba ocurriera. El roce de sus pechos al ponerse sobre mí, me apartó de tales pensamientos. Los acercó a mi boca, y ya no pude concentrarme en otra cosa que no fuera hacerla disfrutar.

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martes, 12 de octubre de 2010

Un giro inesperado: tropezar dos veces con la misma piedra




"Call Expect" por oO-Rein-Oo

(Viene de aquí)

Jueves 30 de septiembre

Aquella semana estaba siendo muy ajetreada. Con los 1.500 € que me había dado Jane, por fin había podido poner en marcha la novela. Nunca había ganado tanto dinero con tan poco esfuerzo, y eso me inquietaba, pues no sabía de qué manera me podía afectar. El dinero fácil siempre tenía algún pero. Por suerte no había vuelto a saber de ella, lo cual me había librado de agobiarme con perniciosas elucubraciones. Ahora me tenía que centrar en la novela, y nada más.
Lo que no sabía todavía, era qué historia iba a contar a mis padres cuando llegara la caja con los libros, pues ellos sabían tan bien como yo que carecía de dinero suficiente para permitirme su publicación en papel. Ese tipo de cosas me hacía sentir como si tuviera 10 años. Si no odiara tanto mentir… Con lo del mordisco en el cuello no había habido problema, una tirita y la excusa de que me había cortado afeitándome habían bastado para acabar con las preguntas. En cambio con los libros no sería tan fácil.
-¡El teléfono! -escuché a mi madre gritar desde la cocina, con el timbre del aparato sonando de fondo.
Sería una llamada para cambiar de compañía de internet, como siempre, me dije antes de coger el inalámbrico. Si estaba en lo cierto, iba a tardar cero coma en decirles que no me interesaba la oferta y colgar.
-¿Sí? -dije dirigiéndome a la persona al otro lado de la línea.
-¿Zarzal? -me contestó una voz de mujer que reconocí inmediatamente.
No podía ser, me dije, pensando en las mil y una complicaciones que me podía traer aquella llamada.
-Sí -contesté, camino de mi habitación.
-¿Molesto? -preguntó, supongo que al notar cierta incomodidad en mi voz.
-No, tranquila, sólo es que no esperaba que me llamaras -contesté tras cerrar la puerta.
Calló unos segundos, como si no estuviera segura de lo que estaba haciendo.
-Quizá haya sido un error por mi parte -dijo finalmente, volviendo a callar.
Vaya, pensé, la típica conversación de teléfono en la que dicen más los silencios que las palabras. Hacía siglos que no tenía una. Tampoco las echaba de menos.
-Dime -la invité a continuar, presintiendo que iba a colgar.
-¿Te importaría que nos volviésemos a ver? -preguntó casi con vergüenza, o eso intuí en su voz- Pagándote, por supuesto -se apresuró a añadir.
¡Qué locura! Aquello no tenía sentido; por lo menos mi cabeza no lo encontraba. Y la primera vez lo había hecho por necesidad, pero ahora… Bueno, ahora seguía estando en paro, y no era seguro que la novela fuera a funcionar, con lo que me vendría bien tener algún dinero para ir tirando hasta que encontrase trabajo; sobre todo si pensaba irme a buscarlo a Granada.
-No sé si es buena idea -le contesté de todas formas.
-Será la última vez. Y te pagaré bien: 3.000 € por pasar el fin de semana conmigo -dijo mostrándose esta vez decidida, como si temiera mi negativa.
-Pfffff -resoplé pasándome una mano por la cabeza, como si frotándola cual lámpara mágica fuera a salir de ella una solución al dilema que se me presentaba. Por increíble que parezca, ahora tenía la impresión de que era yo el que se aprovechaba de la necesidad de ella-. ¿Este fin de semana? -Mi pregunta equivalía a decir que sí, comprendí algo sorprendido.
-Entonces, ¿aceptas? -entendió ella también.
-¿Y tu marido?, ¿no sospechará de que pases dos días fuera?
Increíble la frialdad con la que se lo pregunté, yo que me había prometido no entrometerme en la relación de pareja de nadie. Puto dinero, ¿cuántos principios iba a pisotear por su culpa?
-Va a estar fuera unos días, así que no te preocupes por él -me tranquilizó.
Antes de que cambiara de idea, cosa que cada vez tenía más claro que no iba a hacer, me dio la dirección del lugar donde nos veríamos la noche del día siguiente.
-Muy bien, Anto -me dije tras colgar-, ¡qué poco te ha costado decir que sí!
Cansado, me dejé caer sobre la cama, pensando que mientras se tratase sólo de dinero y placer, no habría problema.
-Aunque dicen que no hay que mezclar los negocios con el placer -me recordé.

Esa noche me costó coger el sueño, dándole vueltas una y otra vez a lo ocurrido en nuestra primera cita. Me había sentido más a gusto con ella de lo que hubiera querido admitir, lo cual me preocupaba, y no poco, pues conocía perfectamente las consecuencias que se podían derivar de ello. Llevaba demasiado tiempo solo, sin una mujer a mi lado, y eso era un punto en mi contra. Aquello me podía salir muy caro, si dejaba que mis sentimientos interfirieran. Casi deseé que fuera fea y estúpida, una arpía ricachona de esas que te miraban por encima del hombro como si estuvieras allí simple y exclusivamente para servirle. Pero no lo era. Bella e interesante, parecía albergar algún tipo de misterio en su interior. Y a mí los misterios me encantaban, sobre todo cuando tenían cuerpo de mujer. Otro punto en mi contra.
Recordé sus lágrimas, y el deseo de hacerla sentir bien que me había invadido. Ya había querido ser el salvavidas de una mujer en otra ocasión, siendo yo finalmente el que se había ahogado. No podía volver a cometer el mismo error. Otro punto más, quizá el más importante. No, no podía dejarme llevar por ningún tipo de sentimiento, y más teniendo en cuenta que la cita del fin de semana podía no ser la última; al menos esa era la sensación que tenía, por mucho que Jane hubiera dicho que lo sería.
Me dormí con una sonrisa en los labios, recordando la imagen del Birkin, en su vuelo camino de las profundidades marinas.

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viernes, 8 de octubre de 2010

Un giro inesperado: abres los ojos, y el mundo es azul

  



(Viene de aquí)

Sus palabras me devuelven a la realidad. ¿Cómo es posible que me haya dejado llevar tan fácilmente?, me pregunto, molesto conmigo mismo. Hace tiempo que no tengo contacto físico con una mujer, pero… ¿es eso excusa suficiente? ¿Estoy allí porque me hace falta el dinero para publicar la novela, o porque necesito de algo que me haga sentir vivo? La lluvia contra los cristales y el techo me llama con su tamborilear, como diciéndome que tiene la respuesta a mis preguntas. Muchas veces la ha tenido; aunque no siempre la correcta.
-¿Vienes? -la escucho decir desde atrás. Ha pasado entre los asientos, y ni siquiera me he dado cuenta. Mi mente vuelve a estar muy lejos de allí. Mi cuerpo no puede hacer lo mismo. Necesito salir fuera, respirar aire fresco. Me quito la camiseta y la dejo sobre el salpicadero. Abro la puerta del coche y…
-¿Qué haces? -pregunta extrañada. Yo también me lo pregunto. No dejo de hacerlo.
Salgo del coche y la lluvia me recibe, fría, vivificante, despertando mis sentidos del estado de embriaguez en que se han visto inmersos hace un momento.
El centro de la tormenta está cada vez más cerca de nosotros. Los rayos cosen las nubes con sus zigzags imposibles. Los relámpagos iluminan como flashes el paisaje que me rodea, proporcionándome vivas instantáneas de él. Tras unos segundos, el trueno restalla, haciendo vibrar mi cuerpo, animando a mi corazón a latir más rápido. Estamos en un lugar apartado de cualquier cosa que recuerde al hombre. Bajo mis pies, una mullida alfombra de hierba. El coche se encuentra a unos metros del filo de un acantilado, una caída vertical de decenas de metros hasta el mar a sus pies. La luz de los relámpagos se refleja sobre la superficie revuelta del mar embravecido. Las olas se convierten en blanca espuma al romper contra la pared de roca del acantilado. La lluvia no amortigua el fragor de tan violento  choque. El espectáculo es sobrecogedor. Sí, la presencia del hombre carece de sentido allí.
Cierro los ojos, con los brazos en cruz y el rostro hacia el cielo. La lluvia me golpea dulcemente, resbalando sobre mi piel, acumulándose en mis palmas hasta desbordarse, refrescando mi boca abierta... Me hace sentir tan libre, tan lleno de vida, que me lanzaría de cabeza a ese mar, clavándome en él como una flecha. Lo haría, ahora mismo, sin dudar, sólo por el placer de sentir mi cuerpo luchar por sobrevivir. Sus brazos lo evitan, rodeando mi torso. Casi me había olvidado de ella, de todo. Se pega a mi espalda, y noto la calidez de su piel desnuda, sus pechos comprimiéndose contra mí, buscando mi calor. Besa mi espalda, quemándome con sus labios.
-Estás loca -le digo, dejando caer los brazos.
-Estoy viva -me contesta, acariciando mi piel.
Una mano llega al borde del pantalón, y se introduce por dentro de él, sin darme tiempo a decirle que pare. Quizá tampoco quiero que lo haga. Al notar sus dedos en mi entrepierna, mi abdomen se contrae, formando un xilofón de músculo en el que su otra mano se distrae, tocando una melodía de notas mudas.
-Vas a pillar un buen resfriado -le digo, sacando su mano de la zona de peligro.
Me giro para mirarla a los ojos y decirle que entre en el coche, y me encuentro con su cuerpo desnudo, completamente desnudo. El relampagueo de los rayos me lo muestra brevemente, dotándolo de una belleza irreal, cubierto cada milímetro de su superficie por la lluvia, realzando, como un barniz, sus formas. Su pelo mojado se pega a su rostro como raíces de hiedra, oscuros e intrincados trazos de tinta.
-Estás loca -vuelvo a decirle, riñéndole con la mirada.
-¿Y tú? -sonríe desafiante.
¿Yo? ¿Acaso no está claro?
Sin apenas darme cuenta, desabrocha mi pantalón. El tejido se ha pegado de tal forma a mi piel, que me cuesta deshacerme de él.
Ya en igualdad de condiciones, nos precipitamos al interior del coche, ahora a oscuras, donde la temperatura es mucho más agradable, abandonando mi ropa sobre la hierba. Tumbada de espaldas sobre los asientos traseros, caigo sobre ella, resbalando sobre su piel mojada.
Un coche nunca ha sido un buen lugar donde hacerlo, pienso, pero al menos aquél es amplio, permitiendo cierto grado de comodidad. Un pensamiento ineludible. Es raro no tenerlo, estando en una situación así.
-Vamos a estropear la piel de los asientos -le digo, cerrando la puerta para que no se cuele la lluvia.
-No importa, es el coche de mi marido -me contesta atrayéndome hacia ella.
-¿Te da igual que se entere de esto? -le suelto una de mis inoportunas preguntas.
-Sí -dice tirándome con ambas manos del pelo, llevándome hasta sus pechos.
Cálidos y mullidos, me aprieta contra ellos casi con desesperación, mientras roza su pubis contra mi pierna. Es difícil saber dónde acaba la humedad de la lluvia que cubre su vello, y empieza la propia. Se conduce como si sintiese un gran vacío, y necesitase llenarlo cuanto antes. El latido de su corazón llega a mis labios como una fuerte vibración, confirmándomelo.
Seco la piel de su pecho con mis besos, y continuo camino hasta su cuello, tan tenso como el resto de su cuerpo. Su espalda se arquea apenas siente la caricia de mi lengua sobre él, los pequeños mordiscos que le siguen, y que provocan que me rodee fuertemente con sus piernas, como si quisiese fundir su cuerpo con el mío. Me alegro al no sentir en la boca el sabor amargo del perfume, sólo el de su piel.
Cuando nuestras bocas se encuentran, su respiración se acelera, ardiendo sobre mi mejilla. Lengua contra lengua, cuerpo contra cuerpo, finalmente las piezas del rompecabezas encajan y somos sólo uno.
El sudor no tarda en sustituir a la lluvia sobre nuestra piel. La temperatura sube hasta que los cristales se empañan, velando la luz de los relámpagos. Mi boca, hace unos minutos llena por la lluvia, ahora apaga la sed en su cuerpo, tembloroso bajo mis labios. La yema de mis manos la exploran con la más antigua de las curiosidades, recreándose en cada detalle, memorizándolo por costumbre más que por necesidad, pues aquello terminará apenas nuestros cuerpos se desborden. Donde no hay sentimientos, el recuerdo sobra. Aquello no es más que una simple transacción, dinero por placer, algo en lo que el orgullo se mantiene al margen para no molestar.
Jadeante, acelera el ritmo de sus movimientos, y sé que está a punto de llegar al clímax. No voy a decir que yo no esté disfrutando, pero lo cierto es que me cuesta concentrarme en la resbaladiza humedad de su cuerpo. Ni siquiera el olor a sexo que inunda el coche me ayuda. Los fogonazos de la tormenta sobre nosotros me muestran su mirada, fija en mis ojos, atravesándome. Parece buscar algo en mi rostro. Cuando lo encuentra, me atrae hacia sus labios. Besa mi cuello, provocando que se me erice la piel, desliza su lengua por ella, como escribiendo sobre mí, quizá un nombre, y… me muerde. No es un simple mordisco buscando mi placer, lo hace con fuerza, aferrándose a mi espalda, clavando sus uñas en ella. Puedo sentir perfectamente cómo sus colmillos llegan a romper la piel sobre el músculo, tenso por el dolor.  Mi boca se abre en un grito que no llega a quebrar el silencio que nos envuelve. Con él nuestros cuerpos explotan de placer, tensionándose como si los recorriera una corriente eléctrica. Por un instante, creo que mi columna se va a romper en dos, incapaz de soportarlo. Afloja la presión de sus dientes sobre mi cuello, y me aparta un poco, buscando mi mirada. Un rayo ilumina la escena el tiempo suficiente para mostrarme su sonrisa satisfecha. Me coge del pelo y aprieta mis labios contra los suyos, buscando mi lengua. Nuestros sexos aún palpitan. En su boca encuentro el sabor de mi sangre, metálico, ligeramente dulce. Ha sido salvaje, pienso, con el corazón amenazando todavía con salírseme del pecho. Un escalofrío recorre su cuerpo. Acaricio su rostro, y... encuentro lágrimas.
-¿Estás bien? -le pregunto.
-Gracias -se limita a decir, besándome dulcemente en los labios. No insisto.
Recuperados del esfuerzo, nos tumbamos uno al lado del otro, ella pegada a mi espalda.  Tras besarme en la nuca, hunde su nariz en ella y me rodea con un brazo, acariciándome el pecho con la punta de los dedos. Fuera la tormenta sigue, acunándonos. No tardo en quedarme dormido, increíblemente libre de preocupaciones.

La luz del sol me despierta. Una sonrisa se dibuja en mi cara. Hace siglos que no duermo tan bien, pienso, mirando a mi alrededor. Mi vista se detiene sobre el llamativo color del Birkin, contrastando vivamente con el blanco de los asientos. Su dueña sigue pegada a mí. Con cada tenue respiración suya, la suave piel de su cuerpo roza la mía. Echo una mano hacia atrás y acaricio su nalga. Su cuerpo tiembla, y su mano se aprieta contra mi pecho. Me doy la vuelta, aparto un mechón de pelo de su cara, y la miro a los ojos, todavía soñolientos. Está preciosa, aun despeinada.
-Buenos días -le digo.
No la voy a besar, da igual que nuestros cuerpos desnudos estén pegados el uno al otro. Ahora estaría fuera de lugar, y sería contraproducente. No, no la voy a besar.
Ella me mira, acaricia mi cuello herido, y sonríe.
-Me dejé llevar -dice a modo de disculpa.
-Tendré que cobrarte un extra -bromeo-. El trato no incluía probar la mercancía hasta ese extremo.
Mis palabras la hacen reír, y sus pechos se agitan pegados a mí como si tuvieran vida propia. Su risa es la de una niña. Acerca sus labios a los míos y me besa. Mi naturaleza no tarda en reaccionar, así que me separo de ella antes de que la cosa pase a mayores. Consciente de mi temor, me sonríe pícara.
-¿Ahora te doy miedo? -me dice.
-Mucho -río.
¡Qué peligro tienen las mujeres!, pienso, pasando a los asientos delanteros para coger mi camiseta. Cuando me vuelvo la veo mirándose en un pequeño espejo que ha sacado de su bolso. A pesar de estar despeinada y sin maquillar, sonríe, como si lo que le muestra el reflejo le gustase. Sus ojos brillan llenos de vida, recogiendo en su interior la luz del sol.
-¿De verdad cuesta tanto un bolso de esos? -pregunto señalando el Birkin con un movimiento de cabeza.
-Me lo regaló mi marido, así que no sabría decirte -contesta como si no le importara demasiado el tema.
-He leído que hay lista de espera para conseguir uno, y que no se lo venden a cualquiera.
-Eso dicen mis amigas -sonríe-. Más de una lo mira con envidia. Como si ese maldito bolso fuera a hacerte feliz. ¡Tontas!
Su respuesta me descoloca un poco. Se me hace difícil distinguir si es prepotencia, o humildad, lo que hay en sus palabras.
-Tu marido debe quererte mucho cuando se gasta el dineral que vale -sigo indagando, movido por el interés de conocerla mejor.
-¡¿Quererme?! -exclama con gesto irónico- Mira, acabas de darme una idea -añade con mirada decidida, comenzando a vaciar el bolso.
-¿Qué buscas? -pregunto intrigado.
-Algo que no voy a encontrar aquí dentro -contesta mirándome a los ojos.
Vaciado de todo su contenido, abre la puerta del coche y sale de él. La imagen es increíble: una preciosa mujer, desnuda por completo, llevando en la mano un llamativo bolso de color fucsia, y caminando despreocupadamente sobre la verde hierba, con el azul del mar y el cielo de fondo. Salgo del coche y me acerco a ella, que se ha agachado a coger algo del suelo.
-¿Qué vas a hacer? -le pregunto al ver que está llenando el bolso con piedras.
-Ahora lo verás -contesta, acabándolo de llenar.
Me hago una idea, pero…  Cogiendo las asas con ambas manos, se acerca a un metro del filo del acantilado. Pues sí, parece que va a hacer lo que pienso. Me mira con una sonrisa de niña mala, hecha el bolso hacia atrás para coger impulso, y lo lanza al mar. Lo sigo con la vista, viéndolo caer como a cámara lenta, casi dejando una estela fucsia tras de sí. El momento del impacto contra la superficie serena del mar es de una belleza surrealista, mágica. Apenas tarda unos segundos en desaparecer, tragado por el azul. Nos miramos, y en nuestra cara aflora una sonrisa de complicidad.
-Todavía no sé cómo te llamas -le digo.
-Puedes llamarme Jane.
Como la actriz y cantante que da nombre al bolso.
-Muy graciosa.
-¿Y tú?
-Puedes llamarme Zarzal -Yo no voy a ser menos, claro.
-Me gusta.
Nos apartamos del acantilado y nos sentamos sobre el morro del Mercedes, dejando que el sol nos acaricie con sus cálidos rayos.
-¿Por qué lo has hecho? -no puedo evitar preguntarle.
-Estoy cansada de los regalos de mi marido -contesta con la mirada fija en el horizonte, donde se unen  cielo y mar-. Los utiliza para intentar compensarme por sus continuos desprecios. Se piensa que cuanto más caros, mayor va a ser el perdón que va a obtener. Como si fuera una arpía más de la alta sociedad. ¡Qué poco me conoce! -ríe sin alegría.
-¿Por eso has hecho esto, pasar la noche conmigo?
-Esto lo he hecho por mí, no por él, que te quede claro -dice con tono serio, mirándome a los ojos-. Además, está en uno de sus habituales viajes de negocios, así que no se enterará.
Seria, está incluso más bella. Inevitablemente, mis ojos recorren su cuerpo una vez más, provocando su risa al darse cuenta.
-Deja de mirarme así, o conseguirás que me ruborice, y soy demasiado mayor para eso -dice empujándome cariñosamente.
-¿Tú crees? -sonrío.
Mi respuesta parece halagarla, a juzgar por su mirada y la sonrisa que se dibuja en sus labios.
-Hora de volver a la realidad -dice, yendo a buscar su ropa.
Sí, pienso, observando mis tejanos, hechos un bulto sobre la hierba. Espero que mi madre no me vea cuando llegue a casa; por lo menos no hasta que me cambie de ropa, porque dudo que se trague que me he caído dentro de una fuente.

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domingo, 3 de octubre de 2010

Un giro inesperado: cierras los ojos, y al abrirlos te rodea la nada





(Viene de aquí)

Noche del sábado 25 de septiembre

Hoy ha sido un día muy raro. Lo peor es que no ha acabado todavía. Me encuentro cansado. Llevo unos días que apenas duermo. Ahora ya no es la novela lo que me quita el sueño. Ojalá esto acabe pronto, y no tenga que arrepentirme el resto de mi vida.
-¿Dónde vas? ¿Es que no cenas en casa? -me pregunta mi madre apenas abro la puerta de la calle.
-Voy a cenar en casa de unos amigos -miento. La típica y socorrida excusa usada una y mil veces.
-Ten cuidado.
No se queda tranquila si no me lo dice. Lo de “No vuelvas tarde” se ha perdido con el tiempo.
En la calle, a pesar de que el cielo amenaza tormenta, la gente camina despreocupada, charlando animadamente, dirigiéndose a la feria o a algún concierto. Son las fiestas del Prat, casi siempre regadas por la lluvia debido a la fecha en que se celebran.
Faltan pocos minutos para las diez, la hora de mi cita con la manoseadora, así que acelero el paso para no llegar tarde. He quedado con ella en una zona suficientemente alejada de mi casa como para no encontrarme con algún conocido. Hubiera preferido que fuera en Barcelona, pero se ha empeñado en venir a buscarme. No he notado ninguna ilusión en su voz, como si de repente fuera ella la que hace esto contra su voluntad. De verdad que no lo entiendo.
Llevo puestos unos tejanos gastados, una camiseta vieja del álbum “Nevermind” de Nirvana, y calzado deportivo, por si la cosa se pone fea y hay que salir por piernas. No es que vaya con miedo, pero tampoco sé qué me voy a encontrar. Ha habido un momento en que he pensado en ponerme mis mejores galas, para no desentonar demasiado con ella, pero finalmente me he dicho que para qué. No es el envoltorio lo que le interesa ¿verdad?, así que, qué importa lo que lleve puesto.
Sentado en un banco, observo mi camiseta, mientras espero ver aparecer un Mercedes de gama alta. En ella se ve a un bebé bajo el agua, avanzando hacia un billete enganchado en un anzuelo. Al igual que a él, a mí también me han lanzado un cebo, en mi caso en forma de nota ofreciéndome dinero. He picado tan fácilmente... Me siento como el bebé, desnudo e indefenso.
Pasan los minutos y no aparece, quizá no encuentra el lugar; o ha cambiado de idea. Como tarde un poco más, seré yo el que lo haga. Segundos después un inmenso Mercedes negro de cristales tintados se detiene frente al banco, encendiéndose sus luces de emergencia. Es ella. Hago gesto de levantarme, pero el cuerpo me traiciona. ¿Soy yo el que le dice que se quede donde está? Una de las ventanillas comienza a bajar con un sonido eléctrico, y la veo. Me hace gestos con la mano de que entre en el coche. Demasiado tarde para cambiar de idea. Me levanto con un desagradable hormigueo en las piernas y entro en el coche.
-Hola -me saluda con una sonrisa algo nerviosa.
-Hola -contesto notándome la lengua de trapo.
-Perdona por hacerte esperar, el navegador se ha empeñado en que me perdiera -sonríe, mirándome con sus ojos de bello color almendrado. Al hacerlo se le marcan algunas arrugas de expresión, dotándola de un extraño atractivo. Apenas lleva maquillaje. Sí, debe estar por encima de los cincuenta, pero se conserva más que bien.
-Habrá sido por las obras -digo, dándole un disimulado vistazo apenas nos ponemos en marcha.
Lleva puesta una camisa blanca, bastante ajustada, y una falda lápiz negra que se pega a sus muslos como una segunda piel. Tiene unas bonitas piernas. Se nota que se cuida. Los dos últimos botones sin abotonar de su camisa, me han permitido ver la carnosidad de sus generosos pechos. Ello debería hacerme pensar en que voy a pasar un buen rato, pero en este momento se me pasa de todo por la cabeza menos sexo.
En los siguientes minutos abro un par de veces la boca para iniciar una conversación, para romper ese hielo que amenaza con congelarme hasta el corazón. No digo nada, como si fuera un pez fuera del agua. Mi cerebro se queda en blanco.
Ella está concentrada en conducir. No parece tener ningún interés en hablar conmigo. Por un lado deseaba que fuera así, que hubiera cuantas menos cosas que recordar mejor, pero ya no estoy seguro. Empiezo a sentirme como un trozo de carne. Quizá aún esté a tiempo de dar marcha atrás. Comienza a llover. Gruesas gotas de lluvia golpean contra el parabrisas, como si quisieran detener el avance del coche con su fuerza, para evitar que cometa un error. Se activan los limpiaparabrisas, y ellos también parecen darme a entender que me estoy equivocando: “vete… huye… vete… huye…”, parecen decirme. Siento como si me faltara el aire. Quizá sea por el olor a nuevo del interior del coche, de su tapicería de piel, de la moqueta… Me marea. El color blanco de los asientos me hace sentir como una mancha. Estoy fuera de lugar en aquel coche lleno de lujos, junto a aquella mujer, de la que ni siquiera conozco el nombre. Tengo que cerrar los ojos para intentar aislarme de esos pensamientos, para poder concentrarme en el sonido de la lluvia golpeando el coche, para relajarme. Su aislamiento acústico es tan bueno, que tengo que hacer un gran esfuerzo para conseguir que llene mis oídos y me libre de este silencio de palabras.
-¿Te encuentras bien? -me pregunta. En su voz noto preocupación. Quizá no sea un simple trozo de carne para ella, pienso.
-Sí. No he descansado bien esta última noche, y tengo un poco cansada la vista, nada más -miento; aunque no del todo, porque los ojos llevan un rato molestándome por la falta de sueño.
-Vale.
Los vuelvo a cerrar, y el silencio se adueña de nuevo del interior del coche.

-Hemos llegado -escucho a alguien decir.
Abro los ojos, y contemplo extrañado el salpicadero del coche, tan lleno de lucecitas que parece que estoy en la cabina de un avión. Me he quedado dormido. Menuda imagen debo haber dado.
Miro a mi alrededor, esperando encontrar la entrada de un hotel, una mansión, o algo por el estilo, pero no alcanzo a distinguir nada. Al frente, nada, sólo la lluvia golpeando el parabrisas. Fuera todo es oscuridad. Estamos en un lugar desierto. A lo lejos resplandece un rayo entre las nubes.
-He pensado que éste sería un buen lugar. Aquí nadie nos molestará -dice, encendiendo la luz interior.
Yo todavía sigo un poco perdido, preguntándome a dónde me ha llevado, cuánto tiempo he estado… Mis pensamientos se detienen al notar su mano sobre la mía, cálida y suave. Mi respiración también se detiene, puede que hasta mi corazón. La coge y la pone sobre su falda. Bajo su tejido, noto la firmeza de su muslo. Vuelvo a respirar, notando cómo se desbocan los latidos de mi pecho. Ni en mi primera vez me sentí tan nervioso. En aquel momento incluso tenía una idea de lo que debía hacer, de cómo actuar, pero ahora… es como si de repente mi experiencia con el sexo femenino no me sirviera de nada, o me traicionara. No me atrevo ni a mirarla, y sé que está esperando que lo haga, que su mirada está fija en mí. Me concentro en la lluvia deslizándose sobre el cristal, sin limpiaparabrisas que la moleste.
Viendo que mi mano ha quedado como muerta sobre su muslo, la aprieta contra él, deslizándola pierna abajo, hasta el límite del tejido, donde empieza su piel. Mi cerebro me dice que haga algo, que rompa el bloqueo que me impide responderle; pero no puedo, aquello es demasiado frío para mí. Ella tiene paciencia, hay comprensión, ternura en la manera con que guía mi mano. Aprieta la punta de mis dedos contra el filo de la falda, y tira de ella hacia atrás descubriendo la piel morena de su muslo. No lleva medias. Noto cómo se levanta un poco en el asiento para hacerlo más fácil. Cuando sus muslos quedan al descubierto, lleva mi mano sobre su suave superficie hasta la rodilla. Trago saliva al sentir su calidez. De vuelta, toma el camino interior del muslo. A medida que sube, la temperatura de su piel aumenta. Cuando mis dedos rozan su ropa interior, un temblor la recorre. Los aprieta contra ella, primero con delicadeza, después con insistencia. Mi respiración se acelera, imaginando lo que podría ver por mí mismo, pero no me atrevo. Es una locura. No debí llamarla. Ella gime. A ese primer gemido no le sigue otro, sí un escalofrío, que no tardo en comprender que no tiene nada que ver con el placer. Se agita en su asiento, y rompe a llorar, sorprendiéndome con su llanto. Mi mano queda abandonada en su entrepierna. Por fin reacciono y la miro. Se agita desconsolada, los brazos apoyados en el volante, su cabeza sobre ellos. Un par de lágrimas caen sobre sus muslos. Odio ver llorar a una mujer, sobre todo si es por mi culpa.
-Soy un estúpido -le digo, acariciando su espalda, tratando de calmarla-. Creía que podría hacerlo, pero me es imposible.
Mis palabras no parecen consolarla. No sé por qué, comienzo a acariciar su pelo, suelto, cayéndole hasta poco más allá de los hombros. Castaño y ondulado, mis dedos se deslizan entre él como si fuera de seda. Sin querer, rozo su nuca, provocando que un escalofrío recorra su espalda. Se echa hacia atrás, y suspira profundamente, con su rostro surcado por las lágrimas. Pasa sus dedos sobre ellas y las seca tan bien como puede, secándolos después sobre la piel de sus muslos. No puedo evitar que mis ojos sigan sus manos  y se detengan sobre el blanco de su ropa interior. Aparto la mirada rápidamente, notando que algo se revoluciona en mi interior.
-No eres el culpable de mis lágrimas -me dice, mirándome con ojos enrojecidos-. Siento haberte hecho pasar un mal rato. Para mí tampoco ha sido fácil. Es la primera vez que hago algo así. Ni siquiera sé cómo me atreví a dejarte aquella nota. Es vergonzoso.
Vaya, eso sí que no me lo esperaba. Tampoco acierto a comprenderlo.
-¿Y por qué yo? -pregunto casi con la inocencia de un niño.
-Te cruzaste en mi camino -sonríe, a punto de echarse a reír, o de volver a llorar. Quizá ambas cosas.
-No entiendo.
-Aquel día acababa de visitar a una vieja amiga. Al volver a mi coche me crucé contigo, y te seguí hasta aquella frutería. Me gustó tu mirada. Vi algo en ella que me recordó otros tiempos, a otra persona. Al tenerte cerca me sentí impulsada a dejarte una nota. Te juro que después me arrepentí, y recé para que no me llamaras.
-Podías haberme dicho que había sido una equivocación, cualquier cosa.
-No pude.
Intento encontrar algún sentido a su explicación, pero…
-¿Estás casada? -me limito a preguntar.
-Sí -contesta, y su mirada se ensombrece.
-¿No os va bien?
-No me apetece hablar de ello -me contesta con gesto serio, colocándose bien la falda.
Yo y mis preguntas. Más de una mujer me ha mandado a tomar por culo por culpa de ellas. Si es que estoy más guapo callado.
-Perdona, no era mi intención molestarte.
-Lo sé -me dice con una sonrisa, formándose unas pequeñas arrugas en cada extremo de ella al no poder contenerla.
Es ciertamente bella, pienso. Como si se tratase de un acto reflejo, alargo mi mano izquierda hacia su rostro, y acaricio su mejilla, su cuello. Ella me mira como si volviera a reconocer a esa persona a la que le había recordado. Sus ojos no tardan en cerrarse por el tacto de mis dedos sobre su piel. Es extraño, de repente me siento tan a gusto con ella. Mi pulgar acaricia la superficie de sus labios, provocando que su cuerpo se tensione. Su boca se entreabre, y su lengua roza mi dedo con su humedad. Noto como mi cuerpo se deja llevar, y sé que la naturaleza ha cogido el control de los hilos, que ahora sólo soy una marioneta en sus manos. Poco a poco, la acerco a mí. Nuestros labios están a punto de tocarse cuando…
-Vamos a la parte de atrás -me dice.

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