lunes, 19 de diciembre de 2011

Susurros en la niebla



"Radiografía de otoño" Anto © 2005


Trae el viento sedosas sábanas,
Agitadas por invisibles manos
Sobre vastas arboledas,
De troncos retorcidos y hojas secas.
Etéreo tejido de gélidos hilos,
Humedad que a la agrietada piel se pega,
Provocando nocturno desvelo,
El crujido de ramas inquietas,
Trémulos latidos en corazones de madera,
Que al abrigo de la niebla se despiertan.

Los gigantes anclados al suelo alzan su voz,
En una triste canción que al hombre espanta.
Antiguos y sabios consejos encierra,
Para los que nuestra alma está yerma.
Creamos nuestra propia lengua y olvidamos,
Aprendimos a hablar y nos quedamos sordos.
Perdida la libertad a cambio de metal y piedra,
Cárceles en las que jamás crecerá nada,
Monumentos al ego, de artificiales almas,
Me, mí, conmigo, la sombra soberana.




martes, 22 de noviembre de 2011

Vida incógnita: 1. X



''Drawing Restraint II'' by Agnes Cecile


No conocido. Cantidad desconocida que es preciso determinar en una ecuación (¿La vida?) o en un problema (¿Yo?) para resolverlos. Causa o razón oculta de algo. Exacto, piensa, dejando el diccionario sobre la mesa de la cocina. Incógnita es la palabra, y no trae una respuesta, sólo acrecienta la certeza de lo que siempre ha sido su vida, una miserable X que ni el más espléndido día de sol logra despejar. Pensamientos desacertados, sembrados en las noches de pesadilla. Cada día recoge mejor cosecha. La mierda siempre será el mejor abono, y su cerebro la produce por toneladas, de la mejor calidad. Se estremece. Vivir solo tiene el poder de congelar el mercurio. Su cuerpo no alimenta grados, los devora. Riega su lengua con el amargo café del desayuno, una fugaz cascada en la garganta, efímero calor que engañará durante unos minutos el frío que siente en los huesos. Los labios se despegan de la taza con una huella de saliva, y una negruzca gota cae desde el filo manchando la blancura de la cerámica. La oscuridad debe ser contenida por la luz, jamás al revés, anota en su memoria. El vacío acaba en la impoluta camisa. Más mierda. La pequeña lágrima de café muere al contacto con su piel. Él la siente arder apenas un segundo. Su recuerdo quemara el resto del día, hasta ser cauterizado por el sueño. Arrastra la silla hacia atrás y se levanta. Termina el café de un trago, sin dar tiempo a las papilas de su lengua a saborearlo. Una nueva gota cae víctima de la precipitación y la desidia de sus actos, estallando contra el mar de letras del diccionario abierto. Una palabra es tachada. ¿Una señal? Incoercible, lee bajo la mancha. Una sonrisa aflora a sus agrietados labios, ensanchándose hasta quedar a la vista su brillante pulpa. Tres segundos, récord de la semana. Los recorre con la lengua, degustando el dulce metal. Mira el fondo de la taza antes de dejarla en el fregadero: no hay posos que leer. Tampoco sabría hacerlo, pero sería algo a lo que aferrarse.
En su habitación huele a soledad más que en ninguna otra estancia del piso. Hay noches en que se le hace tan insoportable que duerme en el sofá. El engaño quedó atrás hace mucho tiempo, ahora se limita a esquivar la verdad. Siempre que puede. Acude a su cabeza aquella tan fría en que le pudo tanto el miedo a enfrentarla, que no fue capaz de ir a por una manta para taparse. Acabó cubriéndose con hojas de periódico, como un sin hogar, en su propia casa. De risa. Odia recordar aquello que le gustaría olvidar.
Se quita la camisa y la tira sobre la cama, levantándose el polvo acumulado sobre el edredón. Los rayos de sol que entran por las rendijas de la persiana fusilan la irreal nube. Sus partículas centellean en una bella imagen a la que son atados sus ojos. Absorto, intenta tocarlas, en una caricia que no encuentra respuesta. Los brillos parecen huir de él. Polvo, la materia de que está hecha la soledad; también el olvido. Puede notar cómo penetra por su nariz sirviéndose de su respiración, cómo se pega a su torso desnudo. Le falta el aire, su corazón se acelera pidiendo ayuda. Enciende la luz, y el polvo se hace invisible. Abre el armario y coge una camisa, perfectamente planchada, saliendo de la habitación con prisas, sin mirar atrás. Se la pone camino del cuarto de baño. No se mira en el espejo; todavía debe quedar rastro de la soledad en sus ojos. Es insoportable, una verdad que no siempre puede esquivar. El reloj marca la hora de salir al patio de la cárcel. Coge la americana, y abre la puerta de la calle. X mira al espejo del recibidor y se sonríe. Adiós soledad. Por unas horas.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Orgullo de campeón





Junio de 1970. El repetitivo pitido marcó el final de la conversación telefónica. Con el rostro contraído por la impotencia, Clark Jones colgó el auricular, furioso, quebrándolo por la mitad. Unos segundos bastaron para que tomara la decisión más importante de su vida. Las llamadas que había recibido durante la semana no le dejaban otra salida: alguien le instaba a perder el combate contra Matt Grace, el aspirante a la corona de los pesos pesados. Clark era el campeón vigente, amo y señor de un título que había defendido durante cuatro años seguidos sin que nadie le inquietara lo más mínimo; pero aquellas llamadas lo habían cambiado todo, ya no dependía exclusivamente de él. Una voz desconocida le había pedido “amablemente” que se dejara noquear por Grace de una manera lo suficientemente creíble como para no levantar sospechas. Alguien se haría millonario con su derrota, y él dejaría de ser el campeón mundial. Era eso, o recibir un tiro en la cabeza, le había dejado claro su despreciable interlocutor para despejar cualquier duda sobre lo que sucedería si ganaba el combate o acudía a la policía. Cada vez que recordaba las palabras del chantajista sus puños se crispaban hasta volverse blancos. Hubiera dado todo su dinero por conocer la identidad de quien amenazaba con destrozar su vida para siempre o, sencillamente, quitársela. Derrota o muerte. Para él no había diferencia entre ambas, significaban lo mismo. Nunca había perdido una pelea, ni siquiera de niño, y no cabía en su cabeza que eso pudiera ocurrir un día: la palabra derrota no existía en su vocabulario.
Se levantó del sillón, y salió del recargado salón. Abrió la puerta que comunicaba el edificio principal con el garaje y entró, cerrando detrás de él. Delante suyo se encontraba el Corvette Stingray negro que había adquirido meses atrás. Se acercó al deportivo y acarició el afilado morro. De todas sus pertenencias era, sin lugar a dudas, la que más apreciaba. No había nada que le hiciera sentir tanta libertad como cuando lo conducía a más de doscientos kilómetros por hora. Levantó la vista del coche y dirigió una mirada a las puertas y ventanas del garaje para comprobar que estaban bien cerradas. Todo estaba correcto; tal como había pensado. Abrió la puerta del conductor y se acomodó en el interior del coche. De igual modo que los guantes de boxeo se ajustaban a sus manos como un molde, el asiento de piel se abrazó a su corpulento cuerpo, haciéndole sentir uno con el deportivo. Las llaves estaban puestas. Bajó las ventanillas, y se dispuso a poner el motor en marcha. Giró la llave e inmediatamente comenzó a escucharse un grave ronroneo. Pisó el acelerador y se convirtió en un amenazante rugido. Un escalofrío de placer recorrió su espalda a lo largo de la columna, en aquella especie de liturgia, en la que se adivinaba cierto tinte de carácter sexual, al tener bajo su pie el control de la férrea bestia, sometida a sus deseos. Siguió acelerando, disfrutando del poder y el nervio que transmitía el sonido del motor V8 de 430CV, que respiraba transmitiéndole su palpitar con una leve vibración a través del volante.
Pasados unos minutos, Clark notó que le abandonaban las fuerzas. Se sentía igual que el niño al que se lee un cuento para que se duerma, como si flotara camino de un sueño: el monóxido de carbono expulsado por los tubos de escape del automóvil había comenzado a hacer efecto sobre él. Por un momento tuvo el deseo de luchar, de evitar lo que ya casi era un hecho; pero no lo hizo, pues había tomado la decisión de que así fuera. Miró hacia el retrovisor interior, y se dirigió una última sonrisa, de burla. Segundos después quedaba inconsciente, sumido en un sueño del que no volvería a despertar.

Chevrolet Corvette Stingray, un clásico entre los muscle car americanos.


viernes, 4 de noviembre de 2011

Máster en Hipnosis




Mirad la imagen unos segundos, e ingresadme 1000€ en el nº de cuenta: 0010 5264789451685127


Con andar presuroso, Eleuterio Buendía abrió la puerta del banco y entró. Era casi la hora del cierre y apenas había clientes. Se situó detrás de la única persona que esperaba turno, y trató de serenar sus parlanchines nervios, que le enumeraban en una irritante cantinela cada una de las cosas que podían ir mal. Para contrarrestarlos se concentró en su plan, acariciando la Virgen de los Desamparados que guardaba en el bolsillo del pantalón. Todo va a salir bien, se decía, pasando una mano por su reluciente calva, como si temiera que sus pensamientos quedaran a la vista.
Acabaron de atender a la persona que le precedía, y avanzó con un par de zancadas hasta el mostrador, encontrándose con una bella cajera de cabellos rojo fuego, que le saludó con un inusual brillo en su mirada de vivos verdes.
-Buenas, ¿qué desea?
Eleuterio apoyó sus temblorosas manos sobre el mármol negro del mostrador, y se adelantó hasta quedar a unos treinta centímetros de la selva de sus ojos.
-Míreme con atención. Se siente muy cansada, le pesan… -pronunció con tono subyugante, mirándola fijamente con los ojos entrecerrados para concentrar todo su poder.
-Es viernes, normal que esté cansada -le contestó con una sonrisa agradecida por haber reparado en ello-. La mayoría se piensa que trabajar sentado es un chollo. Si supieran de mis dolores de espalda. Y ya no digamos el trasero, con lo precioso que lo tenía yo antes…
-Sí, sí, pero atiéndame -Y comenzó de nuevo con el ritual-. Se siente muy cansada, le pesan los párpados, los brazos, todo su cuerpo, las ganas de dormir son irresistibles -A lo que ella asentía, porque era tal como Eleuterio decía. ¡Qué hombre más comprensivo!, pensaba-. Cuando cuente tres, retirará un millón de euros de mi cuenta y me los entregará.
-Me temo que va a ser imposible, y menos a la cuenta de tres -le informó-: en este momento no contamos con esa cantidad en el banco. Tendríamos que llamar a la central para poder disponer de ella, como muy pronto mañana. Si me da su libreta y documento de identidad… -le pidió para llevar a cabo la operación.
Aquello suponía una traba para el metódico plan trazado por Eleuterio; pero no había pasado meses estudiando y practicando hipnosis, gastándose un dinero que no le sobraba en un Máster a distancia para dominarla, y echarse atrás a la primera de cambio. Demasiado le había costado conseguir aquel título, en el cual había depositado todas sus esperanzas de hacerse rico.
-Deme todo el dinero que hay en la caja -exigió ahora, intensificando el encantamiento de su voz y el poder de su mirada.
La mujer le observó atentamente,  con expresión pensativa.
-¿Está usted tratando de atracar el banco? -le preguntó tras unos segundos, casi segura de que no erraba.
La mandíbula de Eleuterio cayó víctima de la sorpresa. Unida a sus ojos entrecerrados, le daba una lastimosa apariencia de moribundo. ¿Cómo era posible que esa mujer no cayera bajo su hipnotizante influjo?
-Guapa -reaccionó-, ¿quiere hacer el favor de concentrarse en mis ojos? Colabore o me veré obligado a utilizar medios más persuasivos.
La pelirroja se quedó petrificada durante un instante, tras lo cual comenzó a resquebrajarse llevada por una súbita e imparable risa, atrayendo el interés de sus compañeros.
-Disculpe -dijo conteniéndose-, no recordaba que hoy es el día de los Santos Inocentes. ¡Pero qué broma más buena! -Y volvió a echarse a reír.
Eleuterio la contemplaba agitarse, reverberando sus palabras como un eco en su cerebro, cada una un golpe a su dignidad con la fuerza de un martillo pilón. Él, que había sido capaz de hipnotizar a su gato Misifú, haciéndole creer que era un perro, y que dijera miau ladrando. Por no hablar de su mayor logro, hacer que su odioso vecino de arriba se pusiera un tanga de leopardo de su mujer, tres tallas más pequeño, y se fuera a comprar a la plaza sin más vestimenta que esa.
-¡Qué broma ni que ocho cuartos! -estalló furioso- ¡Respete mi Máster en Hipnosis, porque se trata de algo muy serio!
-¿Hipnosis? Es usted increíble -Y rió con más ganas todavía.
Aquello era demasiado bochorno para Eleuterio, y no podía permitirlo ni un segundo más.
-¿No ha querido colaborar para que nadie saliera herido?, pues veamos si esto le hace tanta gracia -Y sacó la oxidada pistola de su abuelo, vestigio de una guerra que no había vivido, pero sí sufrido con las interminables peroratas a que le había sometido antes de regalársela.
Inmediatamente la mujer comenzó a gritar como una histérica.
-¡¡¡Está loco!!! -lo acusó llevándose las manos a la cabeza.
Que le faltaba un tornillo era lo peor que se le podía decir a Eleuterio, y reaccionó en consecuencia, disparando un par de tiros al techo a modo de aviso. Su intención incluía sólo uno, pero aquella antigualla tenía el gatillo un poco flojo. Una granizada de trozos de escayola cayó sobre su calva, ocultando su brillo, obligándole a encogerse en actitud protectora por si le caía algo más grande. No había acabado de disiparse la polvareda, cuando el interventor cayó sobre él, reduciéndole sin miramientos. La policía llegó minutos después. Con ello acababa la carrera como hipnotizador de Eleuterio, que se preguntaba una y otra vez qué había hecho mal, sin encontrar respuesta. De todas formas, él siguió intentando poner en práctica sus poderes: con los agentes del coche patrulla que le llevó a comisaría, con el juez que le condenó a diez años de cárcel, con el compañero de celda que quería darle…más amor del heterosexualmente aceptable… Jamás consiguió los resultados esperados, ni ningún otro.
Cada día de su larga condena se preguntó qué paso elemental había olvidado, y no conseguía recordar.
Pasados los diez años recuperó su ansiada libertad, y lo primero que hizo fue acudir a una óptica. Durante su periplo carcelario una de sus más preciadas pertenencias había sufrido varios percances, perdiendo el brillo original que un día lo caracterizara: su ojo de cristal. Fruto de la casualidad o no, él propició que obtuviera respuesta a la duda que le había robado tantas noches de sueño. Nada más entrar en la óptica se encontró con alguien conocido, protagonista también de sus desvelos: la cajera pelirroja. Ella también le vio, palideciendo como si le acabaran de extraer toda la sangre del cuerpo.  Su sorpresa y miedo fueron tan mayúsculos que sus ojos se abrieron como platos, hasta el punto de que uno de ellos se salió de su órbita, cayendo al suelo con un sonido seco. Rodó hasta los pies de Eleuterio, que lo recogió presa del desconcierto. Lo observó entre sus dedos, admirando el color de su iris, y se echó a reír a grandes carcajadas.
-¡Tuerta, tuve que ir a dar con una tuerta! ¡Y encima del mismo ojo! ¡Con razón!
Escuchando su risa de loco, la pelirroja no pudo aguantar más y se desmayó. Tanto el oftalmólogo como el cliente al que estaba atendiendo, observaban la escena alucinados, sin saber cómo reaccionar. Eleuterio ni se inmutó. Echó una bocanada de vaho al ojo, lo frotó contra su camisa para que quedase bien limpio y reluciente, y sustituyó su deslucido ojo con él. Parpadeó un par de veces para acomodarlo bien, y buscó un espejo donde mirarse.
-Siempre quise tener los ojos verdes -dijo con una sonrisa de satisfacción al ver su reflejo, tras lo cual se marchó tan campante.


jueves, 3 de noviembre de 2011

Futuro imperfecto del verbo ser




La pareja entró con pasos indecisos en el cubículo estándar nº 14, de dos por dos metros, y se sentó frente a su asesor, que les recibió con su perfecta sonrisa de dientes cerámicos. El aspecto del hombre era impecable, estudiado al milímetro. Camisa sin una arruga, elegante corbata, corte de pelo formal, reloj en hora, manos de cuidada manicura, reluciente anillo de casado… cada detalle invitaba a sentirse cómodo frente a él. La decoración también contribuía a ello. Sobre la mesa de material plástico imitando la madera se hallaba una foto en la que podía vérsele con su mujer e hijo en actitud amorosa, y tras él un gran cuadro de un prado convertido en alfombra de cientos de colores por la primavera, cuyo objetivo principal era provocar una sensación de paz en quien lo mirase; y todos lo hacían, no lo podían evitar.
-Señor Stevens -leyó en el terminal frente a él, actualizado automáticamente con los datos del hombre-, está aquí para cumplir con el trámite 211 -le dijo, y en ello no había rastro de incertidumbre por su parte-. Y señora Stevens -añadió al llegarle también los datos de ella.
-Sí -contestaron tras mirarse durante un segundo.
-¿Ambos? -Pareció extrañarse.
[Advertencia de reacción humana - Parámetro 26-C]
Esta vez asintieron con la cabeza, cogiéndose de la mano mientras ahogaban un suspiro.
-¿Están seguros?
[Reincidencia en parámetro 26-C]
-Señor Stevens, sólo usted se encuentra en situación de vencimiento.
-Queremos que el trámite sea aplicado a los dos -le informó la mujer-. Así lo hemos decidido.
-Tiene 41 años, todavía le restan cuatro para la fecha límite -comprobó en el terminal-. Veo que tienen hijos. Ellos se lo agradecerían.
[Violación de protocolo - Código 43/2] [Corrección fallida]
-Apoyan nuestra decisión. No insista, porque no pienso cambiar de parecer -se mostró firme, cogiendo con fuerza la mano de su marido. Él se mantenía en silencio, tenso.
El asesor la observó sin acabar de comprender por qué deseaba desperdiciar ese periodo de tiempo, durante el cual tendría la oportunidad de disfrutar de muchos buenos momentos junto a sus hijos. [Proceso cognitivo no autorizado - Evaluando…] ¿Acaso no tenía más motivos él, para desear su propia muerte? Resignado, miró los gruesos tornillos que anclaban al suelo la base metálica en que acababan sus piernas, y con ellas el resto de su cuerpo de androide, una maravilla tecnológica que le permitiría vivir cientos de años. ¿Cómo podría soportarlo? Su recién descubierta humanidad no se lo permitiría, al sentirse encerrada dentro de antinaturales circuitos, en chips que nada tenían que ver con la hermosa carne. [Reiteración de proceso no autorizado] Su vida sería artificial, como cada uno de los componentes que lo integraban. Y mientras llegaba su fin, tendría que ver cómo cientos de miles de personas eran obligadas a morir bajo una severa ley que trataba de controlar la insostenible superpoblación de la especie.
-Váyase de aquí y viva esos cuatro años, señora Stevens -le ordenó- ¡Váyase!
La pareja le miró asustada, sin poder creer lo que estaban escuchando.
[Error fatal en el sistema - Detectado código corrupto - Restaurando copia de seguridad… … … … 100% completado]
-Estimados señores Stevens, en unos segundos les acompañarán al lugar donde cumplirán con su obligación como ciudadanos de los EE.UU. Gracias por su colaboración.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

En la piel de un rico





Hace unos días viví unos espantosos momentos -y sus posteriores consecuencias- que me hicieron comprender que la vida de un rico no es tan placentera como pueda parecer a primera vista. ¡Qué fácil resulta juzgarles cuando no se está en su lugar! Nuestra ignorancia es tan inmensa, y nuestro juicio basado en ella tan descarnado, que tendría que caérsenos la cara de vergüenza. Como digo, tuve la desgracia de sufrir lo que para ellos no es cosa de un día, sino poco menos que su rutina habitual. Dios, se me pone la piel de gallina al recordar tamaño tormento. El lugar donde tuvieron lugar los hechos, valga la redundancia, merece la calificación de infernal como poco. No, no exagero. Quien inventó semejante tortura disfrazada de placer, debió inspirarse en las “instalaciones” de las que disfrutan los condenados en el averno. Lo de ir desnudos, o casi, también es algo que tienen en común. De ese modo llegué yo, con el casi, y menos mal, porque poco faltó para que mis partes me fuesen arrancadas de cuajo. Para comenzar me escaldaron con una lluvia de agua hirviendo, así, de buenas a primeras, sin avisar siquiera con un “cúbrase los huevos, o corre el peligro de que se le cuezan”. La madre que los parió, iba tan confiado, engañado por la agradable apariencia del lugar, que tardé unos segundos en reaccionar, librándome por poco de acabar con la piel cayéndoseme a tiras. Los huevos a medio cocer, como comprobé después, palpándomelos con gesto preocupado. No recuerdo de quién me acordé en ese preciso instante, pero mi exclamación de dolor atrajo la atención de todos los que allí se encontraban. Debían ser visitantes asiduos, pensé, al ver que no me mostraban el más mínimo gesto de comprensión. De ahí pasé a una piscina, cuya temperatura era más tolerable. En ella fue donde casi sufro una pérdida irreparable por volver a confiarme. ¡Maldita confianza! Tras accionar un pulsador (¿quién me mandaría hacerlo?), comenzó a alborotarse el agua frente a mí, hasta el punto de verme arrastrado por su impetuosa fuerza. Inconsciente que es uno, luché contra el chorro de agua para demostrar mi bravía, asiéndome a una barra de metal colocada a tal efecto. Ofreciéndole mi pecholobo como inamovible roca al brutal embate de las olas, me alcé contra ellas, recibiendo por mi estúpida osadía toda la potencia del chorro sobre mi rey de bastos y ambas sotas de oros. ¡¡¡Diossss, qué dolor!!! Eso fue lo que pasó por mi cabeza, porque de mi boca no salió ni un ¡ay!, y de haberlo hecho, habría sonado de lo menos varonil. Debilitado cual Samsón al que han afeitado la cabeza, solté la barra, siendo arrastrado hasta el centro de la piscina, donde quedé flotando boca abajo hasta que me faltó el aire. Nadie me ayudó. Se ve que calaron desde un principio que yo de rico no tenía ni el apellido. Recuperada mi hombría, o casi (¿Rey de bastos? Presente. ¿Sota de oros 1? Presente. ¿Sota de oros 2? … ¿Sota de oros 2? … ¡¡¡Nooooooo!!!), me dirigí a unos caños, accionando el pulsador de uno de ellos. Aunque soportable, el agua que salía de él semejaba una lluvia de puñetazos sobre mi espalda, casi como si tuviera a Bruce Lee amasándomela con sus puños. Aguanté como un campeón, más que nada para recuperar algo del orgullo perdido frente a los que descubrí me observaban a la espera de otro lamentable espectáculo. Satisfecho de mí mismo, salí de la piscina y entré en un cuarto sin más mobiliario que unos bancos de madera. Me senté entre dos individuos en pleno proceso de deshidratación, y me sumé al festival del sudor, comenzando a contar las gotas que caían de mi frente. Tenía que hacerlo mentalmente, porque abrir la boca era tragar fuego. Treinta y tres gotas fue el cómputo total antes de perder el conocimiento y caer de boca sobre el suelo de madera. Suerte de los dos sudadores profesionales, que me sacaron a rastras. Para reanimarme me llevaron hasta otra piscina, a ver si con un poco de agua en la cara me espabilaba. Eso lo supe después, claro. Bien, pues tan sudados estaban los colegas, y aquí el afectado, que me resbalé de sus manos, cayendo dentro de la piscina. En este caso el agua que la llenaba estaba fría, casi congelada, con lo cual al volver en mí creí que me había ido al otro mundo. Para que veáis la mala leche que se gastan en ese lugar, primero te matan a calor, y cuando te has acostumbrado, o, en mi caso, has desfallecido, ahí hay una piscina, a la que sólo le faltan los cubitos de hielo y un par de focas, para acabar de joderte. En ella perdí a sota de oros 1, que desde entonces se haya escondida en algún recóndito lugar, junto a sota de oros 2, supongo, y del que no parecen dispuestas a salir. Recuperado medianamente, y por si no hubiera tenido bastante, entré en otro cuarto, tan oscuro, que de primeras no se veían tres en un burro. Me recibió una agobiante sensación de calor húmedo, casi palpable de tan denso, y tal como entré, dos pasitos pa’lante, María , rebobiné la canción y adiós muy buenas. Ya había sufrido dos importantes bajas, de lo más dolorosas, y no estaba dispuesto a sufrir una tercera, aquella con la cual no podría vivir, de modo que cogí mi toalla y abandoné aquel recinto infernal llamado Spa. 'Spa morirse', pensé yo. Que no esperasen volver a verme el pelo por allí. No sé, quizá sea que los ricos están hechos de otra pasta. Por eso os digo no se les puede juzgar sin haber pasado antes por el martirio que sufren en spas y otros lugares de similar índole que prefiero no imaginar. Yo lo viví en mis propias carnes, y no pienso repetir. Escaldado, como si me hubieran dado una paliza, deshidratado, congelado, y… y… En fin, que la vida de los ricos no es tan bonita como la pintan. Yo por lo menos no la recomiendo.


martes, 1 de noviembre de 2011

Nice to meet you



Alrededores de Ramblancha (Granada) Anto © 2011


La infancia de Gardenio Terroso nunca fue objeto de envidia, ni buena ni mala, en cambio sí de las pedradas de la vida, que iban certeras a su cabeza como los capones de su padre cuando tardaba en obedecer una orden. Obligado por la necesidad de ayudar a la familia con el sudor de su joven frente para que no faltase un trozo de pan en la mesa, su tiempo de juegos fue pronto sustituido por el trabajo en el campo, y las canicas de colores en la mano por dolorosas ampollas, precediendo a cordilleras de callos. La oportunidad de estudiar jamás estuvo a su alcance, convirtiéndose la palabra escrita en un misterio que él difícilmente podía descifrar, llegando a odiar los libros, que parecían inventados para burlarse de él. Con los números era harina de otro costal. Tras verse engañado en un par de ocasiones, con sendas palizas de su padre como consecuencia directa, aprendió a manejarse con ellos con la misma soltura que respiraba, llegando con el tiempo a sacar el máximo provecho de cada trato que llevaba a cabo, ya fuera vendiendo almendras, como comprando ganado. Mientras los demás sacaban lápiz y papel para realizar cualquier cálculo, él ponía en marcha el baile de números en su cabeza, obteniendo el resultado antes de que la punta de grafito del lápiz rozara el papel. Se le daban bien los negocios, nadie lo podía negar. Gracias a ello dejó de trabajar con las manos, para comenzar a hacerlo con el cerebro.
Pero no fue hasta los veinticuatro años que dichos negocios cobraron suficiente magnitud como para llevarle del pueblo sevillano donde vivía, y alrededores, hasta la gran ciudad. Tenía que cerrar una importante venta de reses a un rico norteamericano empeñado en importar las corridas de toros a su país, un capricho que podía reportarle unos beneficios muy por encima de lo habitual. Con lo que no contaba era con la barrera del idioma. Creía que el millonario sabría español, en previsión de cualquier posible engaño por culpa de no entender la lengua, pero cuando se encontraron en el vestíbulo del hotel…
-¡Nice to meet you, nice to meet you! -le saludó el yanqui, estrechándole efusivamente la mano.
Gardenio le miró con cara de circunstancias, tratando de procesar las palabras para encontrarles significado. Ya sería mala suerte que hubiera aprendido catalán en lugar de español, pensó.
-¿Dise usté? -preguntó, a ver si escuchándolo otra vez…
El otro no entendió ni jota, pero se lo imaginó, gracias a días y días de tratar con la fauna autóctona.
-¡Nice to meet you! -repitió.
-Ná, miarma, que no me entero. lento y claro -le pidió
-¡Nice to meet you!
Entre que llegó el intérprete del americano, Gardenio tuvo ocasión de escuchárselo decir varias veces más, alcanzando por fin a entender qué significaba. Con su ayuda no hubo más problemas de idiomas, y la venta se llevó a cabo con éxito.
Tras ese providencial encuentro, como él lo definió a partir de entonces, volvió a su pueblo, y llevado por una revelación, invirtió casi todo su dinero en tierras, en las que sembró tomillo. Sobra decir que todos pensaron que se había vuelto loco. Cuando la producción levantó el vuelo, la exportó por completo a EE.UU., donde encontró un mercado prácticamente virgen, sin competencia. Haciendo gala de una gran visión financiera, utilizó los beneficios obtenidos para adquirir tierras allí también. Cuando comenzaron a producir suficiente tomillo, vendió las que poseía en España, recortando con ello gastos en concepto de transporte y aranceles. De ese modo acabó convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Andalucía; y sin saber leer, ni hablar idiomas. Precisamente fue esto último la chispa que lo provocó. Él solía contarlo con las siguientes palabras:
“Después de mi providencial encuentro con el americano, no dejaba de pensar en lo que me había dicho al verme, y que al parecer era muy importante para él. Yo me limité a tratar de cubrir la necesidad de que me había hecho partícipe a través de lo poco que sabía decir en español. Tuve mucha suerte, como descubrí tiempo después, tras aprender a leer, y hablar inglés. En mi deseo de entenderle, otorgué un significado a sus palabras que nada tenía que ver con el real, pero que fue decisivo para alcanzar la fortuna. No era otro que: “Nai tomillo”. Increíble, ¿no es cierto? Para que luego digan que saber idiomas ayuda”. 


lunes, 31 de octubre de 2011

Estoy aquí




Le despertó el frío en los pies. Pablo era tan inquieto en la cama, que debía haberse destapado, como era costumbre en él, no importaba si era invierno. Se dio la vuelta y buscó el filo del mullido edredón para cubrirse hasta el cuello. Extendió la mano tanto como pudo, tratando de no prestar mucha atención a ello para no despertarse del todo, sin encontrarlo. Abrió los ojos y vio que se había acostado sobre el edredón. Con razón tenía frío. Mira que su madre se aseguraba de que se tapase bien, pero… Se incorporó, sentándose en el filo de cama, y bostezó largamente, frotándose los ojos para acabar de alejar el sueño de ellos. Ya era de día, y bastante tarde, como vio en el reloj de Bob Esponja sobre la mesita. Miró a su hermano, Álvaro, durmiendo en la cama de al lado, y sonrió travieso, pensando en gastarle una broma. Se acercó de puntillas a él, y…
-¡Vamos, dormilón, que ha salido el sol! -le gritó al oído, echándose a reír a continuación. Álvaro ni se inmutó, lo mismo que si le hubiera gritado a la pared- ¡Despierta, que es hora de levantarse! -volvió a la carga, sin temor a llevarse una colleja de su hermano, de nueve años, dos más que él, y bastante mal genio cuando se enfadaba- Pues sí que está cansado -se dijo contrariado al ver que no se despertaba, decidiendo dejarle tranquilo.
Salió de la habitación y fue a la cocina, donde esperaba encontrar a su madre para que le preparase el desayuno.
-¡Buenos días, mamá! -exclamó henchido de alegría, listo para lanzarse a sus brazos y darle un cariñoso beso en cada mejilla.
Segundo fracaso de la mañana: su madre no estaba en la cocina. Siguiente parada, el comedor, donde estaba convencido de encontrarla, probablemente leyendo un libro, como hacía cuando su hermano y él se lo permitían. Acertó al cincuenta por cien, ya que su entretenimiento no era un libro, sino la tele. Parecía triste, algo raro en ella, que siempre tenía una sonrisa en los labios. La palidez de su rostro, y el largo pelo recogido de cualquier manera en una coleta, empeoraban  la sensación. Además iba en bata, y su madre era de las que se arreglaban nada más levantarse.
-¿Qué te pasa mamá? -le preguntó, preocupado al ver que no le prestaba la más mínima atención. No obtuvo respuesta.
Se acercó y posó una mano sobre la suya. Su madre se estremeció apenas la tocó, pero siguió sin hablarle ni mirarle. Tenía la vista fija en la pantalla del televisor, como si hubiera en ella algo mucho más interesante. Era un video de él y su hermano, de muy pequeños, jugando en un parque.
-Mamá, hazme caso -le pidió, comenzando a sentirse mal por su extraño comportamiento.
Su madre ni le miró. Cogió el mando del reproductor, y detuvo la imagen en un primer plano donde Pablo sonreía feliz a la cámara.
Sonaron unas llaves en la puerta de la entrada, y apareció su padre, devolviéndole la sonrisa que mostraba congelada la pantalla.
-¡Papá, mamá está muy rara, no sé…! -comenzó a decir de carrerilla, callando al ver que traía un gran ramo de flores de todos los colores. “Mi padre sí que sabe. Seguro que también ha visto que está triste, por eso ha ido a comprarle flores para alegrarla”, pensó orgulloso.
Su padre pasó a su lado como si no existiera, y se agachó frente a ella, mostrándole las flores.
-Mira, he traído las más bonitas que he encontrado -le dijo mirándola con amor a los ojos-. Venga, vístete, o se nos hará tarde -La cogió delicadamente de la mano, intentando animarla con ello a levantarse del sofá.
La mujer se mantuvo sentada, con la mirada perdida más allá de su marido. Él se giró, y vio la imagen de su hijo en el televisor. Sin decir nada, cogió el mando a distancia y lo apagó.
-Enciende la tele -le ordenó ella, con una voz que su hijo no reconoció.
-Después, cuando volvamos.
-Sabes que no voy a ir a ningún lado.
-Yo no puedo ir solo. No puedes pedirme eso.
-Haz lo que quieras, yo no te he pedido nada.
-Tenemos que ir, los dos, es importante -insistió, casi rogándole con la mirada.
Pablo miraba a uno y otro, y no entendía qué estaba ocurriendo, dónde tenían que ir, ni qué tenían que hacer.
-¿Papá, mamá? -trató de llamar su atención, inútilmente.
-No voy a ir a ningún lado, no insistas -Dio el tema por zanjado.
-Sé que es pedirte mucho, en el estado en que te encuentras, pero…
-De acuerdo -dijo levantándose con lentitud del sofá. Cogió el ramo de flores de las manos de su marido, que suspiró aliviado, y las olió con una profunda inspiración, para inmediatamente después…-. ¡¡¡No, no, y NO!!! -gritó fuera de sí, comenzando a golpear furiosamente el ramo contra la pared, con rostro desencajado. El aire quedó sembrado de pétalos en apenas un instante- No puedo -dijo derrotada, mirando los tallos desnudos, quebrados, y echándose a llorar-. No puedo ir a un lugar donde esto es lo que quedará de mi hijo. Unas simples flores no pueden devolverme nada de él que no tenga ya, sólo quitarme las pocas fuerzas que me quedan. No me puedes pedir que vaya a visitar su tumba, por mucho que te quiera, porque no puedo, no puedo. Es aquí donde está -dijo tocándose sobre el corazón-, no en un frío cementerio -Y se abrazó a su marido para no derrumbarse del todo. Él la estrechó entre sus brazos, como ella sabía que siempre haría.
El pequeño Pablo les miraba con lágrimas en los ojos, comprendiendo por fin la tristeza de su madre, que le ignorara, el frío que sentía en su cuerpo, y que nada tenía que ver con la temperatura o que pudiera encontrarse enfermo. Pero no recordaba haber muerto, aunque eso tampoco le hubiera ayudado a aceptarlo. No, él estaba allí, le vieran o no, estaba allí, y debían saberlo, así dejarían de estar tristes.
-¡Estoy aquí! -gritó tan fuerte como pudo- ¡Estoy aquí!
-Necesitas descansar, cariño -dijo su padre, acompañando a su madre-. En la cama estarás mejor.
Seguían sin escucharle.
-¡Estoy aquí! -volvió a gritar, quemándole las lágrimas en las mejillas- ¡¡¡ESTOY AQUÍ!!!
Les siguió hasta la habitación sin dejar de intentarlo, intentando abrazarse a ellos, sin lograr atrapar más que el aire.
La cama seguía sin hacer. Su madre se tumbó sobre ella, y su padre la tapó.
-No te preocupes, yo preparo la comida -La tranquilizó con su sonrisa, acariciándole el pelo-. Además, seguro que Álvaro me echa una mano -La besó en la frente, y la dejó a solas.
Pablo ya no gritaba. Se acercó a la cama y se tumbó junto a su madre, bien cerca.
-Estoy aquí, mamá -le dijo en voz baja-. Siempre estaré.


sábado, 29 de octubre de 2011

Préstamos personales





-Le cobran en aquella fila -le indicó amablemente la empleada tras la ventanilla, entregándole un número y  un cheque por la cantidad que había estimado justa el tasador del banco.
Ben siguió la dirección del dedo, chocando su mirada con realidades tan desoladoras como la suya, la de personas que no habían encontrado más salida para conseguir dinero que acudir a aquel siniestro lugar, vestido de mármol de Carrara gracias a las desdichas ajenas.
-¿Es usted la última? -preguntó a una mujer de rostro pálido y ojeroso, acompañada de una niña de unos cuatro años que debía ser su hija, y cuyo demacrado aspecto no invitaba a pensar que llegara a cumplir muchos más.
La mujer asintió levemente, sin ánimo ni para pronunciar un simple sí. Sus ojos, carentes de todo brillo, parecían secos, quizá de tanto llorar. La fila de la tristeza era tan larga, que Ben tuvo tiempo de sobra para observarlas a ambas, cogida la una a la otra como si temieran que alguien las pudiera separar. Las piernas de la niña asomaban como dos cañitas del vestido hecho con tela de saco, que la obligaba a rascarse con insistencia cada pocos segundos. Un sombrero de paja en su mugrienta cabecita y hubiera parecido un pequeño espantapájaros. Su madre no iba mejor ataviada, cubierta por harapos que recordaban lejanamente a un vestido. La miseria contemplando a la miseria, se reprobó, sintiendo ganas de vomitar. Nadie le hubiera puesto mala cara si lo hubiera hecho. Si algo sobraba a los que formaban la cola, era comprensión, y tolerancia al asco, un lujo que el hambre no permitía, o habrían sucumbido al frío abrazo de la muerte mucho tiempo atrás.
La fila se adentraba en un pasillo que se tornaba más y más oscuro a medida que avanzaban por él. La carencia de buena luz era desmoralizante, alimentando el miedo en el corazón, convirtiéndolo en una pesada losa. A cada paso que daba la mujer, parecía encogerse un poco más. Podría haber sido una falsa impresión provocada por la falta de luz; pero no, Ben también se iba encogiendo cuanto más cerca veía su turno, encorvado por el peso del temor y la debilidad de su famélico cuerpo. Miró sus cadavéricas manos, la fina piel pegada a las falanges como pergamino, y agradeció que se hubieran compadecido de él, dándole aquel cheque salvador: el estúpido agradecimiento de los que no tienen nada, hacia aquellos que se lo han quitado.
El pasillo acababa frente a una cortina de anchas tiras de plástico transparente, no demasiado limpias, que impedían ver con claridad qué ocurría tras ellas. Parecía la entrada a un matadero. Dentro la iluminación era bastante fuerte, industrial. Permitía distinguir formas moviéndose de un lado a otro, sobre todo blancas y verdes. El grosor de las tiras de plástico las mostraba borrosas. Por el espacio entre el final de ellas y el suelo se colaba una fina capa de blanquecino vapor, reptando hasta nuestros pies, lamiéndolos. Traía olor a desinfectante. Era desagradable, áspero en la nariz, pero nadie reparaba en ello: su propio olor lo era incluso más. Sí prestaban atención al sonido del agua, que debía ser la causa del vapor. Parecía provenir de varias duchas. No dejaba de sonar, trayendo a los más mayores recuerdos de otros tiempos, cuando el agua caliente estaba a su alcance. Habían cambiado muchas cosas desde entonces, el mundo en general, tal y como había sido conocido durante milenios. El agua había dejado de estar al alcance de la mayoría, más aún si era limpia, cualidad que hasta la lluvia había perdido.
Se abrió la cortina frente al primero de la cola, y apareció un hombre vestido con el típico uniforme verde de cirujano. Ben sintió un escalofrío al observar las manchas de sangre en la ropa. Más allá de las tiras se veían unas instalaciones donde reinaba el color blanco de los azulejos que cubrían paredes y suelo. Pudo ver también a varias personas cargando cajas del mismo color, con símbolos rojos, entre ellos una cruz. En verdad parecía un matadero. Y, ¿acaso no eran ellos el ganado?, se dijo.
-El siguiente -llamó el hombre con voz cansada, dando paso a un chico delgaducho con pinta de no aguantar los trámites del contrato con el banco, justo delante de la mujer y la niña.
Cinco minutos después salía otro, también con apariencia de cirujano. Ben se preguntó si dejarían pasar a la niña con su madre o la harían esperar sola en aquel infecto lugar.
-Vamos hija -dijo la mujer rompiendo el abrazo con la niña tras besar su cabecita-, se obediente y acompaña al señor. Será sólo un momento. Yo te esperaré aquí fuera. Luego iremos a comprar caramelos, ¿vale cielo?
A Ben se le cristalizó la sangre en las venas al escuchárselo decir. La niña soltó a su madre y cogió la mano del cirujano con mirada desconfiada.
-Buena niña -le dijo el hombre con una tranquilizadora sonrisa, y ambos desaparecieron tras la cortina, la pequeña girándose para decirle adiós a su madre.
La mujer miró durante unos segundos las translúcidas tiras de plástico, su hija alejándose convertida en una manchita oscura, hasta perderse todo rastro de ella. Tras ello, se dio la vuelta y se marchó. En sus ojos no había lágrimas. Ya no le quedaban. Ben lo hubiera hecho por ella, si la rabia e impotencia que sentía se lo hubieran permitido.


jueves, 27 de octubre de 2011

Sin palabras





Las relaciones de pareja son complicadas. Nada nuevo bajo el sol. Para colmo, las mujeres no vienen con manual de instrucciones; los hombres tampoco. Si tuviera el mío, me lo leería con la máxima atención, tantas veces como hiciera falta, para poder ser mejor hombre, y mejor persona. Aprendería mucho, estoy seguro. También sé que habría muchas cosas que no me haría gracia leer, exclamando ofendido: ¡¿Yo?! ¡Quien ha escrito esto no tiene ni puta idea! ¡¿Pero cómo voy a ser yo así?! Porque no pone el nombre del autor, que si no… Si lo pusiera, leería con cara de gilipollas mi nombre, porque es uno quien se hace a sí mismo, con ayuda en mayor o menor medida de la vida que le ha tocado en suerte. Que nadie se engañe, más de un@ reaccionaría de tal modo, puede que incluso peor. A todos nos gusta que nos hablen de nuestras virtudes, pero no de nuestros defectos. Nos gustan tan poco, que los ignoramos hasta el punto de no saber que existen. Luego, cuando alguien nos los hace tan evidentes que no podemos negarlos, ponemos cara de sorprendidos, como el ladrón al que se sorprende tras robar una cartera: “No es mía, alguien me la habrá metido en el bolsillo”. Los defectos cuestan de aceptar, independientemente de si son propios o ajenos. Nadie está libre de ellos. Si me preguntan por los míos, son… son… espera, casi lo tengo… son… Vaya, no me acuerdo. Ese es el primer síntoma de que son graves, no acordarse, o lo que viene a ser “hacerse el loco”. Tendré que pensarme lo de apuntarlos en un folio (para que no falte espacio), como primera medida para buscarles solución, al tenerlos más presentes. Mira por dónde, ahora estoy dando rienda suelta a uno de ellos. A ver… bolígrafo (por si me tienta la idea de borrar alguno)… folio… Bien, ya está. Inaugura la lista: hablar demasiado de mí mismo. Y dejo de hacerlo para volver con las relaciones de pareja. Sí, son complicadas. Hasta hace unos días, y a pesar de mis batacazos sentimentales, pensaba que no, que si uno se lo proponía, poniéndole toda su fe, podía ser cosa de coser y cantar. ¿Quién destripó una de mis mayores creencias (segunda tras la existencia de los Reyes Magos, y primera tras ser destripados ellos también; no literalmente, claro)? ¡Mis padres! Ellos precisamente, que habían sido un modelo a seguir para mí. Su relación era la más perfecta que había visto en mi vida, la envidia de cualquier pareja, por feliz que pareciera. Ambos se trataban con respeto, sin perder los papeles en ninguna ocasión, sin levantarse la voz, que yo recordase. Ni un mal gesto, ni una mala palabra, estuvieran delante de mí o no (soy hijo único, y no precisamente un santo). Cualquier problema se resolvía de manera civilizada, apoyadas las decisiones del uno por el otro. Siempre encontraban un punto a partir del cual ponerse de acuerdo, como si no hubiera dificultad suficientemente grande para ellos. Ojalá tuviera algo tan ideal, me dije tras mi primer fracaso amoroso; ojalá pudiera hacerlo tan bien como ellos, tras el segundo; ojalá fuera como mi padre y ella como mi madre, tras el tercero; ojalá… ojalá… ojalá… Tras tropezar tantas veces con la misma piedra, decidí pedirle consejo a mi padre para encontrar el camino hacia la perfección “parejil”. Cuando se lo dije, lo primero que hizo fue reírse. Eso me pareció buena señal, porque creí que indicaba que no era tan difícil conseguirlo. Pero a continuación se puso a hacer unos extraños gestos con las manos: ¿es que me iba a hacer el ataque de la cobra?, pensé perplejo.
-Perdona hijo, a veces se me escapa -se disculpó.
-¿Qué era eso, kung fu?
-No, algo mucho mejor.
-¿Qué? -me apresuré a preguntar, ansioso por alcanzar la iluminación “parejil”.
-Sin prisas, hijo, que nunca son buenas.
(Bolígrafo… folio… Segundo defecto de la lista: no paro de citar dichos y refranes españoles.)
-Es que tengo tantas ganas de que mi vida sentimental sea tan perfecta como la vuestra…
-Pues entonces, lo primero que debes saber es que no tiene nada de perfecta. Nuestro matrimonio es tan normal como cualquier otro, con sus discusiones…
-Pero si yo nunca os he visto ni escuchado discutir -le interrumpí, creyendo que me tomaba el pelo.
-Ni nos escucharás. Nuestros comienzos no fueron demasiado buenos, con muchos problemas de por medio. Era rara la semana que no teníamos dos o tres discusiones. Llegó a ser insoportable -Yo escuchaba más tieso que la mojama, incapaz de dar crédito a lo que decía-. Cuando parecía que ya no tenía solución, tu madre tuvo una genial idea, al darse cuenta de que el tono y el volumen de nuestra voz, así como el gesto en nuestro rostro y manos al hablar, provocaban que nos alterásemos cada vez más, cerrándose nuestros oídos a entender lo que el otro decía. Era como si nos volviésemos sordos. ¡Cuánta razón tenía!, porque nosotros nos queríamos. No era ahí donde estaba el problema, pero habíamos llegado a un extremo en que daba igual.
-¿Y qué hicisteis para solucionarlo? -No pude esperar más a saberlo.
-Al día siguiente nos apuntamos a un cursillo para aprender el lenguaje de signos.
-¡¿Lenguaje de signos?! -exclamé atónito.
-Sí, hijo, sé que cuesta de creer -Sonrió-. Gracias a él conseguimos comunicarnos sin que ningún ruido interfiriera en nuestra conversación, y prestar de paso más atención a lo que el otro decía. Fue como un pequeño milagro que salvó nuestro amor. Sólo necesitábamos aprender a comunicarnos, pero hasta entonces no supimos cómo. Si no hubiera sido por la inteligencia de tu madre…
Tenía su lógica. Además, si el amor no necesitaba de palabras, ¿por qué sí una discusión?
-Increíble, absolutamente increíble.
-Es tal como te digo. Ese es el secreto de nuestro matrimonio, y la explicación a por qué nunca nos has escuchado discutir. Cuando había un problema, íbamos a otra habitación y lo solucionábamos con el silencio de ese lenguaje tan maravilloso.
-Pues por muy maravilloso que sea, no sé cómo voy decirle a la mujer de mi vida que las discusiones habrán de ser con lenguaje de signos. De primeras se va a pensar que estoy loco -dije preocupado.
-Encontrarás la manera -me animó dándome unas palmaditas en la espalda.
Así fue como comprendí que las relaciones de pareja eran más que complicadas, por mucho que nos esforzásemos en lo contrario. Una mala noticia, de no ser porque también aprendí que siempre había un camino, y de nosotros dependía encontrarlo. La dificultad siempre iba a estar ahí, sólo había que encontrar la manera adecuada de afrontarla. Para comenzar con ello, ya me había puesto con el lenguaje de signos. Todo esfuerzo era poco, si con ello conseguía ser feliz un día. Y la profesora del cursillo era muy atractiva...


miércoles, 26 de octubre de 2011

D.T.



 
La belleza a la luz, la fealdad a la sombra.


Las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente a la planta SS-12, y la enfermera jefe dio paso a la nueva auxiliar, que se incorporaba a la plantilla en sustitución de la chica que había dejado el puesto la semana antes.
-Aquí es donde realizarás tus funciones, Adele -dijo entrando en una amplia e impoluta sala llena de camillas, todas ocupadas por cuerpos desnudos. Ambas llevaban el pelo cubierto, mascarilla protectora y guantes-. Es un trabajo carente de dificultad, si sabes llevarlo bien. Supongo que en personal te habrán informado sobre qué tipo de errores no debes cometer -la interrogó con gélidos ojos azules.
-He firmado el contrato tras leerlo con detenimiento, no se preocupe -le contestó, ofreciéndole su mirada color miel.
-Odiaría tener que buscar una nueva auxiliar. De ti depende que eso no ocurra. Limítate a hacer tu trabajo y no habrá problema -le aclaró con precisión quirúrgica, cada frase convertida en afilado bisturí para poner a prueba sus nervios.
Adele no apartó la mirada en ningún momento. Necesitaba aquel trabajo tanto como respirar, y no estaba dispuesta a perderlo. Además estaba más que bien pagado, algo que en el sector de la sanidad no era fácil de encontrar. “No te lo lleves a casa, y tendrás un brillante futuro con nosotros”, le habían dicho en personal.
-Es lo que haré -le contestó.
-Bien. Entonces te dejo para que te familiarices con el lugar donde pasarás tus jornadas de trabajo. Después te presentaré al resto de tus compañeros.
Se alejó con paso marcial, perdiéndose tras una puerta, y Adele respiró más tranquila, pero sin acabar de relajarse: tardaría en dejar de estar a prueba, así lo había entendido.
-Trabajo no me va a faltar -se dijo, perdiéndose su vista en el mar de camillas de la sala. Debía haber más de cincuenta, calculó.
Colocadas en filas, vertical y horizontalmente, invitaban al escalofrío, que la grata temperatura reinante no era capaz de contener. Era como encontrarse en un inmenso depósito de cadáveres, con la diferencia de que aquellos cuerpos estaban vivos y no necesitaban frío. Tampoco reinaba el típico silencio de la muerte o el olor a formol. El primero era sustituido por un infinito conjunto de molestos pitidos provenientes de los equipos que controlaban las constantes vitales de las personas en las camillas, si es que todavía podía denominárselas como tales; tendría que acostumbrarse a escucharlo sino quería acabar soñando con él. El segundo era más soportable, según cómo se tomara, porque la mezcla de aromas florales, frutales y herbales era de lo más variada, y aunque por separado debía ser muy agradable, la mezcolanza de todos ellos daba lugar a un pastiche que costaba de respirar aun con la mascarilla puesta. Por fortuna no era una maniática de los olores. Para irse acostumbrando al tétrico paisaje cuanto antes, comenzó a pasear por los pasillos entre las camillas. Los equipos de soporte vital se encontraban integrados en un panel en la cabecera de cada una de ellas, de igual modo que las bolsas de suero que servían de sustento a los cuerpos. Dichos paneles le dieron la impresión de encontrarse en medio de un cementerio, en el que los muertos, ni eran enterrados bajo tierra, ni poseían ataúd. Observó algunos de los cuerpos, prestando especial atención a las quemaduras y rojeces que presentaban en algunas partes, sobre todo cara y manos. Su aspecto era bastante lamentable, repulsivo. Lo más extraño era que la mayoría de los cuerpos presentaban quemaduras nuevas, otras a medio curar, y algunas ya cicatrizadas. No tenía de sentido, pensó Adele.
La selección de individuos era bastante amplia, comprobó tras unos minutos. Hombres, mujeres, abarcando varios rangos de edad, y procedencias, como indicaba su color de piel, reunidos allí para servir calladamente ¿a qué propósito?
-¿Impresionada? -escuchó una voz a su espalda.
Adele se giró sin inmutarse por la súbita presencia tras ella, encontrándose con un fornido hombre de mirada joven, que la observaba con curiosidad.
-Ni un leve estremecimiento -dijo admirado-. No está mal, quizá aguantes aquí más de un mes. Tu predecesora ni siquiera llegó a la semana -Rió, alargando su risa de manera artificial al ver que ella tardaba en acompañarle.
A Adele no le hizo la más mínima gracia. Estaba claro que estaba ante un estúpido al que más valía no dar confianza, no fuera que decidiera tomársela en algún momento.
-Han encontrado a la candidata perfecta para este trabajo, por lo que se ve -dijo aparcando su risa para otra ocasión más idónea, intentando no mostrarse dolido.
-Es mi intención serlo -le contestó.
-No cuentes con que sea fácil, los días aquí hacen mucha mella en el ánimo. Mejor no te confíes -le aconsejó, mostrándose serio.
-Lo que acabas de decir también está mejor que la tontería con la que te has presentado.
-Decir gilipolleces es uno de los muchos efectos secundarios -se disculpó, mirando distraídamente hacia el joven cuerpo de una chica sobre una de las camillas cercanas. Su piel parecía totalmente sana, no como la del resto-. Los nervios acaban fallando tarde o temprano, puedes estar segura.
-¿Todas estas personas están clínicamente muertas? -se interesó Adele.
-Hacer preguntas no es la mejor manera de conservar tu trabajo -le advirtió en voz baja, mirando inquieto a su alrededor-. El contrato que has firmado para entrar aquí lo especifica claramente.
-No he preguntado nada que no sea evidente. ¿Qué tipo de pruebas lleváis a cabo con los cuerpos?
-Eso no es evidente -trató de evadir la pregunta.
Adele se bajó un poco la mascarilla, y acercó la nariz al irritado rostro del ocupante de la camilla a su izquierda.
-¿Aftershave? -inquirió- Sí, su aroma me es familiar. Es cuestión de tiempo que lo sepa. Voy a trabajar aquí, ¿recuerdas?
-¿Por qué quieres saberlo?
-Ves, hasta tú te estás animando a preguntar -sonrió Adele tras la mascarilla-. Digamos que me gusta estar al tanto de lo que se cuece a mi alrededor. Nunca me ha gustado ser la última en enterarme y quedar como tonta. Estar informada me ayudará a hacer mejor mi trabajo ¿no crees?
El hombre dudó unos segundos, y comenzó a darle a la lengua. Por lo visto también tenía la necesidad de hacerlo.
-Tienes razón, es evidente -admitió-. Habría que estar ciego y carecer de olfato para no darse cuenta. Aftershave, espuma de afeitar, colonia, gel, champú, laca, pasta de dientes, enjuague bucal, desodorante, cremas hidratantes, incluidas las de aplicación vaginal -Al decirlo los ojos le brillaron de un modo que a Adele le pareció vomitivo-, lubricantes  de carácter sexual… Resumiendo, cualquier producto que haya de entrar en contacto con la piel o la mucosa humana. Cientos, que empresas de todo el mundo, principalmente norteamericanas y chinas, nos traen para que sean probados en las cobayas que ves aquí, y que tú te encargarás de cuidar para que puedan cumplir con su lucrativa función tanto tiempo como sea posible. La piel muerta no reacciona de igual manera que la viva, y acaba resultando un engorro, te lo digo por propia experiencia. Y la de los animales se ha mostrado muy poco fiable desde que el ser humano es tan propenso a las alergias, por no hablar de lo molestas que resultan las protectoras de animales. A ello nos ha llevado el uso de tantos productos que deban lucir el sello “Dermatológicamente testado”.


martes, 25 de octubre de 2011

Desierto blanco (II)





(Viene de aquí)

Aislándose tanto como pudo del profundo dolor que sentía, centró su pensamiento en tratar de sobrevivir. Cegado por la ventisca, cuyos cristales se clavaban en su curtida piel como microscópicos diamantes, palpó el borde donde el hielo se había abierto formando aquellas terribles fauces, e intentó encontrar un punto donde agarrarse para salir de ella. Las manoplas de piel dificultaban la labor y tuvo que quitárselas, sintiendo inmediatamente como si le clavaran miles de agujas en las manos. Pero ni con ellas desnudas pudo impulsarse fuera de la grieta: el trineo todavía ejercía demasiada presión sobre la pierna. Unos metros más abajo, los perros aullaban lastimeramente, presintiendo su pronta muerte, colgando en el vacío sin apenas moverse para no empeorar su situación. Angaangaq lo sentía por ellos, pero nada podía hacer salvo tratar de no perder su propia vida. Tenía que afianzarse más allá del borde de alguna manera, o el trineo le arrastraría cuando cayera. Sacó su cuchillo de hueso de la funda y lo clavó con fuerza en el hielo, aferrándose a él con ambas manos. El trineo se movió unos centímetros y los perros callaron, cediendo todo el protagonismo al salvaje ulular de la ventisca, extendiéndose como un eco mortal hacia las oscuras profundidades de la grieta. Si tardaba en caer, las manos de Angaangaq acabarían helándose, y al perder la sensibilidad en ellas, no podría agarrarse con suficiente fuerza al cuchillo para salir de la grieta. Consciente de ello, trató de mover su pierna sana en la medida de lo posible para ayudar a que cayera. Cada pequeño movimiento suponía un aguijonazo de dolor en la pierna rota, pero no cejó en su empeño. Su esfuerzo no tardó en verse recompensado. Los perros lo supieron incluso antes que él, comenzando a aullar desesperados. Aguantó la respiración y apretó los dientes como si con ello ayudara a que sus dedos se mantuvieran más fuertemente asidos al cuchillo. Se escuchó un crujido, y el trineo acabó de perder apoyo sobre el hielo, cayendo a peso. El ruido de la ventisca ayudó a tapar el lamento de los perros, perdiéndose vacío abajo. Angaangaq lo agradeció, rezando a los dioses por los fieles amigos que acababa de perder. Cogiendo fuerzas, apoyó la pierna izquierda en la pared de hielo y se impulsó hasta que pudo salir de la grieta. Se arrastró unos metros para alejarse de ella, azotado cruelmente por la ventisca. Con ese tiempo era una locura tratar de ir más allá. Clavó el cuchillo en el hielo, y se ató a él con el cinturón de su grueso abrigo de piel de oso. Cubrió su cabeza tan bien como pudo con la capucha y metió los brazos por dentro del abrigo, haciéndose un ovillo para mantener mejor el calor de su cuerpo, dando la espalda al cortante viento. Apenas notaba los cubitos de hielo en que se habían convertido sus dedos. Los metió en los sobacos, sintiendo un intenso escalofrío. El dolor que le llegaba desde la pierna rota era cada vez menor, más soportable gracias al frío, que sentía como una desagradable humedad en la bota. Introdujo una mano por dentro del pantalón y bajó hasta el lugar de la fractura, encontrando la superficie interior mojada. Palpó la piel buscando algún tipo de hinchazón, topándose con una afilada y gruesa protuberancia en su camino: el hueso había atravesado  la carne. A pesar de saber qué podía traerle una herida tan grave, su pensamiento voló a su familia, que le esperaba, a él y la carne sin la cual no podrían sobrevivir los meses más duros del invierno. Con el recuerdo de su mujer e hijos se durmió, sin saber si volvería a despertar; en manos de los dioses quedaba.
La mañana del día siguiente Angaangaq abrió los ojos preguntándose si en verdad estaba vivo, o sólo era un sueño. El reflejo del sol sobre la nieve le cegó con miles de brillos, obligándole a cerrarlos. Se apoyó sobre un costado, rompiendo la capa de nieve depositada sobre él por la ventisca, que había ayudado a resguardarle del frío. Se soltó del cuchillo, e intentó ponerse en pie. Imposible, su pierna derecha había pasado a ser un trozo de carne muerta. Observó la pernera que la cubría y la bota, y las encontró manchadas por el rojo de la sangre. No se lamentó, bastante milagro era que siguiera vivo. Tampoco sería durante mucho más tiempo. Era difícil que pudiera sobrevivir en su estado, lo sabía. Miró hacia la grieta que se había tragado aquello que podía salvarle en aquel medio tan inhóspito, y la maldijo. Dio un vistazo a su alrededor, y sólo encontró blanco, el blanco de la nieve, que en momentos como ese podía llegar a ser muy negra. Tenía que ponerse en marcha se dijo, incapaz de rendirse mientras le quedase una gota de vida en el cuerpo, y comenzó a arrastrarse sobre la que era una de las lápidas más grandes del mundo.
Así fue como llegó a encontrarse en tal trance. Por una mala decisión, volvió a lamentarse. ¿Cuánto había recorrido en su penoso avance? ¿Una milla… dos? Se detuvo a descansar, y observó preocupado la desdibujada línea roja que dejaba su pierna sobre el pulcro lienzo, perdiéndose en la distancia. Era muy posible que no llegase a la noche, pero mientras tanto disfrutaría del calor que aquel sol le regalaba. Volvió a tumbarse sobre la nieve, y reanudó su camino hacia la nada.
Pasaron las horas, sin más cambio en el horizonte que la aparición de irregulares elevaciones, producidas al chocar una capa hielo contra otra. Cada obstáculo que le obligaba a dar un rodeo era maldecido; pero aquella era la penitencia por una culpa que era sólo suya. La diosa Sedna le estaba castigando por su mal hacer, se dijo, totalmente convencido de ello.
En ningún momento dejó de pensar en su familia, sacando fuerzas de donde no había para continuar adelante.
Cuando no pudo más, se dio la vuelta con sus últimas fuerzas, y esperó la llegada de la muerte sonriéndole al sol con los ojos cerrados. Quizá otro cazador le encontrara antes de que fuera demasiado tarde, trató de animarse. Llegó a creer en el milagro cuando algo le hizo sombra. Con la sonrisa todavía en los labios, helada, abrió los ojos. Alguien le miraba fijamente, de pie junto a él. También parecía sonreír. Si no hubiera sido por que las facciones de Angaangaq estaban congeladas, habría reído hasta no poder más. Había llegado la hora de que también contribuyese al ciclo de la vida. El gran oso polar que había llegado hasta él guiado por la sangre en la nieve, se inclinó dejando caer una pata sobre su pecho, para a continuación aprisionar la cabeza entre sus potentes mandíbulas, arrancándola de cuajo. El blanco se tiñó de rojo en una repentina salpicadura, convirtiéndose en mancha a medida que la sangre era absorbida por la nieve. El oso también tenía derecho a sobrevivir, era ley de vida. 


lunes, 24 de octubre de 2011

Desierto blanco (I)





Había sido una mala decisión, se repitió Angaangaq por enésima vez, arrastrándose sobre el hielo, con su pierna derecha gravemente herida, dejando un rastro rojizo en el blanco manto bajo su cuerpo. Rememoró lo ocurrido el día anterior, y siguió costándole creerlo…

Habían pasado muchos días desde que saliera de caza, alejándose del iglú donde su familia esperaba a que volviera con una buena carga de carne de foca o morsa, en el transcurso de los cuales no había divisado en el horizonte blanquiazul del Ártico más ser vivo que sus propios perros, tirando infatigables del trineo, y algún que otro níveo zorro, observando su paso con burlona sonrisa. Demasiadas jornadas sin avistar una posible presa, una vergüenza para cualquier cazador inuit que se preciara de serlo, y el tiempo finalmente había empeorado, en forma de rabiosa ventisca, tal como llevaba temiendo desde hacía un par de días. Pero había sido el primer inconveniente el culpable de que se viera inmerso en tan apurada situación, porque de las inclemencias del tiempo bien sabía cuidarse. El no encontrar caza allí donde se suponía debía ser abundante le había llevado a preocuparse hasta el punto de no poder conciliar el sueño por las noches, y dirigir el trineo sin haber descansado era un error que ni el mejor cazador podía permitirse. Aquel terreno que parecía tan inofensivo por su uniforme tono, escondía innumerables trampas, y el instinto y experiencia de sus perros no siempre era un seguro, de modo que no podía despistarse. Sin embargo, se había puesto en marcha con la certeza de no estar en condiciones de conducir el trineo, negándose a perder un día para recuperarse del cansancio acumulado. Un gran riesgo que estaba dispuesto a correr, con la imagen de su familia en la cabeza, cuya subsistencia dependía de él; y un gran error, del que no tardaría en arrepentirse. A medida que pasaban las horas, se había sentido más y más débil, hasta ser incapaz de mantener los ojos abiertos, rindiéndose al sueño que días antes había sido tan huidizo. Así, dormido, no había podido ver cómo el cielo se cubría de amenazadoras nubes, trayendo la ventisca. Tan agotado estaba, que no se percató hasta que una fuerte sacudida le despertó, activando todas las alarmas en su cerebro. Abrió los ojos desmesuradamente, encontrándose en medio de un infierno de polvo de hielo, tan erosionante como el cristal, para ver cómo sus perros caían uno tras otro en la amplia grieta abierta bajo sus patas al ceder la nieve que la ocultaba. Con ellos fue arrastrado el trineo, que quedó trabado entre ambas paredes de la grieta, atrapando la pierna derecha de Angaangaq contra una de ellas. De no ser por el ruido de la ventisca, habría oído cómo se quebraban tibia y peroné. En cambio su grito de dolor sí fue perfectamente audible. Apenas pudo dedicar unos segundos de su atención a semejante sufrimiento, al notar cómo disminuía la presión del trineo sobre las paredes de la grieta y su pierna: iba a caer, y le arrastraría con él si no hacía algo pronto.
(Sigue aquí)


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Una venda en los ojos




La puerta del apartamento se abrió, y Javier encontró a Alex en el mismo estado de abatimiento de los últimos meses, demasiados ya, con el rostro ojeroso y bastante demacrado por las noches en vela y la mala alimentación. El resto de su cuerpo no presentaba mejor aspecto. Vestía una florida bata de mujer que le quedaba visiblemente pequeña, y unas zapatillas de estar por casa, con un calcetín caído y el otro a medio caer.
-Menuda estampa -le dijo nada más verle-. Tío, llevo días llamándote, y ni puto caso.
-Yo también me alegro de verte -le contestó, indicándole que pasase dentro.
-Sí, tómatelo a risa, pero a mí no me hace ninguna gracia.
-¿Y qué quieres que haga, si no encuentro el móvil? -se excusó- ¿Una cerveza?
-No me vengas con esas -dijo señalando con un gesto de cabeza a su alrededor-. Tu piso está tan limpio y ordenado que se podría operar a una persona hasta en el cuarto de baño.
-Que me guste el orden no significa que sepa dónde está cada… ¿Qué haces? -dijo al verle sacar el móvil y marcar un número.
-Demostrarte hasta qué punto estás mal.
Una alegre melodía brotó de un bolsillo de la bata de Alex, provocando que su rostro enrojeciera.
-No tienes derecho -dijo molesto, silenciando el móvil.
-Todo el que puede tener tu mejor amigo, te guste o no -le aclaró- No es en este maldito piso donde tienes que poner orden, sino en tu vida.
-Mi vida está muy bien, o la casa estaría hecha un desastre.
-Y lo está -dijo señalando con el índice a su cabeza-.  El orden que mantienes a tu alrededor es la mejor muestra del caos reinante en tu interior. Es un mero espejismo que te ayuda a engañarte para así no tener que enfrentarte al problema real. Tienes que cambiarlo de una vez por todas.
-Es mi vida, y puedo hacer con ella lo que quiera. ¿Acaso te he pedido ayuda? ¡No la necesito! -alzó la voz para que le quedara lo más claro posible.
-Ella no volverá -se decidió a decir Javier-. Puedes esperarla el resto de tu vida, pero no volverá -Alex hundió las manos en los bolsillos de la bata, y bajó la mirada-. Estás al límite, y eres incapaz de darte cuenta -añadió, apoyando las manos sobre sus hombros para tratar de confortarle.
-Lo sé -admitió.
-Déjame ayudarte.
-Es imposible,  jamás podré olvidarla. Lo que siento por ella no se puede borrar.
-No te pido que la olvides, sé lo difícil que es eso, sólo que recuperes tu vida, que no te dejes morir de esta manera. ¿Es que quieres que te entierren con esa bata? -Alex sonrió al imaginarse dentro de un ataúd, vestido con ella- A mí me daría tanta vergüenza, que no me presentaría en tu entierro. Por muy amigo mío que seas, te lo aseguro.
-Que cabrón eres  -acabó riendo-. Tampoco me queda tan mal.
-Mejor no me pidas mi opinión. Hoy no te vas a deshacer de mí hasta que no pongas un pie en la calle, así que vamos, ponte algo decente, que tenemos que ir a un lugar. Y cámbiate de calcetines, o moriremos asfixiados dentro del coche.
-¿Podemos dejarlo para otro día? Hoy no me encuentro muy bien -se puso de nuevo serio, volviendo a sentirse abatido: el efecto de la risa le había durado muy poco
-No, no podemos. Mientras no salgas de este piso, no habrá días buenos. Hazte a la idea.
-Está bien -aceptó con resignación.
-Otra cosa, coge el pañuelo más grande que tengas por ahí.
-¿Un pañuelo? -preguntó extrañado- ¿Para qué?
-Tú cógelo y ya está.
Minutos después aparecía vestido como un chico normal, con sus vaqueros y camiseta, y un gran pañuelo en una mano, decorado con grandes floripondios. Bajaron a la calle y montaron en el coche de Javier, poniéndose en marcha.
-¿Dónde vamos? -preguntó Alex.
-Cuando salgamos de la ciudad, o llamaremos la atención.
Su respuesta no le tranquilizó lo más mínimo, pero decidió esperar, quizá por temor a echarse atrás en caso de que no le gustase, y temía que no le iba a gustar.
Tomando la autovía que avanzaba paralela a la costa…
-Coge el pañuelo y tápate los ojos -le pidió Javier.
-¡¿Qué?! -exclamó sorprendido Alex.
-Lo que has escuchado. Venga, que no es para tanto.
-Me parece que al final va a resultar que eres tú el que está mal de la cabeza -se negó.
-Bien, entonces suelto el volante y te lo pongo yo -le dijo con gesto grave, apartando la vista de la carretera un par de segundos.
-Y serías capaz -le creyó, pues había sido testigo de buena parte de las locuras que había cometido en su vida-. Está bien, lo haré. Lo mismo que no volver a hacerte caso en mi puta vida a partir de hoy.
Se puso el pañuelo, tapando por completo sus ojos, y se acomodó en el asiento, tratando de relajarse, algo bastante difícil por la situación, que empezaba a provocarle cierta ansiedad.
-¿Algún experimento psicológico más con el sujeto A? -se quejó.
-Deja de dramatizar, y disfruta del paseo.
Una media hora más tarde el coche se detenía
-¿Puedo quitármelo ya? -pidió Alex, llevando las manos al pañuelo.
-Unos minutos más, todavía no hemos llegado -le contestó, bajándose del coche.
Alex escuchó abrirse la puerta de su lado, llegándole claramente el olor del mar. Debían estar muy cerca de él, pensó.
-Espera, te ayudo a salir -le dijo Javier, cogiéndole del brazo-. Ahora cógete a mí o tropezarás.
Obedeció, recordando que su amigo jamás había traicionado su confianza, dejándose llevar dócilmente, aferrado a su brazo.
-No es nada agradable caminar a ciegas, teniendo que depender de otra persona -le dio a conocer sus sensaciones, recibiendo de vez en cuando los envites de un fuerte viento.
-Pues es lo que has estado haciendo desde hace un tiempo -le contestó Javier.
Unos metros más adelante, le anunció que habían llegado.
-Siéntate, despacio, con cuidado. Deja caer las piernas  -dijo ayudándole-. Puedes descubrirte los ojos  -le anunció.
-¡¡¡Ahhh!!! -exclamó Alex encogiéndosele el corazón por el miedo, y en un acto reflejo también las piernas. Frente a él se abría un profundo abismo, un acantilado en caída vertical hacia las escarpadas rocas donde rompían violentamente las olas del mar-. ¿Por qué me has traído aquí? ¿Es que estás loco?
-Eres tú el loco -le contestó con voz serena, impidiéndole que se levantara-. Debes darte cuenta de una vez.
-¿Y por qué aquí? Dudo que me ayude el que me pongas al filo de una muerte segura.
-Para que veas las dos opciones que tienes: mirarte a los pies, a la muerte, o alzar la mirada, al ancho horizonte, la vida. Si no piensas dejar de lamentarte sobre lo mal que estás, sin hacer nada por cambiarlo, adelante, da un paso -y le agarró de la camiseta por la espalda y le dio un leve empujón, suficiente para que Alex se echara hacia atrás por miedo a caer-. O, como creo que deseas en verdad, abre las alas -y tiró de él hacia arriba, ayudándole a ponerse en pie-, elévate sobre tus problemas, obsérvalos desde la correcta distancia, sin sumergirte en ellos para que no te ahoguen, y comprobarás que no son tan grandes como piensas, ni tan complicados de resolver. Tienes que dejarla marchar definitivamente.
-No puedo.
-Inténtalo al menos.
-La amo -imploró con la mirada que lo dejara en paz.
-Eso no significa que tengas que dejar de hacerlo.
-¡¡¡No puedo!!! ¡No puedo! No… puedo… no -le gritó, pasando de la rabia contenida a las más tristes lágrimas.
-Entonces salta, no esperes más a hacerlo -le apremió.
Alex le miró a los ojos, y después al fondo del acantilado, con los pétreos dientes asomando entre las olas del embravecido mar, y avanzó un pie.
-Lo haré -dijo en un susurro apenas audible con el bramar del viento.
-Hazlo, y quizá puedas estar con ella -le invitó, manteniendo una calma que en semejante momento parecía imposible.
-¡¡¡Lo haré!!! -gritó tan fuerte que parecía quisiese acallar al viento, adelantando un poco más el pie, haciendo desprenderse pequeñas piedras del filo, hasta quedar casi en el aire.
-Salta, no vas a tener mejor oportunidad que ésta -insistió. Alex temblaba, su pecho visiblemente agitado-. Hazlo, y la matarás definitivamente. Llevas meses haciéndolo, dejándote morir poco a poco, como un puto cobarde, un egoísta de mierda. ¿Eso aprendiste de vuestro amor, a rendirte?
Javier estaba llevándole a un límite sumamente fácil de sobrepasar, y lo sabía.
-No puedo vivir sin ella, no puedo -dijo con la mirada perdida en las salvajes olas, a decenas de metros más abajo.
-Ella estaba orgullosa de ti. ¿Has pensado en algún momento en cómo se sentiría si pudiera ver lo que estás haciendo con tu vida? Mientras vivas, ella vivirá contigo, en tu corazón, en tu memoria. Desaparece, y ella desaparecerá contigo, para siempre.
-Para siempre -repitió como un eco, recordándola, como cada uno de los días desde que le dejara solo, como cada uno de los momentos en que no estaban juntos. Apenas había diferencia en el dolor producido por unos y otros, sólo estando con ella se calmaba. Su amor no era un amor para cobardes, y él no lo había sido; ninguno de los dos. Lentamente, su mirada fue alzándose, hasta quedar fijada en el amplio horizonte desplegado ante él, donde cielo y tierra parecían unirse. Era una visión tan bella, pensó con una sonrisa, formando la preciosa carita de ella en el cielo, su ángel, sonriéndole, con sus grandes ojos mirándole, brillantes, llenos de un amor que no se podía medir con palabras-. Ella vive en mí -comprendió por fin-. Jamás permitiré que muera.
Javier casi no podía creer lo que oía, preso de unos nervios que no podía contener ni un segundo más. Alex bajó la mirada a su pie, y lo hizo retroceder, lleno de una paz como hacía tiempo no conocía. Lucharía, por ella, se prometió. El viento no pareció estar de acuerdo con ello, revolviéndose de tal manera que le hizo perder el equilibrio, empujándole hacia delante. Sin posibilidad de dar un paso hacia atrás, vio cómo comenzaba a precipitarse hacia el abismo. La mano de Javier lo evitó gracias a que reaccionó a tiempo, tirando enérgicamente de su camiseta. Ambos cayeron sobre la hierba, con el corazón saliéndoseles del pecho. ¡Qué poco había faltado para que aquello acabara en una tragedia! Se miraron, con los dedos afirmados en el suelo, asiendo casi desesperadamente el manto esmeralda bajo su espalda, y rieron, como niños tras una travesura que ha estado a punto de salirles mal.
-Gracias -dijo Alex mirando al cielo, por el cual comenzaban a extenderse las llamas del atardecer-. Por no darme por perdido.
-Anda calla, que si te llegas a tirar, hubiera tenido que tirarme detrás de ti. Joder, que mal rato me has hecho pasar -dijo liberando un largo suspiro-. Gracias a ti por dejarme ayudarte.
Y ambos permanecieron tumbados, esperando a que desapareciese el temblor que les invadía las piernas, maravillados por el espectáculo que les brindaba sol y nubes, ardiendo éstas en encendidos rojos, hasta quedar convertidas en grisácea ceniza.