Agotados tras el esfuerzo, Jane se dejó caer sobre mí, pegándose su piel perlada de sudor a la mía.
-Esta vez sí que me estás sacando provecho -bromeé, besando su frente.
-Y lo que queda -sonrió.
-¿Te importa si me doy una ducha? Con tanto sudar voy a acabar convertido en una estatua de sal.
-Como si estuvieras en tu casa -me invitó-. Encenderé el calentador -añadió, saliendo de la cama y poniéndose una corta bata de raso de color negro, que hacía aún más voluptuoso, si cabe, su cuerpo.
La seguí para que me indicara dónde estaba el cuarto de baño, tratando de apartar la vista de su trasero. Andar por aquel piso te hacía tener la impresión de que te encontrabas en el decorado de una película ambientada en los años posteriores a la Transición Española.
-Ahora te traigo una toalla -me dijo-. Mientras te duchas prepararé el desayuno. Mejor dicho el almuerzo -rectificó con una sonrisa-, que la hora del desayuno la dejamos atrás hace rato.
Entré en el cuarto de baño, viniéndome a la cabeza recuerdos de cuando tenía 5 años. A excepción de los botes de gel, champú y demás, el resto de cosas me llevaban a mi más temprana niñez: el dibujo de los azulejos, el mueble metálico que integraba el espejo, los grifos, la típica cisterna elevada, con la tubería por fuera de la pared, con la cadena para desaguar tirando de ella… Además todo parecía nuevo, tal era el mimo con el que se había mantenido a lo largo de los años. Aquel piso era como un mausoleo enorme dedicado a la memoria de Julio, pensé. No me hubiera extrañado encontrarme un ataúd en una habitación, ya lo creo que no.
-Esta vez sí que me estás sacando provecho -bromeé, besando su frente.
-Y lo que queda -sonrió.
-¿Te importa si me doy una ducha? Con tanto sudar voy a acabar convertido en una estatua de sal.
-Como si estuvieras en tu casa -me invitó-. Encenderé el calentador -añadió, saliendo de la cama y poniéndose una corta bata de raso de color negro, que hacía aún más voluptuoso, si cabe, su cuerpo.
La seguí para que me indicara dónde estaba el cuarto de baño, tratando de apartar la vista de su trasero. Andar por aquel piso te hacía tener la impresión de que te encontrabas en el decorado de una película ambientada en los años posteriores a la Transición Española.
-Ahora te traigo una toalla -me dijo-. Mientras te duchas prepararé el desayuno. Mejor dicho el almuerzo -rectificó con una sonrisa-, que la hora del desayuno la dejamos atrás hace rato.
Entré en el cuarto de baño, viniéndome a la cabeza recuerdos de cuando tenía 5 años. A excepción de los botes de gel, champú y demás, el resto de cosas me llevaban a mi más temprana niñez: el dibujo de los azulejos, el mueble metálico que integraba el espejo, los grifos, la típica cisterna elevada, con la tubería por fuera de la pared, con la cadena para desaguar tirando de ella… Además todo parecía nuevo, tal era el mimo con el que se había mantenido a lo largo de los años. Aquel piso era como un mausoleo enorme dedicado a la memoria de Julio, pensé. No me hubiera extrañado encontrarme un ataúd en una habitación, ya lo creo que no.
Abrí el grifo de la bañera, y el agua caliente no tardó en llegar. Me metí dentro, corriendo las cortinas, accioné el teléfono de la ducha, y dejé que recorriera mi cuerpo, reparadora como el mejor bálsamo. Cerré los ojos y me relajé unos segundos antes de comenzar a enjabonarme.
-¿Puedo? -me sorprendió la voz de Jane.
-¡Oye, desvergonzada! -reí al encontrarla observándome entre las cortinas.
Ella rió también, con un brillo de picardía en la mirada. Desató la bata, dejándola resbalar sobre su piel hasta el suelo, y se metió dentro de la bañera.
-Hay que ahorrar agua -me contestó, abrazándose a mí.
-Ya, lo tuyo es conciencia ecológica ¿no?
-Sí.
-Entonces, ¿le doy al agua fría, y el calor lo ponemos nosotros, o eso ya sería demasiado ecologismo?
-Por ahora ahorraremos sólo en agua -me contestó, rodeando mi cuello con sus brazos, presionando sus pechos contra mí, obligándome a apoyarme contra la pared.
El agua del teléfono caía sobre nuestras cabezas, deslizándose por nuestro rostro hasta la barbilla, desde donde se precipitaba como una doble cascada en el cuenco de carne que se formaba entre los senos de Jane, comprimidos contra mi pecho. Nos besamos, los ojos cerrados, y el cuenco rebosó, desbordándose. Aun bajo el agua caliente, su boca siguió pareciéndome cálida. Como su cuerpo, que ardía bajo mis manos, que se deslizaban sobre él sin dificultad, como si acariciaran la pulida superficie de una estatua de mármol.
Mínimamente recuperado de la vez anterior, mi cuerpo reaccionó apenas sintió la caricia de sus dedos. Mi piel se erizó a pesar de no sentir ningún frío.
Mis manos aferraron su cintura y la apretaron contra mi entrepierna, buscando el contacto de su pubis.
El agua nos privaba de sensaciones tales como el embriagador aroma del sexo, de su humedad propia, pero a cambio nos transportaba a otro plano sensitivo gracias a su sonido, que ahogaba nuestros jadeos, permitiéndonos concentrarnos totalmente en el roce de nuestra piel. El golpeteo de las gotas contra ella acentuaba la sensación de placer, contribuyendo a hacer desaparecer todo a nuestro alrededor. Nada más existía en ese momento que nosotros, entregados en cuerpo y alma a satisfacer la necesidad del otro para obtener la propia.
La lengua de Jane serpenteaba sobre mi piel, rompiendo la capa de agua que me cubría, que se arremolinaba alrededor de ella, llenando su boca y vaciándose por las comisuras como dos torrentes, que confluían entre sus pechos. Esas imágenes quedaban grabadas en mi retina como fotografías cada vez que abría los ojos para asegurarme de que no me hallaba sumido en un sueño. En alguno de esos momentos mi mirada fugaz coincidía con la de Jane, provocando que nuestros cuerpos se buscasen con más ímpetu.
-Hazme tuya -me pidió cuando ya no pudo más, ofreciéndome su espalda, retozando contra mí.
Aparté el pelo pegado a su nuca y la besé, rodeando su cuello milímetro a milímetro, mientras mis manos hacían lo propio con sus pechos, resbaladizos. Mojados, daban la impresión de ser mucho más pesados, más duros. Como sus pezones entre mis dedos. Los apreté dulcemente, y Jane se retorció entre mis brazos, apoyando sus manos contra los azulejos, e inclinándose hacia delante. Las gotas estallaban contra su espalda, para acabar concentrándose en el canal que formaba su columna, discurriendo hasta sus nalgas , sobre las que se derramaba. Me acerqué más a ella, e hice lo que deseaba, apretando firmemente su cintura. En ese preciso instante en que volvíamos a ser uno, supe que aquello acabaría mal, que, antes o después, se convertiría en un problema, y que iba a ser difícil darle solución porque… yo no era Julio.
Acaricié su firme espalda, y la hice incorporarse, justo cuando su cuerpo se agitaba presa del éxtasis. Mordí su cuello con fuerza, y acaricié su sexo, buscando intensificar al máximo sus sensaciones. Inmovilizada por la presión de mis dientes, se dejó caer suavemente sobre la pared, respirando entrecortadamente. No la liberé mientras su sexo no dejó de palpitar, provocando que mi cuerpo se liberase también, con un escalofrío recorriendo mi columna, haciéndome perder casi la consciencia de mí mismo.
Nos separamos, mirándonos con cara de no saber dónde estábamos, y nos abrazamos, apoyando nuestras cabezas, dejándonos llevar por un ligero vaivén, como si estuviéramos bailando bajo la lluvia. Nos besamos brevemente, apenas rozando nuestros labios, y acabamos de ducharnos, frotándonos la espalda el uno al otro, en silencio, como si de repente sobrara cualquier palabra entre nosotros. Jamás había tenido un momento de tanta intimidad con nadie. Podíamos haber sido las dos únicas personas sobre la faz de la Tierra, y no nos hubiera importado. Sólo cuando cerré el grifo, y quedó solamente el sonido del goteo de nuestros cuerpos húmedos, me preguntó ligeramente preocupada, mostrándome el cuello:
-¿Me has dejado marca?
-Te saldrá un precioso moratón -sonreí-. Ahora serás tú quien tenga que ocultarlo.
-Si mi marido lo ve, voy a tener problemas.
Mi sonrisa se borró de inmediato, devolviéndome a la realidad de la situación en que me encontraba. Sólo entonces comprendí mi estupidez, que había rebasado el límite que me había autoimpuesto con ella o cualquier otra mujer.
-Deberías haberme dicho que parara -le dije, sintiéndome terriblemente culpable.
-Sí, en eso estaba pensando yo en ese momento -sonrió irónica.
Cogió la toalla de baño que había llevado para mí, y nos rodeó con ella.
-Lamento no haber pensado en ello -me disculpé.
-Si mi marido se entera de esto, habrás de matarle -dijo muy seria, frotándome la cabeza con la toalla para secarme el pelo-, o será él quien acabe con mi vida.
Mi corazón se detuvo al escuchar sus palabras, y con él mi respiración. Ni tres segundos tardé en imaginarme dando muerte a un hombre cuyo rostro ni siquiera conocía, y de varias maneras además.
-No seas tonto -rió al observar el gesto de angustia que había puesto-. Mi marido y yo apenas pasamos tiempo juntos; ni siquiera dormimos en la misma habitación, gracias a sus ronquidos. Será fácil ocultarle un simple moretón. Además, en caso de que lo viera, lo más probable es que ni se percatara de su existencia.
-Prométeme que no dejarás que nadie lo vea -le rogué, sin acabar de sentirme tranquilo.
-¿Tanto te preocupo? -sonrió provocadora.
-No seas mala -le reñí, resistiéndome a concederle la más mínima sonrisa en aquel asunto.
-Hace un rato te ha parecido bien que lo fuera -contestó, acercando sus labios a los míos hasta rozarlos.
-Me preocupas, sí -admití.
-Lo sabía -sonrió con un brillo en los ojos.
-Pero sólo porque eres mi única fuente de ingresos ahora mismo, que te quede bien claro.
-Eres un borde -dijo haciéndose la ofendida-. Pensaba que valorabas mis encantos de mujer.
-Y lo hago -le contesté, mirando descaradamente sus pechos, simulando sentir un escalofrío-. Ya lo creo.
-¡Esos no! ¡Serás tonto! -rió, cubriéndose con la toalla y dejándome a mí con el culo al aire.
-¿Tonto? ¿Tú crees? -dije, recogiendo su bata del suelo para ponérmela.
-Pues idiota -me contestó, sin poder evitar sonreír al ver lo sexy que me quedaba-. Por ser tan maleducado con una dama, te vas a quedar con las ganas de que te prepare un rico almuerzo -añadió dándome la espalda, dirigiéndose al dormitorio-. Es más, vas a ser tú quien me vas a invitar a almorzar.
-Claro, no hay problema -acepté-. Pero según dónde me lleves, igual me tienes que dar un adelanto de lo de este fin de semana -le avisé, con las manos metidas en los bolsillos de la bata, mirándola con gesto digno.
-Vas a tener suerte, porque soy una mujer de gustos sencillos.
-¿Puedo? -me sorprendió la voz de Jane.
-¡Oye, desvergonzada! -reí al encontrarla observándome entre las cortinas.
Ella rió también, con un brillo de picardía en la mirada. Desató la bata, dejándola resbalar sobre su piel hasta el suelo, y se metió dentro de la bañera.
-Hay que ahorrar agua -me contestó, abrazándose a mí.
-Ya, lo tuyo es conciencia ecológica ¿no?
-Sí.
-Entonces, ¿le doy al agua fría, y el calor lo ponemos nosotros, o eso ya sería demasiado ecologismo?
-Por ahora ahorraremos sólo en agua -me contestó, rodeando mi cuello con sus brazos, presionando sus pechos contra mí, obligándome a apoyarme contra la pared.
El agua del teléfono caía sobre nuestras cabezas, deslizándose por nuestro rostro hasta la barbilla, desde donde se precipitaba como una doble cascada en el cuenco de carne que se formaba entre los senos de Jane, comprimidos contra mi pecho. Nos besamos, los ojos cerrados, y el cuenco rebosó, desbordándose. Aun bajo el agua caliente, su boca siguió pareciéndome cálida. Como su cuerpo, que ardía bajo mis manos, que se deslizaban sobre él sin dificultad, como si acariciaran la pulida superficie de una estatua de mármol.
Mínimamente recuperado de la vez anterior, mi cuerpo reaccionó apenas sintió la caricia de sus dedos. Mi piel se erizó a pesar de no sentir ningún frío.
Mis manos aferraron su cintura y la apretaron contra mi entrepierna, buscando el contacto de su pubis.
El agua nos privaba de sensaciones tales como el embriagador aroma del sexo, de su humedad propia, pero a cambio nos transportaba a otro plano sensitivo gracias a su sonido, que ahogaba nuestros jadeos, permitiéndonos concentrarnos totalmente en el roce de nuestra piel. El golpeteo de las gotas contra ella acentuaba la sensación de placer, contribuyendo a hacer desaparecer todo a nuestro alrededor. Nada más existía en ese momento que nosotros, entregados en cuerpo y alma a satisfacer la necesidad del otro para obtener la propia.
La lengua de Jane serpenteaba sobre mi piel, rompiendo la capa de agua que me cubría, que se arremolinaba alrededor de ella, llenando su boca y vaciándose por las comisuras como dos torrentes, que confluían entre sus pechos. Esas imágenes quedaban grabadas en mi retina como fotografías cada vez que abría los ojos para asegurarme de que no me hallaba sumido en un sueño. En alguno de esos momentos mi mirada fugaz coincidía con la de Jane, provocando que nuestros cuerpos se buscasen con más ímpetu.
-Hazme tuya -me pidió cuando ya no pudo más, ofreciéndome su espalda, retozando contra mí.
Aparté el pelo pegado a su nuca y la besé, rodeando su cuello milímetro a milímetro, mientras mis manos hacían lo propio con sus pechos, resbaladizos. Mojados, daban la impresión de ser mucho más pesados, más duros. Como sus pezones entre mis dedos. Los apreté dulcemente, y Jane se retorció entre mis brazos, apoyando sus manos contra los azulejos, e inclinándose hacia delante. Las gotas estallaban contra su espalda, para acabar concentrándose en el canal que formaba su columna, discurriendo hasta sus nalgas , sobre las que se derramaba. Me acerqué más a ella, e hice lo que deseaba, apretando firmemente su cintura. En ese preciso instante en que volvíamos a ser uno, supe que aquello acabaría mal, que, antes o después, se convertiría en un problema, y que iba a ser difícil darle solución porque… yo no era Julio.
Acaricié su firme espalda, y la hice incorporarse, justo cuando su cuerpo se agitaba presa del éxtasis. Mordí su cuello con fuerza, y acaricié su sexo, buscando intensificar al máximo sus sensaciones. Inmovilizada por la presión de mis dientes, se dejó caer suavemente sobre la pared, respirando entrecortadamente. No la liberé mientras su sexo no dejó de palpitar, provocando que mi cuerpo se liberase también, con un escalofrío recorriendo mi columna, haciéndome perder casi la consciencia de mí mismo.
Nos separamos, mirándonos con cara de no saber dónde estábamos, y nos abrazamos, apoyando nuestras cabezas, dejándonos llevar por un ligero vaivén, como si estuviéramos bailando bajo la lluvia. Nos besamos brevemente, apenas rozando nuestros labios, y acabamos de ducharnos, frotándonos la espalda el uno al otro, en silencio, como si de repente sobrara cualquier palabra entre nosotros. Jamás había tenido un momento de tanta intimidad con nadie. Podíamos haber sido las dos únicas personas sobre la faz de la Tierra, y no nos hubiera importado. Sólo cuando cerré el grifo, y quedó solamente el sonido del goteo de nuestros cuerpos húmedos, me preguntó ligeramente preocupada, mostrándome el cuello:
-¿Me has dejado marca?
-Te saldrá un precioso moratón -sonreí-. Ahora serás tú quien tenga que ocultarlo.
-Si mi marido lo ve, voy a tener problemas.
Mi sonrisa se borró de inmediato, devolviéndome a la realidad de la situación en que me encontraba. Sólo entonces comprendí mi estupidez, que había rebasado el límite que me había autoimpuesto con ella o cualquier otra mujer.
-Deberías haberme dicho que parara -le dije, sintiéndome terriblemente culpable.
-Sí, en eso estaba pensando yo en ese momento -sonrió irónica.
Cogió la toalla de baño que había llevado para mí, y nos rodeó con ella.
-Lamento no haber pensado en ello -me disculpé.
-Si mi marido se entera de esto, habrás de matarle -dijo muy seria, frotándome la cabeza con la toalla para secarme el pelo-, o será él quien acabe con mi vida.
Mi corazón se detuvo al escuchar sus palabras, y con él mi respiración. Ni tres segundos tardé en imaginarme dando muerte a un hombre cuyo rostro ni siquiera conocía, y de varias maneras además.
-No seas tonto -rió al observar el gesto de angustia que había puesto-. Mi marido y yo apenas pasamos tiempo juntos; ni siquiera dormimos en la misma habitación, gracias a sus ronquidos. Será fácil ocultarle un simple moretón. Además, en caso de que lo viera, lo más probable es que ni se percatara de su existencia.
-Prométeme que no dejarás que nadie lo vea -le rogué, sin acabar de sentirme tranquilo.
-¿Tanto te preocupo? -sonrió provocadora.
-No seas mala -le reñí, resistiéndome a concederle la más mínima sonrisa en aquel asunto.
-Hace un rato te ha parecido bien que lo fuera -contestó, acercando sus labios a los míos hasta rozarlos.
-Me preocupas, sí -admití.
-Lo sabía -sonrió con un brillo en los ojos.
-Pero sólo porque eres mi única fuente de ingresos ahora mismo, que te quede bien claro.
-Eres un borde -dijo haciéndose la ofendida-. Pensaba que valorabas mis encantos de mujer.
-Y lo hago -le contesté, mirando descaradamente sus pechos, simulando sentir un escalofrío-. Ya lo creo.
-¡Esos no! ¡Serás tonto! -rió, cubriéndose con la toalla y dejándome a mí con el culo al aire.
-¿Tonto? ¿Tú crees? -dije, recogiendo su bata del suelo para ponérmela.
-Pues idiota -me contestó, sin poder evitar sonreír al ver lo sexy que me quedaba-. Por ser tan maleducado con una dama, te vas a quedar con las ganas de que te prepare un rico almuerzo -añadió dándome la espalda, dirigiéndose al dormitorio-. Es más, vas a ser tú quien me vas a invitar a almorzar.
-Claro, no hay problema -acepté-. Pero según dónde me lleves, igual me tienes que dar un adelanto de lo de este fin de semana -le avisé, con las manos metidas en los bolsillos de la bata, mirándola con gesto digno.
-Vas a tener suerte, porque soy una mujer de gustos sencillos.
Media hora después salíamos a la calle, Jane vestida en plan grunge, ataviada además con una gorra negra y grandes gafas oscuras, por si se cruzaba con algún conocido de su círculo social. Me recordó por un momento a Susan Sarandon, quizá por la gorra.
-¿Recuerdo de tu juventud? -le había preguntado al verla aparecer con una camiseta blanca con la portada del álbum “III” de Led Zeppelin.
-No soy tan vieja -me había contestado con una sonrisa-. Era de mi padre.
-Un buen disco -asentí, dejando pasar la oportunidad de preguntar su edad, ¿acaso importaba?
Sobre los tejanos no hice ningún comentario, sobraban.
Tras comer, más que almorzar, pues nuestros cuerpos necesitaban reponer energías en cantidad, nos dedicamos a callejear por Barcelona, coincidiendo en que, a pesar de ser una ciudad en constante cambio, no dejaba de ser la misma de siempre, pues, al fin y al cabo, eran las personas que la poblaban las que le daban su carácter único. Incluso fuimos al cine, al descubrir en nuestro paseo que en la sala más pequeña de un multicine reponían ese fin de semana “Bagdad Café”, dentro de un programa que recuperaba películas clásicas, dirigido sobre todo a los nostálgicos.
No regresamos a su piso hasta la hora de la cena. Lo pasé tan bien con ella, que empecé a sentirme realmente culpable de cobrarle por ello.
-¿Recuerdo de tu juventud? -le había preguntado al verla aparecer con una camiseta blanca con la portada del álbum “III” de Led Zeppelin.
-No soy tan vieja -me había contestado con una sonrisa-. Era de mi padre.
-Un buen disco -asentí, dejando pasar la oportunidad de preguntar su edad, ¿acaso importaba?
Sobre los tejanos no hice ningún comentario, sobraban.
Tras comer, más que almorzar, pues nuestros cuerpos necesitaban reponer energías en cantidad, nos dedicamos a callejear por Barcelona, coincidiendo en que, a pesar de ser una ciudad en constante cambio, no dejaba de ser la misma de siempre, pues, al fin y al cabo, eran las personas que la poblaban las que le daban su carácter único. Incluso fuimos al cine, al descubrir en nuestro paseo que en la sala más pequeña de un multicine reponían ese fin de semana “Bagdad Café”, dentro de un programa que recuperaba películas clásicas, dirigido sobre todo a los nostálgicos.
No regresamos a su piso hasta la hora de la cena. Lo pasé tan bien con ella, que empecé a sentirme realmente culpable de cobrarle por ello.