domingo, 24 de julio de 2011

A los pies de la sombra





La noche caía como velo de terciopelo estampado de estrellas sobre la ciudad, liberándola gradualmente del veraniego calor del día, pegajoso como caramelo en manos de niño. Las altas farolas la recibieron encendiéndose a lo largo de la interminable avenida, perdiéndose su luz en el horizonte de deslumbrantes faros y pilotos rojos de los automóviles, entre las estilizadas palmeras, que hacían cosquillas con sus ramas a la fachada de los edificios más cercanos. Si los ladrillos rieran, más de un bloque se habría venido abajo, pensó Julia con una sonrisa triste en los labios, mirando a través de la gran ventana de su habitación. Incluido aquel en el que llevaba varios días viviendo, su nueva “cárcel”. Se había familiarizado de tal manera con su celda, que parecía eran meses los que llevaba en ella. La había hecho suya rápidamente, y de igual forma había sido poseída, por unos dedos invisibles, a veces asfixiantes, como si se aferraran a su cuello, impidiendo que el aire llegara a sus pulmones. Había tardes que parecían tan reales… Pero lo peor eran las noches, en una cama extraña, vacía, porque hacía mucho tiempo que había dejado de contarse a sí misma. Su cuerpo, apenas la forma impresa sobre el colchón por la curva de sus caderas y hombros, un cuenco de algodón recogiendo el sudor de su frente en la almohada. Un sudor con sabor a soledad, amargo, destilado por su sombra, fundida con la del resto de objetos de la habitación de alquiler. Uno más, así se sentía, lista para que el polvo se fuera depositando sobre ella, hasta que ni sus lágrimas pudieran abrirse paso a través de él. Observó las ramas de las palmeras agitadas por el viento que recorría a sus anchas la avenida, y se sintió identificada con ellas: mudas, ignoradas por quienes pasaban a su lado, con los pies anclados a tierra.
-Ellas están presas por su condición de vegetal -se dijo en voz baja, aunque la puerta de la habitación estaba cerrada, y no había nadie más en el piso-, nacieron sin poder elegir. Pero, ¿y tú, Julia? -se interrogó- Nadie te obligó a ser “esto” -añadió encarándose al reflejo en el cristal-. Podías haber llevado otra vida, tuviste la oportunidad -Encontró sus ojos azules escrutándola fríamente, sin piedad, y tuvo que apartar la mirada-. Una vida de rutina -se contestó-. Una mentira con las patas muy cortas, lo sabes bien -enfrentó de nuevo a su imagen-. ¡Huiste! -le acusó ésta. Julia dejó escapar una risa cansada, tanto que ni siquiera despegó los labios, liberándola a través de la respiración de su nariz-. Huir… -suspiró-. No huí, me apartéde los errores. Si algo he de admitir, es que fue demasiado tarde. Estar sola es una consecuencia que puedo asumir -Su reflejo no parecía muy convencido de ello-. Hablar a una ventana lo deja bien claro -le contestó. Julia decidió no replicar, sabiendo que llevaba las de perder en aquella conversación consigo misma.
Sola… sola… nunca quiso estarlo. Volvía a sentir los dedos rodeando su cuello con fuerza, y unos crueles pinchazos a la altura del corazón, como si alguien se empeñara en hacerlo sangrar más aún. Necesitaba salir a la calle, o la sensación de ahogamiento acabaría convirtiéndose en algo muy real. Se cambió de ropa, poniéndose un ligero vestido con un estampado de lirios azules sobre blanco, y su calzado más cómodo, dispuesta a andar varias horas por la ciudad, tantas como hiciera falta, hasta que se sintiera mínimamente libre de aquella agobiante soledad, que le hacía perder los papeles de un modo que cada vez era más difícil de frenar.
Se encontraba en aquella ciudad por motivos de trabajo, un traslado nada deseado contra el que había opuesto tanta resistencia como había podido, evaporada al ser informada de que era eso, o verse de patitas en la calle. Finalmente se había consolado diciéndose que en su ciudad ya no había nada que la atara, y que no le vendría mal un cambio de aires. Además, ¿quizá ese cambio estuviera propiciado por el destino? No, no llegó a consolarse hasta tal extremo. Por lo menos la empresa la había “premiado” con un par de semanas de vacaciones para que tuviera tiempo de encontrar piso y adaptarse a su nuevo lugar de residencia. Todavía no había trabado amistad con nadie; tampoco había puesto empeño en ello, temerosa de abrirse, de darse a conocer. En unos días todo cambiaría, cuando le fueran presentados sus nuevos compañeros. Lo que más miedo le daba era no encajar, no importaba si era por su culpa o la de los demás. Aquel traslado suponía un riesgo, y Julia odiaba los riesgos. A sus 39 años, los evitaba tanto como podía, por pequeños que pudieran parecer. Lo peor era que no dejaban de multiplicarse, encontrándolos ya en cosas tan tontas como bajar a comprar el pan, o tomar un autobús. Era una continua lucha contra sus pensamientos, contra sí misma. Sin saber cómo, se había convertido en su enemiga más terrible, que, claro está, conocía a la perfección sus puntos flacos, donde más dolían los golpes.
Paseando entre la multitud, tratando de hacer frente a sus miedos, llegó a una zona llena de terrazas de verano, tan concurrida que fue literalmente arrastrada por una marea humana hasta caer sentada en una silla, que parecía estar esperándola para evitar que cayera al suelo. Tenía el corazón a mil, y una desagradable sensación de angustia en la boca del estómago, palpitando como un segundo corazón, en una carrera suicida contra el de su pecho. Se aferró a los brazos de aluminio de la silla, las manos crispadas como un náufrago a una roca, temiendo que el aluvión de personas volviera a arrastrarla, sintiendo cómo rozaban sus hombros, llevándose su largo pelo negro, convertidos en un río que iba a desembocar quién sabía dónde. Tenía que tranquilizarse, se dijo, o sufriría un ataque de ansiedad.
-Buenas -la saludó inesperadamente un camarero, bolígrafo y libreta en mano-, ¿qué va a tomar?
Julia se llevó tal sobresalto que a punto estuvo de saltar en el aire, silla incluida. Necesitó unos segundos para contestar, llevando saliva a su garganta para que pudieran fluir por ella las palabras.
-A-algo frío… ¿Tienen granizado de limón? -preguntó intentando aparentar serenidad, empresa harto difícil en el estado en que se encontraba.
-Ahora mismo se lo traigo -contestó solícito el camarero, desapareciendo casi del mismo modo que se había materializado.
“Menuda idiota estás hecha, Julia”, pensó, apoyando los brazos sobre la mesa, también de frío aluminio, dejando caer la frente sobre su palma izquierda, “seguro que ha pensado que te falta un tornillo”. “Sí, menuda idiota”, le contestó su reflejo sobre la pulida superficie de metal de la mesa. Por un instante estuvo a punto de levantarse de la silla y gritarle que se callara, que se callara de una puta vez. Lo evitó la mirada de un chico, un par de mesas más allá de la suya. Leía un libro, cosa increíble con toda la agitación y el ruido a su alrededor. Como por arte de magia, la ansiedad dio paso a la curiosidad, tratando de averiguar qué leía, pues ella misma era una gran lectora, cuyos días casi se contaban por libros. Al verse observado, el chico la saludó con un leve movimiento de una mano, dedicándole una sonrisa. “¿Estás bien?”, leyó en sus labios. Julia miró en torno suyo, temiendo haber llamado la atención de alguien más; no, sólo él había reparado en su comportamiento. Aliviada, asintió a su pregunta con un mudo “Gracias”. Él le contestó “De nada” moviendo negativamente la cabeza, tras lo cual volvió a centrarse en el libro en sus manos, bebiendo un sorbito de café sin siquiera apartar la vista de sus hojas.
-Aquí tiene -volvió a sorprenderla el camarero, dejando frente a ella una gran copa de granizado de limón. 

(¿Continuará?)