lunes, 31 de octubre de 2011

Estoy aquí




Le despertó el frío en los pies. Pablo era tan inquieto en la cama, que debía haberse destapado, como era costumbre en él, no importaba si era invierno. Se dio la vuelta y buscó el filo del mullido edredón para cubrirse hasta el cuello. Extendió la mano tanto como pudo, tratando de no prestar mucha atención a ello para no despertarse del todo, sin encontrarlo. Abrió los ojos y vio que se había acostado sobre el edredón. Con razón tenía frío. Mira que su madre se aseguraba de que se tapase bien, pero… Se incorporó, sentándose en el filo de cama, y bostezó largamente, frotándose los ojos para acabar de alejar el sueño de ellos. Ya era de día, y bastante tarde, como vio en el reloj de Bob Esponja sobre la mesita. Miró a su hermano, Álvaro, durmiendo en la cama de al lado, y sonrió travieso, pensando en gastarle una broma. Se acercó de puntillas a él, y…
-¡Vamos, dormilón, que ha salido el sol! -le gritó al oído, echándose a reír a continuación. Álvaro ni se inmutó, lo mismo que si le hubiera gritado a la pared- ¡Despierta, que es hora de levantarse! -volvió a la carga, sin temor a llevarse una colleja de su hermano, de nueve años, dos más que él, y bastante mal genio cuando se enfadaba- Pues sí que está cansado -se dijo contrariado al ver que no se despertaba, decidiendo dejarle tranquilo.
Salió de la habitación y fue a la cocina, donde esperaba encontrar a su madre para que le preparase el desayuno.
-¡Buenos días, mamá! -exclamó henchido de alegría, listo para lanzarse a sus brazos y darle un cariñoso beso en cada mejilla.
Segundo fracaso de la mañana: su madre no estaba en la cocina. Siguiente parada, el comedor, donde estaba convencido de encontrarla, probablemente leyendo un libro, como hacía cuando su hermano y él se lo permitían. Acertó al cincuenta por cien, ya que su entretenimiento no era un libro, sino la tele. Parecía triste, algo raro en ella, que siempre tenía una sonrisa en los labios. La palidez de su rostro, y el largo pelo recogido de cualquier manera en una coleta, empeoraban  la sensación. Además iba en bata, y su madre era de las que se arreglaban nada más levantarse.
-¿Qué te pasa mamá? -le preguntó, preocupado al ver que no le prestaba la más mínima atención. No obtuvo respuesta.
Se acercó y posó una mano sobre la suya. Su madre se estremeció apenas la tocó, pero siguió sin hablarle ni mirarle. Tenía la vista fija en la pantalla del televisor, como si hubiera en ella algo mucho más interesante. Era un video de él y su hermano, de muy pequeños, jugando en un parque.
-Mamá, hazme caso -le pidió, comenzando a sentirse mal por su extraño comportamiento.
Su madre ni le miró. Cogió el mando del reproductor, y detuvo la imagen en un primer plano donde Pablo sonreía feliz a la cámara.
Sonaron unas llaves en la puerta de la entrada, y apareció su padre, devolviéndole la sonrisa que mostraba congelada la pantalla.
-¡Papá, mamá está muy rara, no sé…! -comenzó a decir de carrerilla, callando al ver que traía un gran ramo de flores de todos los colores. “Mi padre sí que sabe. Seguro que también ha visto que está triste, por eso ha ido a comprarle flores para alegrarla”, pensó orgulloso.
Su padre pasó a su lado como si no existiera, y se agachó frente a ella, mostrándole las flores.
-Mira, he traído las más bonitas que he encontrado -le dijo mirándola con amor a los ojos-. Venga, vístete, o se nos hará tarde -La cogió delicadamente de la mano, intentando animarla con ello a levantarse del sofá.
La mujer se mantuvo sentada, con la mirada perdida más allá de su marido. Él se giró, y vio la imagen de su hijo en el televisor. Sin decir nada, cogió el mando a distancia y lo apagó.
-Enciende la tele -le ordenó ella, con una voz que su hijo no reconoció.
-Después, cuando volvamos.
-Sabes que no voy a ir a ningún lado.
-Yo no puedo ir solo. No puedes pedirme eso.
-Haz lo que quieras, yo no te he pedido nada.
-Tenemos que ir, los dos, es importante -insistió, casi rogándole con la mirada.
Pablo miraba a uno y otro, y no entendía qué estaba ocurriendo, dónde tenían que ir, ni qué tenían que hacer.
-¿Papá, mamá? -trató de llamar su atención, inútilmente.
-No voy a ir a ningún lado, no insistas -Dio el tema por zanjado.
-Sé que es pedirte mucho, en el estado en que te encuentras, pero…
-De acuerdo -dijo levantándose con lentitud del sofá. Cogió el ramo de flores de las manos de su marido, que suspiró aliviado, y las olió con una profunda inspiración, para inmediatamente después…-. ¡¡¡No, no, y NO!!! -gritó fuera de sí, comenzando a golpear furiosamente el ramo contra la pared, con rostro desencajado. El aire quedó sembrado de pétalos en apenas un instante- No puedo -dijo derrotada, mirando los tallos desnudos, quebrados, y echándose a llorar-. No puedo ir a un lugar donde esto es lo que quedará de mi hijo. Unas simples flores no pueden devolverme nada de él que no tenga ya, sólo quitarme las pocas fuerzas que me quedan. No me puedes pedir que vaya a visitar su tumba, por mucho que te quiera, porque no puedo, no puedo. Es aquí donde está -dijo tocándose sobre el corazón-, no en un frío cementerio -Y se abrazó a su marido para no derrumbarse del todo. Él la estrechó entre sus brazos, como ella sabía que siempre haría.
El pequeño Pablo les miraba con lágrimas en los ojos, comprendiendo por fin la tristeza de su madre, que le ignorara, el frío que sentía en su cuerpo, y que nada tenía que ver con la temperatura o que pudiera encontrarse enfermo. Pero no recordaba haber muerto, aunque eso tampoco le hubiera ayudado a aceptarlo. No, él estaba allí, le vieran o no, estaba allí, y debían saberlo, así dejarían de estar tristes.
-¡Estoy aquí! -gritó tan fuerte como pudo- ¡Estoy aquí!
-Necesitas descansar, cariño -dijo su padre, acompañando a su madre-. En la cama estarás mejor.
Seguían sin escucharle.
-¡Estoy aquí! -volvió a gritar, quemándole las lágrimas en las mejillas- ¡¡¡ESTOY AQUÍ!!!
Les siguió hasta la habitación sin dejar de intentarlo, intentando abrazarse a ellos, sin lograr atrapar más que el aire.
La cama seguía sin hacer. Su madre se tumbó sobre ella, y su padre la tapó.
-No te preocupes, yo preparo la comida -La tranquilizó con su sonrisa, acariciándole el pelo-. Además, seguro que Álvaro me echa una mano -La besó en la frente, y la dejó a solas.
Pablo ya no gritaba. Se acercó a la cama y se tumbó junto a su madre, bien cerca.
-Estoy aquí, mamá -le dijo en voz baja-. Siempre estaré.


sábado, 29 de octubre de 2011

Préstamos personales





-Le cobran en aquella fila -le indicó amablemente la empleada tras la ventanilla, entregándole un número y  un cheque por la cantidad que había estimado justa el tasador del banco.
Ben siguió la dirección del dedo, chocando su mirada con realidades tan desoladoras como la suya, la de personas que no habían encontrado más salida para conseguir dinero que acudir a aquel siniestro lugar, vestido de mármol de Carrara gracias a las desdichas ajenas.
-¿Es usted la última? -preguntó a una mujer de rostro pálido y ojeroso, acompañada de una niña de unos cuatro años que debía ser su hija, y cuyo demacrado aspecto no invitaba a pensar que llegara a cumplir muchos más.
La mujer asintió levemente, sin ánimo ni para pronunciar un simple sí. Sus ojos, carentes de todo brillo, parecían secos, quizá de tanto llorar. La fila de la tristeza era tan larga, que Ben tuvo tiempo de sobra para observarlas a ambas, cogida la una a la otra como si temieran que alguien las pudiera separar. Las piernas de la niña asomaban como dos cañitas del vestido hecho con tela de saco, que la obligaba a rascarse con insistencia cada pocos segundos. Un sombrero de paja en su mugrienta cabecita y hubiera parecido un pequeño espantapájaros. Su madre no iba mejor ataviada, cubierta por harapos que recordaban lejanamente a un vestido. La miseria contemplando a la miseria, se reprobó, sintiendo ganas de vomitar. Nadie le hubiera puesto mala cara si lo hubiera hecho. Si algo sobraba a los que formaban la cola, era comprensión, y tolerancia al asco, un lujo que el hambre no permitía, o habrían sucumbido al frío abrazo de la muerte mucho tiempo atrás.
La fila se adentraba en un pasillo que se tornaba más y más oscuro a medida que avanzaban por él. La carencia de buena luz era desmoralizante, alimentando el miedo en el corazón, convirtiéndolo en una pesada losa. A cada paso que daba la mujer, parecía encogerse un poco más. Podría haber sido una falsa impresión provocada por la falta de luz; pero no, Ben también se iba encogiendo cuanto más cerca veía su turno, encorvado por el peso del temor y la debilidad de su famélico cuerpo. Miró sus cadavéricas manos, la fina piel pegada a las falanges como pergamino, y agradeció que se hubieran compadecido de él, dándole aquel cheque salvador: el estúpido agradecimiento de los que no tienen nada, hacia aquellos que se lo han quitado.
El pasillo acababa frente a una cortina de anchas tiras de plástico transparente, no demasiado limpias, que impedían ver con claridad qué ocurría tras ellas. Parecía la entrada a un matadero. Dentro la iluminación era bastante fuerte, industrial. Permitía distinguir formas moviéndose de un lado a otro, sobre todo blancas y verdes. El grosor de las tiras de plástico las mostraba borrosas. Por el espacio entre el final de ellas y el suelo se colaba una fina capa de blanquecino vapor, reptando hasta nuestros pies, lamiéndolos. Traía olor a desinfectante. Era desagradable, áspero en la nariz, pero nadie reparaba en ello: su propio olor lo era incluso más. Sí prestaban atención al sonido del agua, que debía ser la causa del vapor. Parecía provenir de varias duchas. No dejaba de sonar, trayendo a los más mayores recuerdos de otros tiempos, cuando el agua caliente estaba a su alcance. Habían cambiado muchas cosas desde entonces, el mundo en general, tal y como había sido conocido durante milenios. El agua había dejado de estar al alcance de la mayoría, más aún si era limpia, cualidad que hasta la lluvia había perdido.
Se abrió la cortina frente al primero de la cola, y apareció un hombre vestido con el típico uniforme verde de cirujano. Ben sintió un escalofrío al observar las manchas de sangre en la ropa. Más allá de las tiras se veían unas instalaciones donde reinaba el color blanco de los azulejos que cubrían paredes y suelo. Pudo ver también a varias personas cargando cajas del mismo color, con símbolos rojos, entre ellos una cruz. En verdad parecía un matadero. Y, ¿acaso no eran ellos el ganado?, se dijo.
-El siguiente -llamó el hombre con voz cansada, dando paso a un chico delgaducho con pinta de no aguantar los trámites del contrato con el banco, justo delante de la mujer y la niña.
Cinco minutos después salía otro, también con apariencia de cirujano. Ben se preguntó si dejarían pasar a la niña con su madre o la harían esperar sola en aquel infecto lugar.
-Vamos hija -dijo la mujer rompiendo el abrazo con la niña tras besar su cabecita-, se obediente y acompaña al señor. Será sólo un momento. Yo te esperaré aquí fuera. Luego iremos a comprar caramelos, ¿vale cielo?
A Ben se le cristalizó la sangre en las venas al escuchárselo decir. La niña soltó a su madre y cogió la mano del cirujano con mirada desconfiada.
-Buena niña -le dijo el hombre con una tranquilizadora sonrisa, y ambos desaparecieron tras la cortina, la pequeña girándose para decirle adiós a su madre.
La mujer miró durante unos segundos las translúcidas tiras de plástico, su hija alejándose convertida en una manchita oscura, hasta perderse todo rastro de ella. Tras ello, se dio la vuelta y se marchó. En sus ojos no había lágrimas. Ya no le quedaban. Ben lo hubiera hecho por ella, si la rabia e impotencia que sentía se lo hubieran permitido.


jueves, 27 de octubre de 2011

Sin palabras





Las relaciones de pareja son complicadas. Nada nuevo bajo el sol. Para colmo, las mujeres no vienen con manual de instrucciones; los hombres tampoco. Si tuviera el mío, me lo leería con la máxima atención, tantas veces como hiciera falta, para poder ser mejor hombre, y mejor persona. Aprendería mucho, estoy seguro. También sé que habría muchas cosas que no me haría gracia leer, exclamando ofendido: ¡¿Yo?! ¡Quien ha escrito esto no tiene ni puta idea! ¡¿Pero cómo voy a ser yo así?! Porque no pone el nombre del autor, que si no… Si lo pusiera, leería con cara de gilipollas mi nombre, porque es uno quien se hace a sí mismo, con ayuda en mayor o menor medida de la vida que le ha tocado en suerte. Que nadie se engañe, más de un@ reaccionaría de tal modo, puede que incluso peor. A todos nos gusta que nos hablen de nuestras virtudes, pero no de nuestros defectos. Nos gustan tan poco, que los ignoramos hasta el punto de no saber que existen. Luego, cuando alguien nos los hace tan evidentes que no podemos negarlos, ponemos cara de sorprendidos, como el ladrón al que se sorprende tras robar una cartera: “No es mía, alguien me la habrá metido en el bolsillo”. Los defectos cuestan de aceptar, independientemente de si son propios o ajenos. Nadie está libre de ellos. Si me preguntan por los míos, son… son… espera, casi lo tengo… son… Vaya, no me acuerdo. Ese es el primer síntoma de que son graves, no acordarse, o lo que viene a ser “hacerse el loco”. Tendré que pensarme lo de apuntarlos en un folio (para que no falte espacio), como primera medida para buscarles solución, al tenerlos más presentes. Mira por dónde, ahora estoy dando rienda suelta a uno de ellos. A ver… bolígrafo (por si me tienta la idea de borrar alguno)… folio… Bien, ya está. Inaugura la lista: hablar demasiado de mí mismo. Y dejo de hacerlo para volver con las relaciones de pareja. Sí, son complicadas. Hasta hace unos días, y a pesar de mis batacazos sentimentales, pensaba que no, que si uno se lo proponía, poniéndole toda su fe, podía ser cosa de coser y cantar. ¿Quién destripó una de mis mayores creencias (segunda tras la existencia de los Reyes Magos, y primera tras ser destripados ellos también; no literalmente, claro)? ¡Mis padres! Ellos precisamente, que habían sido un modelo a seguir para mí. Su relación era la más perfecta que había visto en mi vida, la envidia de cualquier pareja, por feliz que pareciera. Ambos se trataban con respeto, sin perder los papeles en ninguna ocasión, sin levantarse la voz, que yo recordase. Ni un mal gesto, ni una mala palabra, estuvieran delante de mí o no (soy hijo único, y no precisamente un santo). Cualquier problema se resolvía de manera civilizada, apoyadas las decisiones del uno por el otro. Siempre encontraban un punto a partir del cual ponerse de acuerdo, como si no hubiera dificultad suficientemente grande para ellos. Ojalá tuviera algo tan ideal, me dije tras mi primer fracaso amoroso; ojalá pudiera hacerlo tan bien como ellos, tras el segundo; ojalá fuera como mi padre y ella como mi madre, tras el tercero; ojalá… ojalá… ojalá… Tras tropezar tantas veces con la misma piedra, decidí pedirle consejo a mi padre para encontrar el camino hacia la perfección “parejil”. Cuando se lo dije, lo primero que hizo fue reírse. Eso me pareció buena señal, porque creí que indicaba que no era tan difícil conseguirlo. Pero a continuación se puso a hacer unos extraños gestos con las manos: ¿es que me iba a hacer el ataque de la cobra?, pensé perplejo.
-Perdona hijo, a veces se me escapa -se disculpó.
-¿Qué era eso, kung fu?
-No, algo mucho mejor.
-¿Qué? -me apresuré a preguntar, ansioso por alcanzar la iluminación “parejil”.
-Sin prisas, hijo, que nunca son buenas.
(Bolígrafo… folio… Segundo defecto de la lista: no paro de citar dichos y refranes españoles.)
-Es que tengo tantas ganas de que mi vida sentimental sea tan perfecta como la vuestra…
-Pues entonces, lo primero que debes saber es que no tiene nada de perfecta. Nuestro matrimonio es tan normal como cualquier otro, con sus discusiones…
-Pero si yo nunca os he visto ni escuchado discutir -le interrumpí, creyendo que me tomaba el pelo.
-Ni nos escucharás. Nuestros comienzos no fueron demasiado buenos, con muchos problemas de por medio. Era rara la semana que no teníamos dos o tres discusiones. Llegó a ser insoportable -Yo escuchaba más tieso que la mojama, incapaz de dar crédito a lo que decía-. Cuando parecía que ya no tenía solución, tu madre tuvo una genial idea, al darse cuenta de que el tono y el volumen de nuestra voz, así como el gesto en nuestro rostro y manos al hablar, provocaban que nos alterásemos cada vez más, cerrándose nuestros oídos a entender lo que el otro decía. Era como si nos volviésemos sordos. ¡Cuánta razón tenía!, porque nosotros nos queríamos. No era ahí donde estaba el problema, pero habíamos llegado a un extremo en que daba igual.
-¿Y qué hicisteis para solucionarlo? -No pude esperar más a saberlo.
-Al día siguiente nos apuntamos a un cursillo para aprender el lenguaje de signos.
-¡¿Lenguaje de signos?! -exclamé atónito.
-Sí, hijo, sé que cuesta de creer -Sonrió-. Gracias a él conseguimos comunicarnos sin que ningún ruido interfiriera en nuestra conversación, y prestar de paso más atención a lo que el otro decía. Fue como un pequeño milagro que salvó nuestro amor. Sólo necesitábamos aprender a comunicarnos, pero hasta entonces no supimos cómo. Si no hubiera sido por la inteligencia de tu madre…
Tenía su lógica. Además, si el amor no necesitaba de palabras, ¿por qué sí una discusión?
-Increíble, absolutamente increíble.
-Es tal como te digo. Ese es el secreto de nuestro matrimonio, y la explicación a por qué nunca nos has escuchado discutir. Cuando había un problema, íbamos a otra habitación y lo solucionábamos con el silencio de ese lenguaje tan maravilloso.
-Pues por muy maravilloso que sea, no sé cómo voy decirle a la mujer de mi vida que las discusiones habrán de ser con lenguaje de signos. De primeras se va a pensar que estoy loco -dije preocupado.
-Encontrarás la manera -me animó dándome unas palmaditas en la espalda.
Así fue como comprendí que las relaciones de pareja eran más que complicadas, por mucho que nos esforzásemos en lo contrario. Una mala noticia, de no ser porque también aprendí que siempre había un camino, y de nosotros dependía encontrarlo. La dificultad siempre iba a estar ahí, sólo había que encontrar la manera adecuada de afrontarla. Para comenzar con ello, ya me había puesto con el lenguaje de signos. Todo esfuerzo era poco, si con ello conseguía ser feliz un día. Y la profesora del cursillo era muy atractiva...


miércoles, 26 de octubre de 2011

D.T.



 
La belleza a la luz, la fealdad a la sombra.


Las puertas del ascensor se abrieron silenciosamente a la planta SS-12, y la enfermera jefe dio paso a la nueva auxiliar, que se incorporaba a la plantilla en sustitución de la chica que había dejado el puesto la semana antes.
-Aquí es donde realizarás tus funciones, Adele -dijo entrando en una amplia e impoluta sala llena de camillas, todas ocupadas por cuerpos desnudos. Ambas llevaban el pelo cubierto, mascarilla protectora y guantes-. Es un trabajo carente de dificultad, si sabes llevarlo bien. Supongo que en personal te habrán informado sobre qué tipo de errores no debes cometer -la interrogó con gélidos ojos azules.
-He firmado el contrato tras leerlo con detenimiento, no se preocupe -le contestó, ofreciéndole su mirada color miel.
-Odiaría tener que buscar una nueva auxiliar. De ti depende que eso no ocurra. Limítate a hacer tu trabajo y no habrá problema -le aclaró con precisión quirúrgica, cada frase convertida en afilado bisturí para poner a prueba sus nervios.
Adele no apartó la mirada en ningún momento. Necesitaba aquel trabajo tanto como respirar, y no estaba dispuesta a perderlo. Además estaba más que bien pagado, algo que en el sector de la sanidad no era fácil de encontrar. “No te lo lleves a casa, y tendrás un brillante futuro con nosotros”, le habían dicho en personal.
-Es lo que haré -le contestó.
-Bien. Entonces te dejo para que te familiarices con el lugar donde pasarás tus jornadas de trabajo. Después te presentaré al resto de tus compañeros.
Se alejó con paso marcial, perdiéndose tras una puerta, y Adele respiró más tranquila, pero sin acabar de relajarse: tardaría en dejar de estar a prueba, así lo había entendido.
-Trabajo no me va a faltar -se dijo, perdiéndose su vista en el mar de camillas de la sala. Debía haber más de cincuenta, calculó.
Colocadas en filas, vertical y horizontalmente, invitaban al escalofrío, que la grata temperatura reinante no era capaz de contener. Era como encontrarse en un inmenso depósito de cadáveres, con la diferencia de que aquellos cuerpos estaban vivos y no necesitaban frío. Tampoco reinaba el típico silencio de la muerte o el olor a formol. El primero era sustituido por un infinito conjunto de molestos pitidos provenientes de los equipos que controlaban las constantes vitales de las personas en las camillas, si es que todavía podía denominárselas como tales; tendría que acostumbrarse a escucharlo sino quería acabar soñando con él. El segundo era más soportable, según cómo se tomara, porque la mezcla de aromas florales, frutales y herbales era de lo más variada, y aunque por separado debía ser muy agradable, la mezcolanza de todos ellos daba lugar a un pastiche que costaba de respirar aun con la mascarilla puesta. Por fortuna no era una maniática de los olores. Para irse acostumbrando al tétrico paisaje cuanto antes, comenzó a pasear por los pasillos entre las camillas. Los equipos de soporte vital se encontraban integrados en un panel en la cabecera de cada una de ellas, de igual modo que las bolsas de suero que servían de sustento a los cuerpos. Dichos paneles le dieron la impresión de encontrarse en medio de un cementerio, en el que los muertos, ni eran enterrados bajo tierra, ni poseían ataúd. Observó algunos de los cuerpos, prestando especial atención a las quemaduras y rojeces que presentaban en algunas partes, sobre todo cara y manos. Su aspecto era bastante lamentable, repulsivo. Lo más extraño era que la mayoría de los cuerpos presentaban quemaduras nuevas, otras a medio curar, y algunas ya cicatrizadas. No tenía de sentido, pensó Adele.
La selección de individuos era bastante amplia, comprobó tras unos minutos. Hombres, mujeres, abarcando varios rangos de edad, y procedencias, como indicaba su color de piel, reunidos allí para servir calladamente ¿a qué propósito?
-¿Impresionada? -escuchó una voz a su espalda.
Adele se giró sin inmutarse por la súbita presencia tras ella, encontrándose con un fornido hombre de mirada joven, que la observaba con curiosidad.
-Ni un leve estremecimiento -dijo admirado-. No está mal, quizá aguantes aquí más de un mes. Tu predecesora ni siquiera llegó a la semana -Rió, alargando su risa de manera artificial al ver que ella tardaba en acompañarle.
A Adele no le hizo la más mínima gracia. Estaba claro que estaba ante un estúpido al que más valía no dar confianza, no fuera que decidiera tomársela en algún momento.
-Han encontrado a la candidata perfecta para este trabajo, por lo que se ve -dijo aparcando su risa para otra ocasión más idónea, intentando no mostrarse dolido.
-Es mi intención serlo -le contestó.
-No cuentes con que sea fácil, los días aquí hacen mucha mella en el ánimo. Mejor no te confíes -le aconsejó, mostrándose serio.
-Lo que acabas de decir también está mejor que la tontería con la que te has presentado.
-Decir gilipolleces es uno de los muchos efectos secundarios -se disculpó, mirando distraídamente hacia el joven cuerpo de una chica sobre una de las camillas cercanas. Su piel parecía totalmente sana, no como la del resto-. Los nervios acaban fallando tarde o temprano, puedes estar segura.
-¿Todas estas personas están clínicamente muertas? -se interesó Adele.
-Hacer preguntas no es la mejor manera de conservar tu trabajo -le advirtió en voz baja, mirando inquieto a su alrededor-. El contrato que has firmado para entrar aquí lo especifica claramente.
-No he preguntado nada que no sea evidente. ¿Qué tipo de pruebas lleváis a cabo con los cuerpos?
-Eso no es evidente -trató de evadir la pregunta.
Adele se bajó un poco la mascarilla, y acercó la nariz al irritado rostro del ocupante de la camilla a su izquierda.
-¿Aftershave? -inquirió- Sí, su aroma me es familiar. Es cuestión de tiempo que lo sepa. Voy a trabajar aquí, ¿recuerdas?
-¿Por qué quieres saberlo?
-Ves, hasta tú te estás animando a preguntar -sonrió Adele tras la mascarilla-. Digamos que me gusta estar al tanto de lo que se cuece a mi alrededor. Nunca me ha gustado ser la última en enterarme y quedar como tonta. Estar informada me ayudará a hacer mejor mi trabajo ¿no crees?
El hombre dudó unos segundos, y comenzó a darle a la lengua. Por lo visto también tenía la necesidad de hacerlo.
-Tienes razón, es evidente -admitió-. Habría que estar ciego y carecer de olfato para no darse cuenta. Aftershave, espuma de afeitar, colonia, gel, champú, laca, pasta de dientes, enjuague bucal, desodorante, cremas hidratantes, incluidas las de aplicación vaginal -Al decirlo los ojos le brillaron de un modo que a Adele le pareció vomitivo-, lubricantes  de carácter sexual… Resumiendo, cualquier producto que haya de entrar en contacto con la piel o la mucosa humana. Cientos, que empresas de todo el mundo, principalmente norteamericanas y chinas, nos traen para que sean probados en las cobayas que ves aquí, y que tú te encargarás de cuidar para que puedan cumplir con su lucrativa función tanto tiempo como sea posible. La piel muerta no reacciona de igual manera que la viva, y acaba resultando un engorro, te lo digo por propia experiencia. Y la de los animales se ha mostrado muy poco fiable desde que el ser humano es tan propenso a las alergias, por no hablar de lo molestas que resultan las protectoras de animales. A ello nos ha llevado el uso de tantos productos que deban lucir el sello “Dermatológicamente testado”.


martes, 25 de octubre de 2011

Desierto blanco (II)





(Viene de aquí)

Aislándose tanto como pudo del profundo dolor que sentía, centró su pensamiento en tratar de sobrevivir. Cegado por la ventisca, cuyos cristales se clavaban en su curtida piel como microscópicos diamantes, palpó el borde donde el hielo se había abierto formando aquellas terribles fauces, e intentó encontrar un punto donde agarrarse para salir de ella. Las manoplas de piel dificultaban la labor y tuvo que quitárselas, sintiendo inmediatamente como si le clavaran miles de agujas en las manos. Pero ni con ellas desnudas pudo impulsarse fuera de la grieta: el trineo todavía ejercía demasiada presión sobre la pierna. Unos metros más abajo, los perros aullaban lastimeramente, presintiendo su pronta muerte, colgando en el vacío sin apenas moverse para no empeorar su situación. Angaangaq lo sentía por ellos, pero nada podía hacer salvo tratar de no perder su propia vida. Tenía que afianzarse más allá del borde de alguna manera, o el trineo le arrastraría cuando cayera. Sacó su cuchillo de hueso de la funda y lo clavó con fuerza en el hielo, aferrándose a él con ambas manos. El trineo se movió unos centímetros y los perros callaron, cediendo todo el protagonismo al salvaje ulular de la ventisca, extendiéndose como un eco mortal hacia las oscuras profundidades de la grieta. Si tardaba en caer, las manos de Angaangaq acabarían helándose, y al perder la sensibilidad en ellas, no podría agarrarse con suficiente fuerza al cuchillo para salir de la grieta. Consciente de ello, trató de mover su pierna sana en la medida de lo posible para ayudar a que cayera. Cada pequeño movimiento suponía un aguijonazo de dolor en la pierna rota, pero no cejó en su empeño. Su esfuerzo no tardó en verse recompensado. Los perros lo supieron incluso antes que él, comenzando a aullar desesperados. Aguantó la respiración y apretó los dientes como si con ello ayudara a que sus dedos se mantuvieran más fuertemente asidos al cuchillo. Se escuchó un crujido, y el trineo acabó de perder apoyo sobre el hielo, cayendo a peso. El ruido de la ventisca ayudó a tapar el lamento de los perros, perdiéndose vacío abajo. Angaangaq lo agradeció, rezando a los dioses por los fieles amigos que acababa de perder. Cogiendo fuerzas, apoyó la pierna izquierda en la pared de hielo y se impulsó hasta que pudo salir de la grieta. Se arrastró unos metros para alejarse de ella, azotado cruelmente por la ventisca. Con ese tiempo era una locura tratar de ir más allá. Clavó el cuchillo en el hielo, y se ató a él con el cinturón de su grueso abrigo de piel de oso. Cubrió su cabeza tan bien como pudo con la capucha y metió los brazos por dentro del abrigo, haciéndose un ovillo para mantener mejor el calor de su cuerpo, dando la espalda al cortante viento. Apenas notaba los cubitos de hielo en que se habían convertido sus dedos. Los metió en los sobacos, sintiendo un intenso escalofrío. El dolor que le llegaba desde la pierna rota era cada vez menor, más soportable gracias al frío, que sentía como una desagradable humedad en la bota. Introdujo una mano por dentro del pantalón y bajó hasta el lugar de la fractura, encontrando la superficie interior mojada. Palpó la piel buscando algún tipo de hinchazón, topándose con una afilada y gruesa protuberancia en su camino: el hueso había atravesado  la carne. A pesar de saber qué podía traerle una herida tan grave, su pensamiento voló a su familia, que le esperaba, a él y la carne sin la cual no podrían sobrevivir los meses más duros del invierno. Con el recuerdo de su mujer e hijos se durmió, sin saber si volvería a despertar; en manos de los dioses quedaba.
La mañana del día siguiente Angaangaq abrió los ojos preguntándose si en verdad estaba vivo, o sólo era un sueño. El reflejo del sol sobre la nieve le cegó con miles de brillos, obligándole a cerrarlos. Se apoyó sobre un costado, rompiendo la capa de nieve depositada sobre él por la ventisca, que había ayudado a resguardarle del frío. Se soltó del cuchillo, e intentó ponerse en pie. Imposible, su pierna derecha había pasado a ser un trozo de carne muerta. Observó la pernera que la cubría y la bota, y las encontró manchadas por el rojo de la sangre. No se lamentó, bastante milagro era que siguiera vivo. Tampoco sería durante mucho más tiempo. Era difícil que pudiera sobrevivir en su estado, lo sabía. Miró hacia la grieta que se había tragado aquello que podía salvarle en aquel medio tan inhóspito, y la maldijo. Dio un vistazo a su alrededor, y sólo encontró blanco, el blanco de la nieve, que en momentos como ese podía llegar a ser muy negra. Tenía que ponerse en marcha se dijo, incapaz de rendirse mientras le quedase una gota de vida en el cuerpo, y comenzó a arrastrarse sobre la que era una de las lápidas más grandes del mundo.
Así fue como llegó a encontrarse en tal trance. Por una mala decisión, volvió a lamentarse. ¿Cuánto había recorrido en su penoso avance? ¿Una milla… dos? Se detuvo a descansar, y observó preocupado la desdibujada línea roja que dejaba su pierna sobre el pulcro lienzo, perdiéndose en la distancia. Era muy posible que no llegase a la noche, pero mientras tanto disfrutaría del calor que aquel sol le regalaba. Volvió a tumbarse sobre la nieve, y reanudó su camino hacia la nada.
Pasaron las horas, sin más cambio en el horizonte que la aparición de irregulares elevaciones, producidas al chocar una capa hielo contra otra. Cada obstáculo que le obligaba a dar un rodeo era maldecido; pero aquella era la penitencia por una culpa que era sólo suya. La diosa Sedna le estaba castigando por su mal hacer, se dijo, totalmente convencido de ello.
En ningún momento dejó de pensar en su familia, sacando fuerzas de donde no había para continuar adelante.
Cuando no pudo más, se dio la vuelta con sus últimas fuerzas, y esperó la llegada de la muerte sonriéndole al sol con los ojos cerrados. Quizá otro cazador le encontrara antes de que fuera demasiado tarde, trató de animarse. Llegó a creer en el milagro cuando algo le hizo sombra. Con la sonrisa todavía en los labios, helada, abrió los ojos. Alguien le miraba fijamente, de pie junto a él. También parecía sonreír. Si no hubiera sido por que las facciones de Angaangaq estaban congeladas, habría reído hasta no poder más. Había llegado la hora de que también contribuyese al ciclo de la vida. El gran oso polar que había llegado hasta él guiado por la sangre en la nieve, se inclinó dejando caer una pata sobre su pecho, para a continuación aprisionar la cabeza entre sus potentes mandíbulas, arrancándola de cuajo. El blanco se tiñó de rojo en una repentina salpicadura, convirtiéndose en mancha a medida que la sangre era absorbida por la nieve. El oso también tenía derecho a sobrevivir, era ley de vida. 


lunes, 24 de octubre de 2011

Desierto blanco (I)





Había sido una mala decisión, se repitió Angaangaq por enésima vez, arrastrándose sobre el hielo, con su pierna derecha gravemente herida, dejando un rastro rojizo en el blanco manto bajo su cuerpo. Rememoró lo ocurrido el día anterior, y siguió costándole creerlo…

Habían pasado muchos días desde que saliera de caza, alejándose del iglú donde su familia esperaba a que volviera con una buena carga de carne de foca o morsa, en el transcurso de los cuales no había divisado en el horizonte blanquiazul del Ártico más ser vivo que sus propios perros, tirando infatigables del trineo, y algún que otro níveo zorro, observando su paso con burlona sonrisa. Demasiadas jornadas sin avistar una posible presa, una vergüenza para cualquier cazador inuit que se preciara de serlo, y el tiempo finalmente había empeorado, en forma de rabiosa ventisca, tal como llevaba temiendo desde hacía un par de días. Pero había sido el primer inconveniente el culpable de que se viera inmerso en tan apurada situación, porque de las inclemencias del tiempo bien sabía cuidarse. El no encontrar caza allí donde se suponía debía ser abundante le había llevado a preocuparse hasta el punto de no poder conciliar el sueño por las noches, y dirigir el trineo sin haber descansado era un error que ni el mejor cazador podía permitirse. Aquel terreno que parecía tan inofensivo por su uniforme tono, escondía innumerables trampas, y el instinto y experiencia de sus perros no siempre era un seguro, de modo que no podía despistarse. Sin embargo, se había puesto en marcha con la certeza de no estar en condiciones de conducir el trineo, negándose a perder un día para recuperarse del cansancio acumulado. Un gran riesgo que estaba dispuesto a correr, con la imagen de su familia en la cabeza, cuya subsistencia dependía de él; y un gran error, del que no tardaría en arrepentirse. A medida que pasaban las horas, se había sentido más y más débil, hasta ser incapaz de mantener los ojos abiertos, rindiéndose al sueño que días antes había sido tan huidizo. Así, dormido, no había podido ver cómo el cielo se cubría de amenazadoras nubes, trayendo la ventisca. Tan agotado estaba, que no se percató hasta que una fuerte sacudida le despertó, activando todas las alarmas en su cerebro. Abrió los ojos desmesuradamente, encontrándose en medio de un infierno de polvo de hielo, tan erosionante como el cristal, para ver cómo sus perros caían uno tras otro en la amplia grieta abierta bajo sus patas al ceder la nieve que la ocultaba. Con ellos fue arrastrado el trineo, que quedó trabado entre ambas paredes de la grieta, atrapando la pierna derecha de Angaangaq contra una de ellas. De no ser por el ruido de la ventisca, habría oído cómo se quebraban tibia y peroné. En cambio su grito de dolor sí fue perfectamente audible. Apenas pudo dedicar unos segundos de su atención a semejante sufrimiento, al notar cómo disminuía la presión del trineo sobre las paredes de la grieta y su pierna: iba a caer, y le arrastraría con él si no hacía algo pronto.
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