sábado, 9 de noviembre de 2013

S.A.



''Walking Gun'' (Laurie Simmons, 1991)


Hacía más de un año que no escribía –dijo mirando su vaso de cerveza sobre la típica mesa de acero inoxidable de terraza veraniega–. Año y medio. Tomaba nota de ideas para futuros escritos, pero nada más –Como si mereciera una recompensa por ello, Pablo dio un largo trago del líquido dorado, sintiendo el frío en la boca como una bendición.
–Lo echarías en falta –supuso Juan, reclinándose en su silla.
–Mucho.
–Pues has tardado en ponerle remedio. Escribir es parte de lo que da sentido a tu vida ¿no? Vamos, como si yo me pasara año y medio sin echar un polvo. ¿Estás loco? Antes me daría algo –bromeó.
–Tampoco compares. Para eso no se necesita imaginación –se defendió, aplaudiendo con una sonrisa la gracia de su amigo.
–¡¿Qué no?! –exclamó, haciéndose el ofendido– Si supieras la de cuentos que me tengo que inventar para llevarme a una mujer a la cama. Para eso sí que se necesita imaginación. Y si metes la pata no hay corrector de texto que lo enderece, genio, ni basta con hacer un tachón sobre el error para que desaparezca. Ya me gustaría a mí. Las mujeres no llueven del cielo; y menos sobre la cama de uno. Tú en cambio podrías conseguir ahora mismo un paquete de 500 hojas en blanco, una libreta, un portátil, o lo que te viniera en gana para ponerte a escribir. Te lamentas por puro vicio –lo acusó, y se echó a reír.
–No jodas…
–¿Joderte? Sí, necesitas que alguien te joda, pero no yo, por supuesto. En mi lugar ya te habrías muerto, de tanta sequía.
–Hurgando en la herida, ¡qué cabrón eres! –dijo Pablo con aparente desánimo.
–Me lo pones a huevo, tío.
–Porque sé que me lo dices desde el cariño, que si no te pateaba el culo.
–Por eso me aprovecho. Es una de las cosas buenas que tiene la amistad.
–Mi vida sexual es muy triste, lo admito –Juan asintió con vehemencia–. Lleva tiempo ausente, quizá perdida en una dimensión paralela, donde me estoy hartando de follar –Juan negó con tanta rapidez y convencimiento que Pablo le deseó una breve pero dolorosa contractura de cuello–. No, en serio, lo de escribir de nuevo me está costando un mundo. Me siento como envenenado por dentro, y no ayuda saber que eso se va a transmitir a mis palabras –Hizo una pausa y dio un sorbo a su cerveza, que le pareció más amarga que momentos antes–. Por eso he tardado tanto.
Juan lo miró comprensivo, casi lamentando haberse metido con él.
–Es bueno sacar la basura –le dijo–. Es de tontos dejar que se acumule hasta hacernos reventar. Y estás en tu derecho. Dudo que vayas a hacer más daño del que te han provocado a ti.
–Trato de evitarlo. Como siempre.
–Yo no lo haría. En esta vida tenemos que aprender de las cosas malas que nos ocurren, verles el lado positivo por complicado que sea, y demás palabrería que se dice, pero cuando es al revés, ¿qué? Si hago daño a algo o alguien, ¿me voy de rositas? ¿Qué justificación tiene? –A medida que hablaba, Juan se iba calentado– ¿Acaso joder a los demás es un mal necesario?
–Ves, te está ocurriendo justo lo que no quiero que me pase a mí cuando escribo.
–Me cabrea, no puedo evitarlo.
–Pues hay que hacerlo. Dejarse llevar por ese sentimiento sólo contribuye a seguir padeciendo.
–Para mí no es tan fácil olvidar cuando me joden. Malditas mujeres –se lamentó, poniendo nombre al problema.
Pablo no pudo evitar la risa.
–Sí, malditas porque no puedes pasar sin ellas.
–¡Y qué cierto es! –exclamó riendo– Malditas doblemente por ello.
–Siempre jugarán con ventaja. Tramposas –le siguió la corriente.
–Eso es irremediable. La evolución se encarga de ello: cada día están más buenas. Sólo hay que echar un vistazo a la representación de la belleza femenina en el arte de cada época para darse cuenta –reflexionó.
De una mesa que estaba a unos metros de la suya les llegó un a medias silenciado “Dios, pero que machistas”. Juan se volvió lentamente y observó a un grupo de mujeres. Debían rozar la treintena, como ellos. No las sorprendió, porque los miraban abiertamente a ambos, aunque el interés parecía centrado sobre todo en él.
–¿Machistas? –dijo dirigiéndose a ellas con su sonrisa más encantadora– Presente. ¿Alguna quiere mi número de móvil?
Las caras de sorpresa que provocó le hicieron reír. Una de ellas dejó escapar una risita nerviosa, que trató de ocultar sin éxito con una mano.
–Descarado –lo acusó una morena con pinta de tener muy malas pulgas.
–Culpa de la machista de mi madre –le contestó Juan levantando su vaso de cerveza en un brindis–. Luego hablamos –se despidió con un guiño de ojo a la chica de la risita, que se puso casi tan roja como el tinto de verano que tenía frente a ella.
–Tío, tienes más peligro que un saco de bombas –le dijo Pablo, conteniendo la risa.
–Hay que saber defenderse si no quieres que te coman vivo. Bueno, y volviendo a lo que me estabas diciendo: ¿de qué va lo que has escrito?
–De algo que no se viera afectado por el mal rollo.
–¿Sin mujeres? –Pareció extrañado.
–Alguna.
–¿Entonces?
–De dos amigos que toman unas cervezas en una terraza de verano un sábado cualquiera, mientras se ríen un poco de la vida.
Juan lo miró atónito.
–Ya te vale, ¿y para eso año y medio de espera? Se te habrá reventado una vena de tanto esfuerzo –se burló.
–La cuestión es echar la bola de nieve a rodar.
–Pues nada, que ruede –Buscó al camarero con la mirada y…–. ¡Jefe, nos trae otro par de cervezas! ¡Y a esa chica tan guapa de ahí le pone otro tinto de mi parte!