sábado, 4 de junio de 2011

El pianista






Era la noche de su gran estreno como solista, la noche que Héctor tanto había esperado, para la que había creado su mejor composición, la misma que llevaba practicando y perfeccionando años y años, con todo su amor y dedicación.
La iluminación del auditorio fue disminuyendo su intensidad hasta que sólo quedaron los focos que iluminaban el escenario, donde él y un reluciente piano de cola Bösendorfer negro eran los únicos protagonistas. El público, expectante, calló, conteniendo la respiración por un instante, consciente de que iba a presenciar una actuación muy especial. Héctor posó sus dedos sobre el agradable tacto de las teclas, y cerró los ojos, representando la partitura en su imaginación. La tenía tan grabada en su memoria, que no necesitaba de ella, detalle que los críticos musicales más conocidos de la ciudad, y algunos del país, no habían pasado por alto, sorprendiéndose de tal muestra de seguridad en sí mismo. Los abrió lentamente, y comenzó a tocar, tan concentrado, que era como si en la enorme sala de conciertos no hubiera nadie más que él.
Sus dedos avanzaban sin dudar por el sendero de notas de la obra, con una facilidad tan pasmosa, que algunos espectadores de las primeras filas abrían la boca, y se olvidaban de cerrarla. Aquellas manos volaban cual pájaros sobre las teclas, se decían maravillados ante tan sublime ejecución. Para Héctor el mayor reto era controlarse para que no corrieran, para que mantuvieran la cadencia de pasos requerida en cada momento, ahora un lento paseo, ahora una carrera desbocada, en otros un alegre trote. No podía dejarse llevar por la impaciencia, lo importante no era llegar al final, sino cómo se llegaba a él, qué se vivía durante su recorrido.
A veces cerraba los ojos unos segundos, volviendo de nuevo a recordar la partitura. Durante ellos su rostro mostraba una inusitada intensidad, muestra de su apasionada entrega, que parecía ir más allá del corazón y el alma.

El concierto duró poco menos de una hora, demasiado breve para la mayoría, tiempo durante el cual el público escuchó extasiado las notas que arrancaba dulcemente al piano, sintiéndolas como una continua caricia en el cuerpo, capaz de erizarles la piel.
Cuando se silenció la última nota, todos se pusieron en pie, dedicando a Héctor una ovación de aplausos de varios minutos. Se inclinó tantas veces en muestra de agradecimiento, que llegó un momento en que se vio tentado de pedirles que detuvieran su entusiasmo. La gratitud de los demás siempre le había hecho sentir incómodo, al menos cuando estaba motivada por algo en lo que él encontraba tanto placer.

El estreno había sido un éxito, mayor del que hubiera podido soñar, pensó Héctor de regreso al hotel donde se hospedaba. Al día siguiente las críticas en los periódicos lo confirmarían, siendo las escritas por mujeres las más entusiastas, alabando la manera en que había sabido captar la sensibilidad femenina. Incluso varios de esos críticos, alguno con fama de hueso duro de roer, le habían citado al día siguiente con objeto de entrevistarle en profundidad. Tenía tantas ganas de contárselo a Sonia, su mujer, que casi no podía aguantar las ganas de salir corriendo para poder ver su cara de alegría al saberlo, conteniéndose sólo por temor a resbalar por culpa de la helada humedad nocturna que cubría las calles. Aquello supondría una mejora en su calidad de vida, un alivio para el sufrimiento padecido en incontables momentos, algunos no demasiado lejanos en la memoria.

Entró en la habitación del hotel, donde hacía una agradable temperatura gracias a la calefacción, y encontró a Sonia metida en la cama, tumbada de costado, tapada con la colcha hasta media espalda. Había dejado encendida la lámpara sobre la mesita de noche al otro lado de la cama, como siempre que se acostaba estando sola. Parecía dormida. Observó unos segundos la belleza de sus hombros y la línea de su espalda, apenas oculta por su largo pelo castaño, y exhaló un profundo suspiro, comenzando a desnudarse. Se metió en la cama junto a ella, y se pegó a su espalda, buscando el tacto suave de su piel. Sonia se agitó levemente al sentirle, despertando de su sueño.
-Perdona, cariño -se disculpó Héctor-, no era mi intención despertarte.
Sonia se dio la vuelta con esfuerzo, y le miró dulcemente a los ojos.
-Estaba deseando que volvieras -le contestó con sonrisa adormilada-. ¿Cómo ha ido el gran día? -preguntó sin dudar ni por un segundo cuál sería su respuesta.
-Ha sido un gran éxito; pero he echado de menos tu presencia -respondió acariciando su rostro, apartando su pelo de él.
-Sabes que hubiera sido una distracción para ti -dijo mirándole con amor, abrazándose a él-. Cuando me encuentre mejor -le prometió.
-A partir de ahora todo será más fácil -asintió, acercando sus labios a los de ella, besándolos con ternura. Llevada por su beso, Sonia se dejó caer sobre la espalda, ofreciéndose a él. Arrodillándose a su lado, Héctor destapó su cuerpo desnudo, admirando su hermosura, la que ninguna de sus composiciones sería capaz de rozar. Como miles de veces antes, posó sus dedos sobre la piel de su mujer, donde había escrito su mejor obra, una partitura que con paciencia había ido cobrando vida, gracias al amor y la esperanza depositados en ella.
Pacientemente, pulsó sobre las teclas invisibles del que era a su vez piano, buscando hacer vibrar las cuerdas que se empeñaban en callar, centrándose primero en las que recorrían las esbeltas piernas de su mujer, paseando sus dedos por toda su longitud, acompañándolos con el roce de sus labios para incrementar cualquier posible sensación que pudiera provocar.
Tras acabar con ellas, ayudó a Sonia a darse la vuelta para dedicar sus cuidados a su espalda, comenzando siempre por su parte alta, siguiendo la línea de la columna hasta el comienzo de sus nalgas, donde se encontraba aquella horrible cicatriz que tan malos recuerdos le traía, la que nunca se olvidaba de besar, la que marcaba el lugar donde… Un súbito escalofrío le recorrió la espalda, y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, cayendo sobre la cicatriz. Sonia se encogió levemente al notar su húmedo calor sobre la piel, recordando aquel primer día, meses después de volver del hospital, cuando, por primera vez desde el accidente de coche, sintió algo por debajo de su cuello. Aquellas lágrimas fueron las primeras notas que su marido escribió sobre ella, las primeras de muchas que habrían de venir después, a lo largo de cuatro eternos años. Todos los médicos les habían dicho que viviría el resto de su vida encadenada a una cama, incapaz de valerse por sí misma hasta para lo más básico, pero él nunca les hizo caso, confiando en el amor que sentía por ella como el remedio que le ayudaría a curarla, aunque tuviera que dedicarle toda su vida.
Héctor se recompuso, y continuó masajeando el cuerpo de Sonia, tumbándose finalmente junto a ella, feliz de todos los avances conseguidos desde que ella sufriera aquel maldito accidente de camino a uno de sus conciertos. Sabía que aquella era una partitura a la que todavía quedaban notas por añadir, que habrían de producir teclas que por ahora sólo albergaban sonidos mudos, desesperantes silencios; pero él no era hombre que se rindiera, y menos con el amor que sentía hacia Sonia, la mujer de su vida. Jamás abandonaría aquella lucha, por mucho que le costase ganarla. Cada éxito, en forma de movimiento, por pequeño que fuera, les espoleaba a buscar el siguiente, poniendo ambos en ello su máximo empeño.
-Aprovechemos que aquí hay bañera para darnos un baño juntos -le propuso Sonia con gesto ilusionado, acariciando su pecho.
-Creo que hasta hay sales de esas efervescentes que hacen espuma -sonrió Héctor animado por su idea, saliendo de la cama para preparar el baño.
Cuando estuvo listo, volvió envuelto en un relajante aroma floral. Apartó la silla de ruedas de la cama, y cogió en brazos a su mujer, con delicadeza, besándola brevemente en los labios.
-Velas es lo único que falta para que sea un baño perfecto -le dijo, ligeramente decepcionado-. Pero prometo que mañana compraré antes de ir al Auditorio, para repetirlo en condiciones cuando vuelva.
-No importa -le tranquilizó con su bella sonrisa, mirándole fijamente-, me basta con la luz que invade tus ojos cuando se posan en mí.
¿Podía haber mejor respuesta para algo tan trivial?, se preguntó Héctor lleno de felicidad: no.
-Si todo va bien, dentro de poco tendremos nuestra propia bañera, una igual que aquella con patas que tuvimos que vender -le prometió con ojos brillantes por la emoción, comenzando a girar sobre sí mismo, intentando hacerla sentir ligera como el aire, igual que si volara, tal como le gustaba hacer con su música cuando tocaba sólo para ella, la persona que siempre sería su mejor melodía.