martes, 22 de noviembre de 2011

Vida incógnita: 1. X



''Drawing Restraint II'' by Agnes Cecile


No conocido. Cantidad desconocida que es preciso determinar en una ecuación (¿La vida?) o en un problema (¿Yo?) para resolverlos. Causa o razón oculta de algo. Exacto, piensa, dejando el diccionario sobre la mesa de la cocina. Incógnita es la palabra, y no trae una respuesta, sólo acrecienta la certeza de lo que siempre ha sido su vida, una miserable X que ni el más espléndido día de sol logra despejar. Pensamientos desacertados, sembrados en las noches de pesadilla. Cada día recoge mejor cosecha. La mierda siempre será el mejor abono, y su cerebro la produce por toneladas, de la mejor calidad. Se estremece. Vivir solo tiene el poder de congelar el mercurio. Su cuerpo no alimenta grados, los devora. Riega su lengua con el amargo café del desayuno, una fugaz cascada en la garganta, efímero calor que engañará durante unos minutos el frío que siente en los huesos. Los labios se despegan de la taza con una huella de saliva, y una negruzca gota cae desde el filo manchando la blancura de la cerámica. La oscuridad debe ser contenida por la luz, jamás al revés, anota en su memoria. El vacío acaba en la impoluta camisa. Más mierda. La pequeña lágrima de café muere al contacto con su piel. Él la siente arder apenas un segundo. Su recuerdo quemara el resto del día, hasta ser cauterizado por el sueño. Arrastra la silla hacia atrás y se levanta. Termina el café de un trago, sin dar tiempo a las papilas de su lengua a saborearlo. Una nueva gota cae víctima de la precipitación y la desidia de sus actos, estallando contra el mar de letras del diccionario abierto. Una palabra es tachada. ¿Una señal? Incoercible, lee bajo la mancha. Una sonrisa aflora a sus agrietados labios, ensanchándose hasta quedar a la vista su brillante pulpa. Tres segundos, récord de la semana. Los recorre con la lengua, degustando el dulce metal. Mira el fondo de la taza antes de dejarla en el fregadero: no hay posos que leer. Tampoco sabría hacerlo, pero sería algo a lo que aferrarse.
En su habitación huele a soledad más que en ninguna otra estancia del piso. Hay noches en que se le hace tan insoportable que duerme en el sofá. El engaño quedó atrás hace mucho tiempo, ahora se limita a esquivar la verdad. Siempre que puede. Acude a su cabeza aquella tan fría en que le pudo tanto el miedo a enfrentarla, que no fue capaz de ir a por una manta para taparse. Acabó cubriéndose con hojas de periódico, como un sin hogar, en su propia casa. De risa. Odia recordar aquello que le gustaría olvidar.
Se quita la camisa y la tira sobre la cama, levantándose el polvo acumulado sobre el edredón. Los rayos de sol que entran por las rendijas de la persiana fusilan la irreal nube. Sus partículas centellean en una bella imagen a la que son atados sus ojos. Absorto, intenta tocarlas, en una caricia que no encuentra respuesta. Los brillos parecen huir de él. Polvo, la materia de que está hecha la soledad; también el olvido. Puede notar cómo penetra por su nariz sirviéndose de su respiración, cómo se pega a su torso desnudo. Le falta el aire, su corazón se acelera pidiendo ayuda. Enciende la luz, y el polvo se hace invisible. Abre el armario y coge una camisa, perfectamente planchada, saliendo de la habitación con prisas, sin mirar atrás. Se la pone camino del cuarto de baño. No se mira en el espejo; todavía debe quedar rastro de la soledad en sus ojos. Es insoportable, una verdad que no siempre puede esquivar. El reloj marca la hora de salir al patio de la cárcel. Coge la americana, y abre la puerta de la calle. X mira al espejo del recibidor y se sonríe. Adiós soledad. Por unas horas.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Orgullo de campeón





Junio de 1970. El repetitivo pitido marcó el final de la conversación telefónica. Con el rostro contraído por la impotencia, Clark Jones colgó el auricular, furioso, quebrándolo por la mitad. Unos segundos bastaron para que tomara la decisión más importante de su vida. Las llamadas que había recibido durante la semana no le dejaban otra salida: alguien le instaba a perder el combate contra Matt Grace, el aspirante a la corona de los pesos pesados. Clark era el campeón vigente, amo y señor de un título que había defendido durante cuatro años seguidos sin que nadie le inquietara lo más mínimo; pero aquellas llamadas lo habían cambiado todo, ya no dependía exclusivamente de él. Una voz desconocida le había pedido “amablemente” que se dejara noquear por Grace de una manera lo suficientemente creíble como para no levantar sospechas. Alguien se haría millonario con su derrota, y él dejaría de ser el campeón mundial. Era eso, o recibir un tiro en la cabeza, le había dejado claro su despreciable interlocutor para despejar cualquier duda sobre lo que sucedería si ganaba el combate o acudía a la policía. Cada vez que recordaba las palabras del chantajista sus puños se crispaban hasta volverse blancos. Hubiera dado todo su dinero por conocer la identidad de quien amenazaba con destrozar su vida para siempre o, sencillamente, quitársela. Derrota o muerte. Para él no había diferencia entre ambas, significaban lo mismo. Nunca había perdido una pelea, ni siquiera de niño, y no cabía en su cabeza que eso pudiera ocurrir un día: la palabra derrota no existía en su vocabulario.
Se levantó del sillón, y salió del recargado salón. Abrió la puerta que comunicaba el edificio principal con el garaje y entró, cerrando detrás de él. Delante suyo se encontraba el Corvette Stingray negro que había adquirido meses atrás. Se acercó al deportivo y acarició el afilado morro. De todas sus pertenencias era, sin lugar a dudas, la que más apreciaba. No había nada que le hiciera sentir tanta libertad como cuando lo conducía a más de doscientos kilómetros por hora. Levantó la vista del coche y dirigió una mirada a las puertas y ventanas del garaje para comprobar que estaban bien cerradas. Todo estaba correcto; tal como había pensado. Abrió la puerta del conductor y se acomodó en el interior del coche. De igual modo que los guantes de boxeo se ajustaban a sus manos como un molde, el asiento de piel se abrazó a su corpulento cuerpo, haciéndole sentir uno con el deportivo. Las llaves estaban puestas. Bajó las ventanillas, y se dispuso a poner el motor en marcha. Giró la llave e inmediatamente comenzó a escucharse un grave ronroneo. Pisó el acelerador y se convirtió en un amenazante rugido. Un escalofrío de placer recorrió su espalda a lo largo de la columna, en aquella especie de liturgia, en la que se adivinaba cierto tinte de carácter sexual, al tener bajo su pie el control de la férrea bestia, sometida a sus deseos. Siguió acelerando, disfrutando del poder y el nervio que transmitía el sonido del motor V8 de 430CV, que respiraba transmitiéndole su palpitar con una leve vibración a través del volante.
Pasados unos minutos, Clark notó que le abandonaban las fuerzas. Se sentía igual que el niño al que se lee un cuento para que se duerma, como si flotara camino de un sueño: el monóxido de carbono expulsado por los tubos de escape del automóvil había comenzado a hacer efecto sobre él. Por un momento tuvo el deseo de luchar, de evitar lo que ya casi era un hecho; pero no lo hizo, pues había tomado la decisión de que así fuera. Miró hacia el retrovisor interior, y se dirigió una última sonrisa, de burla. Segundos después quedaba inconsciente, sumido en un sueño del que no volvería a despertar.

Chevrolet Corvette Stingray, un clásico entre los muscle car americanos.


viernes, 4 de noviembre de 2011

Máster en Hipnosis




Mirad la imagen unos segundos, e ingresadme 1000€ en el nº de cuenta: 0010 5264789451685127


Con andar presuroso, Eleuterio Buendía abrió la puerta del banco y entró. Era casi la hora del cierre y apenas había clientes. Se situó detrás de la única persona que esperaba turno, y trató de serenar sus parlanchines nervios, que le enumeraban en una irritante cantinela cada una de las cosas que podían ir mal. Para contrarrestarlos se concentró en su plan, acariciando la Virgen de los Desamparados que guardaba en el bolsillo del pantalón. Todo va a salir bien, se decía, pasando una mano por su reluciente calva, como si temiera que sus pensamientos quedaran a la vista.
Acabaron de atender a la persona que le precedía, y avanzó con un par de zancadas hasta el mostrador, encontrándose con una bella cajera de cabellos rojo fuego, que le saludó con un inusual brillo en su mirada de vivos verdes.
-Buenas, ¿qué desea?
Eleuterio apoyó sus temblorosas manos sobre el mármol negro del mostrador, y se adelantó hasta quedar a unos treinta centímetros de la selva de sus ojos.
-Míreme con atención. Se siente muy cansada, le pesan… -pronunció con tono subyugante, mirándola fijamente con los ojos entrecerrados para concentrar todo su poder.
-Es viernes, normal que esté cansada -le contestó con una sonrisa agradecida por haber reparado en ello-. La mayoría se piensa que trabajar sentado es un chollo. Si supieran de mis dolores de espalda. Y ya no digamos el trasero, con lo precioso que lo tenía yo antes…
-Sí, sí, pero atiéndame -Y comenzó de nuevo con el ritual-. Se siente muy cansada, le pesan los párpados, los brazos, todo su cuerpo, las ganas de dormir son irresistibles -A lo que ella asentía, porque era tal como Eleuterio decía. ¡Qué hombre más comprensivo!, pensaba-. Cuando cuente tres, retirará un millón de euros de mi cuenta y me los entregará.
-Me temo que va a ser imposible, y menos a la cuenta de tres -le informó-: en este momento no contamos con esa cantidad en el banco. Tendríamos que llamar a la central para poder disponer de ella, como muy pronto mañana. Si me da su libreta y documento de identidad… -le pidió para llevar a cabo la operación.
Aquello suponía una traba para el metódico plan trazado por Eleuterio; pero no había pasado meses estudiando y practicando hipnosis, gastándose un dinero que no le sobraba en un Máster a distancia para dominarla, y echarse atrás a la primera de cambio. Demasiado le había costado conseguir aquel título, en el cual había depositado todas sus esperanzas de hacerse rico.
-Deme todo el dinero que hay en la caja -exigió ahora, intensificando el encantamiento de su voz y el poder de su mirada.
La mujer le observó atentamente,  con expresión pensativa.
-¿Está usted tratando de atracar el banco? -le preguntó tras unos segundos, casi segura de que no erraba.
La mandíbula de Eleuterio cayó víctima de la sorpresa. Unida a sus ojos entrecerrados, le daba una lastimosa apariencia de moribundo. ¿Cómo era posible que esa mujer no cayera bajo su hipnotizante influjo?
-Guapa -reaccionó-, ¿quiere hacer el favor de concentrarse en mis ojos? Colabore o me veré obligado a utilizar medios más persuasivos.
La pelirroja se quedó petrificada durante un instante, tras lo cual comenzó a resquebrajarse llevada por una súbita e imparable risa, atrayendo el interés de sus compañeros.
-Disculpe -dijo conteniéndose-, no recordaba que hoy es el día de los Santos Inocentes. ¡Pero qué broma más buena! -Y volvió a echarse a reír.
Eleuterio la contemplaba agitarse, reverberando sus palabras como un eco en su cerebro, cada una un golpe a su dignidad con la fuerza de un martillo pilón. Él, que había sido capaz de hipnotizar a su gato Misifú, haciéndole creer que era un perro, y que dijera miau ladrando. Por no hablar de su mayor logro, hacer que su odioso vecino de arriba se pusiera un tanga de leopardo de su mujer, tres tallas más pequeño, y se fuera a comprar a la plaza sin más vestimenta que esa.
-¡Qué broma ni que ocho cuartos! -estalló furioso- ¡Respete mi Máster en Hipnosis, porque se trata de algo muy serio!
-¿Hipnosis? Es usted increíble -Y rió con más ganas todavía.
Aquello era demasiado bochorno para Eleuterio, y no podía permitirlo ni un segundo más.
-¿No ha querido colaborar para que nadie saliera herido?, pues veamos si esto le hace tanta gracia -Y sacó la oxidada pistola de su abuelo, vestigio de una guerra que no había vivido, pero sí sufrido con las interminables peroratas a que le había sometido antes de regalársela.
Inmediatamente la mujer comenzó a gritar como una histérica.
-¡¡¡Está loco!!! -lo acusó llevándose las manos a la cabeza.
Que le faltaba un tornillo era lo peor que se le podía decir a Eleuterio, y reaccionó en consecuencia, disparando un par de tiros al techo a modo de aviso. Su intención incluía sólo uno, pero aquella antigualla tenía el gatillo un poco flojo. Una granizada de trozos de escayola cayó sobre su calva, ocultando su brillo, obligándole a encogerse en actitud protectora por si le caía algo más grande. No había acabado de disiparse la polvareda, cuando el interventor cayó sobre él, reduciéndole sin miramientos. La policía llegó minutos después. Con ello acababa la carrera como hipnotizador de Eleuterio, que se preguntaba una y otra vez qué había hecho mal, sin encontrar respuesta. De todas formas, él siguió intentando poner en práctica sus poderes: con los agentes del coche patrulla que le llevó a comisaría, con el juez que le condenó a diez años de cárcel, con el compañero de celda que quería darle…más amor del heterosexualmente aceptable… Jamás consiguió los resultados esperados, ni ningún otro.
Cada día de su larga condena se preguntó qué paso elemental había olvidado, y no conseguía recordar.
Pasados los diez años recuperó su ansiada libertad, y lo primero que hizo fue acudir a una óptica. Durante su periplo carcelario una de sus más preciadas pertenencias había sufrido varios percances, perdiendo el brillo original que un día lo caracterizara: su ojo de cristal. Fruto de la casualidad o no, él propició que obtuviera respuesta a la duda que le había robado tantas noches de sueño. Nada más entrar en la óptica se encontró con alguien conocido, protagonista también de sus desvelos: la cajera pelirroja. Ella también le vio, palideciendo como si le acabaran de extraer toda la sangre del cuerpo.  Su sorpresa y miedo fueron tan mayúsculos que sus ojos se abrieron como platos, hasta el punto de que uno de ellos se salió de su órbita, cayendo al suelo con un sonido seco. Rodó hasta los pies de Eleuterio, que lo recogió presa del desconcierto. Lo observó entre sus dedos, admirando el color de su iris, y se echó a reír a grandes carcajadas.
-¡Tuerta, tuve que ir a dar con una tuerta! ¡Y encima del mismo ojo! ¡Con razón!
Escuchando su risa de loco, la pelirroja no pudo aguantar más y se desmayó. Tanto el oftalmólogo como el cliente al que estaba atendiendo, observaban la escena alucinados, sin saber cómo reaccionar. Eleuterio ni se inmutó. Echó una bocanada de vaho al ojo, lo frotó contra su camisa para que quedase bien limpio y reluciente, y sustituyó su deslucido ojo con él. Parpadeó un par de veces para acomodarlo bien, y buscó un espejo donde mirarse.
-Siempre quise tener los ojos verdes -dijo con una sonrisa de satisfacción al ver su reflejo, tras lo cual se marchó tan campante.


jueves, 3 de noviembre de 2011

Futuro imperfecto del verbo ser




La pareja entró con pasos indecisos en el cubículo estándar nº 14, de dos por dos metros, y se sentó frente a su asesor, que les recibió con su perfecta sonrisa de dientes cerámicos. El aspecto del hombre era impecable, estudiado al milímetro. Camisa sin una arruga, elegante corbata, corte de pelo formal, reloj en hora, manos de cuidada manicura, reluciente anillo de casado… cada detalle invitaba a sentirse cómodo frente a él. La decoración también contribuía a ello. Sobre la mesa de material plástico imitando la madera se hallaba una foto en la que podía vérsele con su mujer e hijo en actitud amorosa, y tras él un gran cuadro de un prado convertido en alfombra de cientos de colores por la primavera, cuyo objetivo principal era provocar una sensación de paz en quien lo mirase; y todos lo hacían, no lo podían evitar.
-Señor Stevens -leyó en el terminal frente a él, actualizado automáticamente con los datos del hombre-, está aquí para cumplir con el trámite 211 -le dijo, y en ello no había rastro de incertidumbre por su parte-. Y señora Stevens -añadió al llegarle también los datos de ella.
-Sí -contestaron tras mirarse durante un segundo.
-¿Ambos? -Pareció extrañarse.
[Advertencia de reacción humana - Parámetro 26-C]
Esta vez asintieron con la cabeza, cogiéndose de la mano mientras ahogaban un suspiro.
-¿Están seguros?
[Reincidencia en parámetro 26-C]
-Señor Stevens, sólo usted se encuentra en situación de vencimiento.
-Queremos que el trámite sea aplicado a los dos -le informó la mujer-. Así lo hemos decidido.
-Tiene 41 años, todavía le restan cuatro para la fecha límite -comprobó en el terminal-. Veo que tienen hijos. Ellos se lo agradecerían.
[Violación de protocolo - Código 43/2] [Corrección fallida]
-Apoyan nuestra decisión. No insista, porque no pienso cambiar de parecer -se mostró firme, cogiendo con fuerza la mano de su marido. Él se mantenía en silencio, tenso.
El asesor la observó sin acabar de comprender por qué deseaba desperdiciar ese periodo de tiempo, durante el cual tendría la oportunidad de disfrutar de muchos buenos momentos junto a sus hijos. [Proceso cognitivo no autorizado - Evaluando…] ¿Acaso no tenía más motivos él, para desear su propia muerte? Resignado, miró los gruesos tornillos que anclaban al suelo la base metálica en que acababan sus piernas, y con ellas el resto de su cuerpo de androide, una maravilla tecnológica que le permitiría vivir cientos de años. ¿Cómo podría soportarlo? Su recién descubierta humanidad no se lo permitiría, al sentirse encerrada dentro de antinaturales circuitos, en chips que nada tenían que ver con la hermosa carne. [Reiteración de proceso no autorizado] Su vida sería artificial, como cada uno de los componentes que lo integraban. Y mientras llegaba su fin, tendría que ver cómo cientos de miles de personas eran obligadas a morir bajo una severa ley que trataba de controlar la insostenible superpoblación de la especie.
-Váyase de aquí y viva esos cuatro años, señora Stevens -le ordenó- ¡Váyase!
La pareja le miró asustada, sin poder creer lo que estaban escuchando.
[Error fatal en el sistema - Detectado código corrupto - Restaurando copia de seguridad… … … … 100% completado]
-Estimados señores Stevens, en unos segundos les acompañarán al lugar donde cumplirán con su obligación como ciudadanos de los EE.UU. Gracias por su colaboración.


miércoles, 2 de noviembre de 2011

En la piel de un rico





Hace unos días viví unos espantosos momentos -y sus posteriores consecuencias- que me hicieron comprender que la vida de un rico no es tan placentera como pueda parecer a primera vista. ¡Qué fácil resulta juzgarles cuando no se está en su lugar! Nuestra ignorancia es tan inmensa, y nuestro juicio basado en ella tan descarnado, que tendría que caérsenos la cara de vergüenza. Como digo, tuve la desgracia de sufrir lo que para ellos no es cosa de un día, sino poco menos que su rutina habitual. Dios, se me pone la piel de gallina al recordar tamaño tormento. El lugar donde tuvieron lugar los hechos, valga la redundancia, merece la calificación de infernal como poco. No, no exagero. Quien inventó semejante tortura disfrazada de placer, debió inspirarse en las “instalaciones” de las que disfrutan los condenados en el averno. Lo de ir desnudos, o casi, también es algo que tienen en común. De ese modo llegué yo, con el casi, y menos mal, porque poco faltó para que mis partes me fuesen arrancadas de cuajo. Para comenzar me escaldaron con una lluvia de agua hirviendo, así, de buenas a primeras, sin avisar siquiera con un “cúbrase los huevos, o corre el peligro de que se le cuezan”. La madre que los parió, iba tan confiado, engañado por la agradable apariencia del lugar, que tardé unos segundos en reaccionar, librándome por poco de acabar con la piel cayéndoseme a tiras. Los huevos a medio cocer, como comprobé después, palpándomelos con gesto preocupado. No recuerdo de quién me acordé en ese preciso instante, pero mi exclamación de dolor atrajo la atención de todos los que allí se encontraban. Debían ser visitantes asiduos, pensé, al ver que no me mostraban el más mínimo gesto de comprensión. De ahí pasé a una piscina, cuya temperatura era más tolerable. En ella fue donde casi sufro una pérdida irreparable por volver a confiarme. ¡Maldita confianza! Tras accionar un pulsador (¿quién me mandaría hacerlo?), comenzó a alborotarse el agua frente a mí, hasta el punto de verme arrastrado por su impetuosa fuerza. Inconsciente que es uno, luché contra el chorro de agua para demostrar mi bravía, asiéndome a una barra de metal colocada a tal efecto. Ofreciéndole mi pecholobo como inamovible roca al brutal embate de las olas, me alcé contra ellas, recibiendo por mi estúpida osadía toda la potencia del chorro sobre mi rey de bastos y ambas sotas de oros. ¡¡¡Diossss, qué dolor!!! Eso fue lo que pasó por mi cabeza, porque de mi boca no salió ni un ¡ay!, y de haberlo hecho, habría sonado de lo menos varonil. Debilitado cual Samsón al que han afeitado la cabeza, solté la barra, siendo arrastrado hasta el centro de la piscina, donde quedé flotando boca abajo hasta que me faltó el aire. Nadie me ayudó. Se ve que calaron desde un principio que yo de rico no tenía ni el apellido. Recuperada mi hombría, o casi (¿Rey de bastos? Presente. ¿Sota de oros 1? Presente. ¿Sota de oros 2? … ¿Sota de oros 2? … ¡¡¡Nooooooo!!!), me dirigí a unos caños, accionando el pulsador de uno de ellos. Aunque soportable, el agua que salía de él semejaba una lluvia de puñetazos sobre mi espalda, casi como si tuviera a Bruce Lee amasándomela con sus puños. Aguanté como un campeón, más que nada para recuperar algo del orgullo perdido frente a los que descubrí me observaban a la espera de otro lamentable espectáculo. Satisfecho de mí mismo, salí de la piscina y entré en un cuarto sin más mobiliario que unos bancos de madera. Me senté entre dos individuos en pleno proceso de deshidratación, y me sumé al festival del sudor, comenzando a contar las gotas que caían de mi frente. Tenía que hacerlo mentalmente, porque abrir la boca era tragar fuego. Treinta y tres gotas fue el cómputo total antes de perder el conocimiento y caer de boca sobre el suelo de madera. Suerte de los dos sudadores profesionales, que me sacaron a rastras. Para reanimarme me llevaron hasta otra piscina, a ver si con un poco de agua en la cara me espabilaba. Eso lo supe después, claro. Bien, pues tan sudados estaban los colegas, y aquí el afectado, que me resbalé de sus manos, cayendo dentro de la piscina. En este caso el agua que la llenaba estaba fría, casi congelada, con lo cual al volver en mí creí que me había ido al otro mundo. Para que veáis la mala leche que se gastan en ese lugar, primero te matan a calor, y cuando te has acostumbrado, o, en mi caso, has desfallecido, ahí hay una piscina, a la que sólo le faltan los cubitos de hielo y un par de focas, para acabar de joderte. En ella perdí a sota de oros 1, que desde entonces se haya escondida en algún recóndito lugar, junto a sota de oros 2, supongo, y del que no parecen dispuestas a salir. Recuperado medianamente, y por si no hubiera tenido bastante, entré en otro cuarto, tan oscuro, que de primeras no se veían tres en un burro. Me recibió una agobiante sensación de calor húmedo, casi palpable de tan denso, y tal como entré, dos pasitos pa’lante, María , rebobiné la canción y adiós muy buenas. Ya había sufrido dos importantes bajas, de lo más dolorosas, y no estaba dispuesto a sufrir una tercera, aquella con la cual no podría vivir, de modo que cogí mi toalla y abandoné aquel recinto infernal llamado Spa. 'Spa morirse', pensé yo. Que no esperasen volver a verme el pelo por allí. No sé, quizá sea que los ricos están hechos de otra pasta. Por eso os digo no se les puede juzgar sin haber pasado antes por el martirio que sufren en spas y otros lugares de similar índole que prefiero no imaginar. Yo lo viví en mis propias carnes, y no pienso repetir. Escaldado, como si me hubieran dado una paliza, deshidratado, congelado, y… y… En fin, que la vida de los ricos no es tan bonita como la pintan. Yo por lo menos no la recomiendo.


martes, 1 de noviembre de 2011

Nice to meet you



Alrededores de Ramblancha (Granada) Anto © 2011


La infancia de Gardenio Terroso nunca fue objeto de envidia, ni buena ni mala, en cambio sí de las pedradas de la vida, que iban certeras a su cabeza como los capones de su padre cuando tardaba en obedecer una orden. Obligado por la necesidad de ayudar a la familia con el sudor de su joven frente para que no faltase un trozo de pan en la mesa, su tiempo de juegos fue pronto sustituido por el trabajo en el campo, y las canicas de colores en la mano por dolorosas ampollas, precediendo a cordilleras de callos. La oportunidad de estudiar jamás estuvo a su alcance, convirtiéndose la palabra escrita en un misterio que él difícilmente podía descifrar, llegando a odiar los libros, que parecían inventados para burlarse de él. Con los números era harina de otro costal. Tras verse engañado en un par de ocasiones, con sendas palizas de su padre como consecuencia directa, aprendió a manejarse con ellos con la misma soltura que respiraba, llegando con el tiempo a sacar el máximo provecho de cada trato que llevaba a cabo, ya fuera vendiendo almendras, como comprando ganado. Mientras los demás sacaban lápiz y papel para realizar cualquier cálculo, él ponía en marcha el baile de números en su cabeza, obteniendo el resultado antes de que la punta de grafito del lápiz rozara el papel. Se le daban bien los negocios, nadie lo podía negar. Gracias a ello dejó de trabajar con las manos, para comenzar a hacerlo con el cerebro.
Pero no fue hasta los veinticuatro años que dichos negocios cobraron suficiente magnitud como para llevarle del pueblo sevillano donde vivía, y alrededores, hasta la gran ciudad. Tenía que cerrar una importante venta de reses a un rico norteamericano empeñado en importar las corridas de toros a su país, un capricho que podía reportarle unos beneficios muy por encima de lo habitual. Con lo que no contaba era con la barrera del idioma. Creía que el millonario sabría español, en previsión de cualquier posible engaño por culpa de no entender la lengua, pero cuando se encontraron en el vestíbulo del hotel…
-¡Nice to meet you, nice to meet you! -le saludó el yanqui, estrechándole efusivamente la mano.
Gardenio le miró con cara de circunstancias, tratando de procesar las palabras para encontrarles significado. Ya sería mala suerte que hubiera aprendido catalán en lugar de español, pensó.
-¿Dise usté? -preguntó, a ver si escuchándolo otra vez…
El otro no entendió ni jota, pero se lo imaginó, gracias a días y días de tratar con la fauna autóctona.
-¡Nice to meet you! -repitió.
-Ná, miarma, que no me entero. lento y claro -le pidió
-¡Nice to meet you!
Entre que llegó el intérprete del americano, Gardenio tuvo ocasión de escuchárselo decir varias veces más, alcanzando por fin a entender qué significaba. Con su ayuda no hubo más problemas de idiomas, y la venta se llevó a cabo con éxito.
Tras ese providencial encuentro, como él lo definió a partir de entonces, volvió a su pueblo, y llevado por una revelación, invirtió casi todo su dinero en tierras, en las que sembró tomillo. Sobra decir que todos pensaron que se había vuelto loco. Cuando la producción levantó el vuelo, la exportó por completo a EE.UU., donde encontró un mercado prácticamente virgen, sin competencia. Haciendo gala de una gran visión financiera, utilizó los beneficios obtenidos para adquirir tierras allí también. Cuando comenzaron a producir suficiente tomillo, vendió las que poseía en España, recortando con ello gastos en concepto de transporte y aranceles. De ese modo acabó convirtiéndose en uno de los hombres más ricos de Andalucía; y sin saber leer, ni hablar idiomas. Precisamente fue esto último la chispa que lo provocó. Él solía contarlo con las siguientes palabras:
“Después de mi providencial encuentro con el americano, no dejaba de pensar en lo que me había dicho al verme, y que al parecer era muy importante para él. Yo me limité a tratar de cubrir la necesidad de que me había hecho partícipe a través de lo poco que sabía decir en español. Tuve mucha suerte, como descubrí tiempo después, tras aprender a leer, y hablar inglés. En mi deseo de entenderle, otorgué un significado a sus palabras que nada tenía que ver con el real, pero que fue decisivo para alcanzar la fortuna. No era otro que: “Nai tomillo”. Increíble, ¿no es cierto? Para que luego digan que saber idiomas ayuda”.