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Con andar presuroso, Eleuterio Buendía abrió la puerta del banco y entró. Era casi la hora del cierre y apenas había clientes. Se situó detrás de la única persona que esperaba turno, y trató de serenar sus parlanchines nervios, que le enumeraban en una irritante cantinela cada una de las cosas que podían ir mal. Para contrarrestarlos se concentró en su plan, acariciando la Virgen de los Desamparados que guardaba en el bolsillo del pantalón. Todo va a salir bien, se decía, pasando una mano por su reluciente calva, como si temiera que sus pensamientos quedaran a la vista.
Acabaron de atender a la persona que le precedía, y avanzó con un par de zancadas hasta el mostrador, encontrándose con una bella cajera de cabellos rojo fuego, que le saludó con un inusual brillo en su mirada de vivos verdes.
-Buenas, ¿qué desea?
Eleuterio apoyó sus temblorosas manos sobre el mármol negro del mostrador, y se adelantó hasta quedar a unos treinta centímetros de la selva de sus ojos.
-Míreme con atención. Se siente muy cansada, le pesan… -pronunció con tono subyugante, mirándola fijamente con los ojos entrecerrados para concentrar todo su poder.
-Es viernes, normal que esté cansada -le contestó con una sonrisa agradecida por haber reparado en ello-. La mayoría se piensa que trabajar sentado es un chollo. Si supieran de mis dolores de espalda. Y ya no digamos el trasero, con lo precioso que lo tenía yo antes…
-Sí, sí, pero atiéndame -Y comenzó de nuevo con el ritual-. Se siente muy cansada, le pesan los párpados, los brazos, todo su cuerpo, las ganas de dormir son irresistibles -A lo que ella asentía, porque era tal como Eleuterio decía. ¡Qué hombre más comprensivo!, pensaba-. Cuando cuente tres, retirará un millón de euros de mi cuenta y me los entregará.
-Me temo que va a ser imposible, y menos a la cuenta de tres -le informó-: en este momento no contamos con esa cantidad en el banco. Tendríamos que llamar a la central para poder disponer de ella, como muy pronto mañana. Si me da su libreta y documento de identidad… -le pidió para llevar a cabo la operación.
Aquello suponía una traba para el metódico plan trazado por Eleuterio; pero no había pasado meses estudiando y practicando hipnosis, gastándose un dinero que no le sobraba en un Máster a distancia para dominarla, y echarse atrás a la primera de cambio. Demasiado le había costado conseguir aquel título, en el cual había depositado todas sus esperanzas de hacerse rico.
-Deme todo el dinero que hay en la caja -exigió ahora, intensificando el encantamiento de su voz y el poder de su mirada.
La mujer le observó atentamente, con expresión pensativa.
-¿Está usted tratando de atracar el banco? -le preguntó tras unos segundos, casi segura de que no erraba.
La mandíbula de Eleuterio cayó víctima de la sorpresa. Unida a sus ojos entrecerrados, le daba una lastimosa apariencia de moribundo. ¿Cómo era posible que esa mujer no cayera bajo su hipnotizante influjo?
-Guapa -reaccionó-, ¿quiere hacer el favor de concentrarse en mis ojos? Colabore o me veré obligado a utilizar medios más persuasivos.
La pelirroja se quedó petrificada durante un instante, tras lo cual comenzó a resquebrajarse llevada por una súbita e imparable risa, atrayendo el interés de sus compañeros.
-Disculpe -dijo conteniéndose-, no recordaba que hoy es el día de los Santos Inocentes. ¡Pero qué broma más buena! -Y volvió a echarse a reír.
Eleuterio la contemplaba agitarse, reverberando sus palabras como un eco en su cerebro, cada una un golpe a su dignidad con la fuerza de un martillo pilón. Él, que había sido capaz de hipnotizar a su gato Misifú, haciéndole creer que era un perro, y que dijera miau ladrando. Por no hablar de su mayor logro, hacer que su odioso vecino de arriba se pusiera un tanga de leopardo de su mujer, tres tallas más pequeño, y se fuera a comprar a la plaza sin más vestimenta que esa.
-¡Qué broma ni que ocho cuartos! -estalló furioso- ¡Respete mi Máster en Hipnosis, porque se trata de algo muy serio!
-¿Hipnosis? Es usted increíble -Y rió con más ganas todavía.
Aquello era demasiado bochorno para Eleuterio, y no podía permitirlo ni un segundo más.
-¿No ha querido colaborar para que nadie saliera herido?, pues veamos si esto le hace tanta gracia -Y sacó la oxidada pistola de su abuelo, vestigio de una guerra que no había vivido, pero sí sufrido con las interminables peroratas a que le había sometido antes de regalársela.
Inmediatamente la mujer comenzó a gritar como una histérica.
-¡¡¡Está loco!!! -lo acusó llevándose las manos a la cabeza.
Que le faltaba un tornillo era lo peor que se le podía decir a Eleuterio, y reaccionó en consecuencia, disparando un par de tiros al techo a modo de aviso. Su intención incluía sólo uno, pero aquella antigualla tenía el gatillo un poco flojo. Una granizada de trozos de escayola cayó sobre su calva, ocultando su brillo, obligándole a encogerse en actitud protectora por si le caía algo más grande. No había acabado de disiparse la polvareda, cuando el interventor cayó sobre él, reduciéndole sin miramientos. La policía llegó minutos después. Con ello acababa la carrera como hipnotizador de Eleuterio, que se preguntaba una y otra vez qué había hecho mal, sin encontrar respuesta. De todas formas, él siguió intentando poner en práctica sus poderes: con los agentes del coche patrulla que le llevó a comisaría, con el juez que le condenó a diez años de cárcel, con el compañero de celda que quería darle…más amor del heterosexualmente aceptable… Jamás consiguió los resultados esperados, ni ningún otro.
Cada día de su larga condena se preguntó qué paso elemental había olvidado, y no conseguía recordar.
Pasados los diez años recuperó su ansiada libertad, y lo primero que hizo fue acudir a una óptica. Durante su periplo carcelario una de sus más preciadas pertenencias había sufrido varios percances, perdiendo el brillo original que un día lo caracterizara: su ojo de cristal. Fruto de la casualidad o no, él propició que obtuviera respuesta a la duda que le había robado tantas noches de sueño. Nada más entrar en la óptica se encontró con alguien conocido, protagonista también de sus desvelos: la cajera pelirroja. Ella también le vio, palideciendo como si le acabaran de extraer toda la sangre del cuerpo. Su sorpresa y miedo fueron tan mayúsculos que sus ojos se abrieron como platos, hasta el punto de que uno de ellos se salió de su órbita, cayendo al suelo con un sonido seco. Rodó hasta los pies de Eleuterio, que lo recogió presa del desconcierto. Lo observó entre sus dedos, admirando el color de su iris, y se echó a reír a grandes carcajadas.
-¡Tuerta, tuve que ir a dar con una tuerta! ¡Y encima del mismo ojo! ¡Con razón!
Escuchando su risa de loco, la pelirroja no pudo aguantar más y se desmayó. Tanto el oftalmólogo como el cliente al que estaba atendiendo, observaban la escena alucinados, sin saber cómo reaccionar. Eleuterio ni se inmutó. Echó una bocanada de vaho al ojo, lo frotó contra su camisa para que quedase bien limpio y reluciente, y sustituyó su deslucido ojo con él. Parpadeó un par de veces para acomodarlo bien, y buscó un espejo donde mirarse.
-Siempre quise tener los ojos verdes -dijo con una sonrisa de satisfacción al ver su reflejo, tras lo cual se marchó tan campante.