-Hubo un tiempo en que los años comenzaban con
la ilusión de los regalos a la vuelta de la esquina, y aunque eran pocos, menos
nos hacían falta, porque lo más importante ya lo teníamos, nos diéramos cuenta
o no.
-Sí. Recuerdo
un tren de hojalata, pintado de un brillante rojo, con detalles en dorado. El 457 en
los laterales de la cabina de la locomotora. Tiré de su cordel sin parar hasta
que fue sustituido por aquel camión de bomberos. Rojo también, claro.
-Siempre te
han gustado las cosas de ese color, cuanto más vivo mejor.
-Acabó en
el desván, con varias ruedas rotas. Lo guardé prometiéndome que
un día me compraría uno que fuera como los de verdad, que echara humo por la
chimenea y silbase de tanto en tanto para alertar de su llegada.
-Lo cumpliste.
Te dejaste un dineral en construirle un decorado apropiado: un bonito pueblo
con una estación en la que esperaban varios viajeros con sus maletas, un puente
de metal que cruzaba un barranco, un túnel atravesando una pequeña montaña, a
cuya salida podías verle acercarse con su gran faro encendido abriéndose paso
a través de la oscuridad… Rojo y dorado. Era impresionante. Hasta instalaste
varios cambios de agujas para que hiciera distintos recorridos. Toda una
habitación para el tinglado.
-Pues lo
vendí.
-¿En serio?
Con todo el trabajo que le dedicaste. Tu mujer se alegraría.
-Es
posible.
-Seguro, no
soportaba que pasaras tantas horas liado con algo que para ella no tenía valor.
Fui testigo de más de un encontronazo por ese motivo. Cosas de niños, decía. Yo
tampoco le gustaba demasiado. Por eso dejé de visitaros.
-Una noche,
a las pocas horas de acostarnos, se levantó de la cama, fue a la habitación, y
destrozó todo cuanto le permitió la furia de la que se hallaba poseída. Me
despertó el ruido de los golpes, los gritos de rabia, apenas sofocados, el
respirar entrecortado, desbordado por el esfuerzo.
-No sé qué
decir.
-Me quedé
en la cama, visionando en mi imaginación cada golpe que llegaba a mis oídos, a
qué ponía fin. Una película a cámara lenta de destrucción y locura desatada.
Cuando volvió a la cama, traía el rostro húmedo por las lágrimas, y el cuerpo
ardiendo como si tuviera fiebre. Se abrazó a mí, y toda ella era un doloroso latido
agitándose en mi pecho. Traté de buscar su mirada, y no la encontré.
-Cuesta creer
que odiase hasta tal extremo ese tren y todo lo demás. Me parece tan desmesurado.
-Lo veía
como el medio a través del cual me alejaba de ella. Una representación de mi
deseo de coger un tren o lo que fuese y desaparecer de allí, dejándola atrás. Se equivocaba,
pero lo que hice no fue muy diferente.
-Tú jamás
la habrías abandonado.
-Lo hice.
Me ayudó a comprenderlo. Yo también odiaba aquel tren. Su estúpido caminar por
vías que llevaban a ningún sitio. Los viajeros en su interior… los que
esperaban en la estación… Todo falsedad.
De pequeño quería algo mejor. De mayor quería recuperar lo que tenía de
pequeño. Tardé en darme cuenta. Un tren de hojalata que me podía llevar donde
quisiera, sin necesidad de vías, puentes, túneles… La magia, la inocencia, la
ilusión.
-Se me hace
tarde, y quizá prefieras estar solo.
-Murió poco
tiempo después. Me cogió de improviso. Busqué aquella locomotora en el desván
de la casa de mis padres. Estaba cubierta por el polvo de años y años, y bajo
el gris el rojo y el oro, relucientes todavía. La limpié a fondo, dejándola
lista para un último viaje.
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