viernes, 16 de septiembre de 2011

Sociedad alienante





Fue aquella semana cuando Carl encontró verdadero significado al libro leído hacía tantos años, “La metamorfosis” de Kafka, libro traído a su memoria por lo que él mismo estaba viviendo, y que ahora comprendía, revelándose tan claro como el agua. Un cambio en su ser producido silenciosamente a lo largo de los últimos meses, aunque sospechaba que latente en su interior desde hacía años, esperando a ser “llamado”. Había ido manifestándose de manera paulatina, primero con una extraña tendencia a mantenerse activo durante la noche, en la cual sus sentidos parecían amplificarse. Encontraba en esas horas, hasta la salida del sol, su mayor paz, siendo habituales sus paseos por la ciudad, cuyas calles apenas eran transitadas por las ruidosas y estresantes personas, congéneres de los cuales renegaba en sus más oscuros adentros, o por los infernales vehículos en que se desplazaban, haciendo irrespirable el aire. Pero era internándose en los parques cuando más disfrutaba, si había que saltar una valla para penetrar en alguno de ellos, mejor, invadido por una confortante sensación de transgresora libertad; sobre todo las noches de luna llena. La sangre le hervía en las venas, bombeada a la velocidad de los latidos de un corazón exigido de un rendimiento por encima del normal, el propio de un cuerpo plenamente vivo. Correr descalzo como un salvaje, saltar o escalar ágilmente cualquier obstáculo en su camino, subirse a los árboles, ocultarse ante la presencia de algún transeúnte, buscar cobijo entre los arbustos, tumbarse sobre las hojas secas hecho un ovillo… Cuando volvía a casa, caía agotado sobre la cama vacía, desnudo, el cuerpo mojado por el sudor, y se dejaba morir, de nuevo entre las cuatro paredes de la celda que ahogaba al animal que llevaba dentro. Un día las echaría abajo, se prometía antes de quedar dormido. Al despertar, la ropa polvorienta, llena de ramitas y hojas secas, como su pelo, le recordaba las andanzas de la noche, provocándole una amplia sonrisa de satisfacción. Se duchaba, y volvía a disfrazarse de hombre, consciente de que cada vez tenía que esforzarse más para no llamar la atención entre ellos. Pero era difícil, porque los cambios no dejaban de producirse, acelerándose a cada día que pasaba, hasta llegar el momento en que sus sentidos le hicieron insoportable el mezclarse con otras personas. Ya no soportaba su olor, teniendo que contener la respiración en su presencia para que la pestilencia a falsedad no le provocara arcadas; no podía mirarles a los ojos, asqueado por la horrible deformidad de las putrefactas almas escondidas tras ellos; cerraba los oídos a la hipocresía surgida de sus torcidas bocas, a caballo de pustulosas lenguas, enmudeciendo, concentrado el pensamiento en su próxima escapada nocturna; evitaba cualquier contacto físico, huyendo del ficticio calor que proporcionaba, una mentira más con la que abordar su mente, de la que debía huir a toda costa. Tras agredir a un compañero de trabajo mordiéndole en el cuello, el proceso se completó. Despedido, acabó recluyéndose en su habitación. Los parques que antes le hacían sentir libre, los veía ahora como un engaño más, un sustituto de la verdadera naturaleza, la no sometida al hombre, cuyo objetivo era camuflar la cruel realidad, que aquella ciudad era una cárcel en su totalidad, compuesta por miles de celdas. Tras ello, llegó la mañana en que despertó, y al mirarse en el espejo, se vio: ojos de mirada profunda, dientes afilados, el rostro cubierto de pelo, los dedos convertidos en garras. Su reflejo le hizo arrugar el morro con fiereza, soltando un gruñido de advertencia. Un lobo. Siempre lo había sido. Era hora de regresar al lugar al que pertenecía, supo, el que le había estado llamando desde que naciera. En él dejaría de sentirse un extraño. Desnudo, tal como se había levantado, salió a la calle, gruñendo a todo aquel que se interponía entre él y su ansiada libertad. Nunca más volvería a limitar su verdadero ser a la noche, suyo sería también el día. Pero para ello antes tendría que salir de la ciudad, y la policía no tardó en ser avisada por algún responsable ciudadano. Interceptado un cuarto de hora después, se defendió como el lobo que era, con garras y dientes, dejando fuera de combate a dos agentes, siendo finalmente abatido con un par de descargas eléctricas, al mostrarse insuficiente una sola. Horas más tarde, le recibían con los brazos abiertos en la institución mental más prestigiosa de la ciudad.
-Bienvenido a nuestro zoológico -le saludó uno de los celadores, acompañándole a su acogedora jaula de paredes acolchadas.


2 comentarios:

  1. Una historia muy entretenida.

    Saludos.

    http://tamaravillanueva.blogspot.com/

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  2. Hola Tamara

    Ni historia ni entretenida, cuidado si te adentras de noche en un parque, en ellos, el lobo libre se encuentra, y salvaje es su naturaleza ¡¡¡Auuuuuuu!!! jejejeje Es broma.

    Saludos

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